El poeta José Emilio Pacheco dijo en abril pasado, al recibir el Premio Cervantes en Alcalá de Henares, que los escritores son miembros de una orden mendicante. Tímido hasta la ternura, desafecto de todo remilgo exagerado, no dijo que los escritores son en los tiempos que corren la única orden mendicante de la que se tiene prueba plena.
José Emilio Pacheco, como el Quijote, ha batallado en el desierto; su tejido poético se parece a las manos artesanas que van enredando los tallos largos y flexibles del bejuco. Unamuno rindió honor por adelantado al poeta: “Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte” (Del sentimiento trágico de la vida).
La profecía de Unamuno es poética pero ha resultado falsa. El cedro no creció y, tierno y desvalido, fue talado sin misericordia. Sin embargo, el desierto oye.
La poesía es asombro. José Emilio Pacheco lo expresó en un verso inocente y limpio como la gota de lluvia que se queda dormida en la hoja maternal de la cuna de Moisés: “Yo nunca había visto un rey”. Es un verso. Escribir poesía es sencillo. Por eso hay tan pocos poetas en el mundo.
Del verso de José Emilio Pacheco brotan imágenes varias, dependiendo del ritmo de la vida de los que saben oír. El verso es de estirpe chestertoniana y se puede comenzar un cuento con el asombro del poeta: “Había una vez un poeta que nunca había visto un rey”. Le leí lo anterior a un niño rarámuri y al instante cantó: “Había una vez un rey que nunca había visto un poeta”. Algunos niños rarámuri aprenden a leer en verso, en los versos de su propia cultura y en los poemas de otros mundos, y cuando crecen y se hacen mayores hablan en verso, cantando las palabras, pausándolas como si las estuvieran leyendo en una hoja pautada de los colores de la sierra. Hace ya muchos años, conversando con un grupo de alfabetizadores de la Tarahumara, incluimos un par de poemas de José Emilio Pacheco en la enseñanza de las primeras letras. Si no recuerdo mal, propuse su poema La enredadera:
José Emilio Pacheco, como el Quijote, ha batallado en el desierto; su tejido poético se parece a las manos artesanas que van enredando los tallos largos y flexibles del bejuco. Unamuno rindió honor por adelantado al poeta: “Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte” (Del sentimiento trágico de la vida).
La profecía de Unamuno es poética pero ha resultado falsa. El cedro no creció y, tierno y desvalido, fue talado sin misericordia. Sin embargo, el desierto oye.
La poesía es asombro. José Emilio Pacheco lo expresó en un verso inocente y limpio como la gota de lluvia que se queda dormida en la hoja maternal de la cuna de Moisés: “Yo nunca había visto un rey”. Es un verso. Escribir poesía es sencillo. Por eso hay tan pocos poetas en el mundo.
Del verso de José Emilio Pacheco brotan imágenes varias, dependiendo del ritmo de la vida de los que saben oír. El verso es de estirpe chestertoniana y se puede comenzar un cuento con el asombro del poeta: “Había una vez un poeta que nunca había visto un rey”. Le leí lo anterior a un niño rarámuri y al instante cantó: “Había una vez un rey que nunca había visto un poeta”. Algunos niños rarámuri aprenden a leer en verso, en los versos de su propia cultura y en los poemas de otros mundos, y cuando crecen y se hacen mayores hablan en verso, cantando las palabras, pausándolas como si las estuvieran leyendo en una hoja pautada de los colores de la sierra. Hace ya muchos años, conversando con un grupo de alfabetizadores de la Tarahumara, incluimos un par de poemas de José Emilio Pacheco en la enseñanza de las primeras letras. Si no recuerdo mal, propuse su poema La enredadera:
Verde o azul, fruto del muro, crece;
divide cielo y tierra. . .
divide cielo y tierra. . .
Alguien la tradujo a la lengua rarámuri y se la llevó en su mochila camino a Guadalupe y Calvo, donde su mujer estaba de barbecho. El “fruto del muro” lo he llevado conmigo. La imagen me ha transportado a la infancia, a la casa de mis padres. Los frutos de los muros eran de lo más variado: flores blancas y amarillas, tallos como hilos delgados y tiernos que vivían enamorados de las paredes, brazos de higueras y granados que ascendían por el muro de adobe del cuarto donde mi abuela rezaba para que los bolcheviques ardieran en el fuego eterno.
Los prosaicos no sabemos de qué viven los escritores y menos de qué viven los poetas. Nadie sabe con cuánto viven, dónde viven, quién les paga y dónde se esconden cuando se cansan de vivir. La riqueza del poeta es la lengua; pero son pocos los que envidian esa riqueza y menos los que se deslumbran con ella. Lo triste es que el poeta tiene obligaciones pero no tiene derechos. Lo he leído en un ensayo de Joseph Brodsky: “Si una obligación tiene el poeta para con la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene opción; por otra parte, la sociedad no tiene obligación alguna con el poeta” (“Para agradar a una sombra, 1983).
Pero ¿de qué viven los escritores?
Los mejores escritores han vivido a media altura, a medio camino entre el llano y la montaña, subidos en un peñasco desde donde se puede mirar arriba y abajo. También por eso hay tan pocos poetas, pues situarse en medio es la tarea más difícil del mundo. Lo demás es fácil: ser muy rico o ser muy pobre son tendencias que no exigen grandes esfuerzos. A fin de cuentas, es más difícil trazar una línea recta que una quebrada.
En La fuerza de los elementos (1980) Brodsky escribe: “Junto con el aire, la tierra, el agua y el fuego, el dinero es la quinta fuerza natural con la que el ser humano tiene que habérselas con mayor frecuencia”. Dostoievski, por ejemplo, consideraba que seis mil rublos era una inmensa cantidad de dinero. Con esa cantidad se podía vivir todo un año. En 1980 (año en que Brodsky escribe su ensayo) seis mil rublos equivalían a unos veinte mil dólares. Pongamos por caso que ahora, treinta años después, los seis mil rublos de Dostoievski sean equivalentes a unos treinta mil dólares, algo así como cuatrocientos mil pesos. Con esta cantidad un escritor puede vivir un año, a razón de treinta mil pesos mensuales, menos impuestos. Puede tener casa, vestido y sustento, pero no mucho más. Con esa cantidad puede mantener a su familia, pero lamentará que no pueda comprar sino dos o tres libros cada mes, siempre que no sean demasiado caros. Con esa cantidad un escritor puede dedicarse lo suyo. No sé cuántas horas lee un escritor. Supongo que muchas. Es cierto, hay escritores que escriben más libros de los que leen, pero un buen escritor ha de leer, creo, al menos unas ocho horas diarias, y me figuro que el tiempo que dedica a escribir debe de ser por lo menos de cuatro horas cada día. Ya suman doce horas. Pero un buen escritor necesita también tiempo para pensar. Los poetas, imagino, tienen la necesidad –es su oxígeno– de destinar algunas horas a contemplar, sentir, meditar, oír las voces de sus semejantes, los gemidos misteriosos del viento y de los árboles, el ruido mundano de la ciudad donde viven, las histerias de los vecinos, la pareja que en la mesa de junto tiene una hora sin hablarse, la muchacha que alza y entrecierra los ojos y se mesa el cabello, el sol que se marcha sin despedirse, la noche que espesa los recuerdos o adelgaza los rencores. Eso imagino, en realidad no lo sé.
Es evidente que la mayoría de los escritores ganan mucho menos de los seis mil rublos de Dostoievski y a veces menos que nada, y es cuando la mendicidad toca a su puerta mortificada, aunque en realidad es el escritor el que toca –muchas veces de un modo golpeado y agolpado– todas las puertas a su paso, con los nudillos lacrados en la garganta.
Pero ¿quién le paga al escritor seis mil rublos anuales?
Muchos escritores son profesores o investigadores; imparten conferencias y seminarios; traducen, comentan, escriben críticas; cobran regalías por la venta de sus libros; algunos reciben un apoyo público o privado, una beca o algo por el estilo; trabajan en una revista como editores o redactores; revisan textos en una editorial importante o no tan importante, etcétera. Todo eso sumado puede arrojar la cantidad de seis mil rublos al año. Pero entonces ya no puede leer ocho horas diarias ni escribir durante cuatro. Supongo que no le queda tiempo ni ganas de embobarse con la pareja callada de la mesa de junto, fijarse en las minucias delgadas y huérfanas que entallan las paredes, asombrarse con el pajarillo que decidió vivir en un rincón discreto a los pies de la estatua de Pushkin del relato de Andréi Platónov; o no podrá escribir (abro al azar un libro de Isaak Bábel): “El otoño había cercado nuestros corazones, y los árboles, difuntos desnudos puestos de pie, se balanceaban en las encrucijadas”.
No lo sé; supongo que hay estilos y gustos. Sé que hay escritores que sólo pueden escribir si están enojados; otros si están contentos; unos más si están ebrios, y no son pocos los que producen febrilmente si su mujer los corrió de la casa por desobligados. No lo sé y me cuesta trabajo imaginarlo.
Los seis mil rublos de Dostoievski no representan una gran riqueza ni una pobreza llamativa, sino una condición humana tolerable: una condición que nos hace humanos, escribe Brodsky. Agrega que esa cantidad es la expresión monetaria de una existencia normal, moderada. Para la mayoría de las personas seis mil rublos anuales es una aspiración normal. Si un escritor considera que es una gran cantidad de dinero, funciona en el mismo plano físico y psicológico que la mayoría de las personas, es decir, aborda la vida en sus términos generales, ya que, como todos los procesos naturales, gravita hacia la moderación. A la inversa, un escritor que pertenezca a la capa más alta de la sociedad o a sus estratos más bajos producirá invariablemente una representación algo deformada de la existencia, pues en los dos casos la observará desde un ángulo demasiado agudo. Concluye: “La crítica de la sociedad (que es un apodo de la vida) desde arriba o desde abajo puede brindar una lectura muy interesante, pero sólo una labor desde dentro puede ofrecernos imperativos morales”. Brodsky argumenta que la posición de un escritor de clase media es lo bastante precaria para hacerle ver con considerable agudeza lo que ocurre por debajo de él. En cambio, la situación de arriba, dada su proximidad física, carece de atractivo celestial. Como mínimo, dice, un escritor de clase media trata de una mayor variedad de apuros, por lo que con ello aumenta las proporciones de su auditorio. Ésa es una forma de explicar la gran cantidad de lectores de que ha disfrutado Dostoievski, Melville, Balzac, Hardy, Kafka, Joyce, Faulkner: “Parece que el equivalente de seis mil rublos garantiza una gran literatura”. Además, supongo yo, el artista verdadero no es un escritor industrial.
Quizá sea por eso que la mayoría de los grandes escritores prefieren a Dostoievski y no a Tolstoi: el primero sufrió las de Caín para completar su subsistencia mientras el patriarca de Yásnaia Poliana sublimó la pobreza y la vida sencilla, pero siendo inmensamente rico. Sólo en el último instante de su remordimiento Tolstoi se zafó de la mediocridad doméstica y huyó a morir con la dignidad que predicó durante su larga vida. Además de la Biblia, llevaba consigo Los hermanos Karamázov.
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