martes, 30 de marzo de 2010

Las cosas del amor

La falta de lucidez de nuestros días nos quiere hacer creer que la democracia es una totalidad, una omnipresencia divina que está en todas partes y todo lo oye, lo ve y lo juzga. El discurso democratizador suele meterse en todos lados, incluso donde no lo llaman, donde no hace falta, donde contamina la relación humana y la desvía, la desnaturaliza, la pervierte o la hace fracasar. Si una pareja de enamorados o un par de amigos fundan el amor y la amistad en valores democráticos, téngase por seguro que ni es amor ni es amistad. La insensatez generalizada de predicar la democratización del amor y de la amistad equivale a la negación de ambas; es en cambio genuino decir que el amor y la amistad son, por definición, relaciones negadoras de la indeterminación a la que tiende el poder, pues, al cabo, el poder intenta la gestión de los individuos mediante su estandarización, a través de clasificaciones, mapas y estadísticas.
Decía Max Scheler que el pudor es un valor social que defiende al individuo “de la exposición pública de lo privado”, considerando que la política (lo público) busca sustraer a los individuos de lo discreto, lo singular, lo subjetivo. Defender lo privado es, por tanto, un acto de resistencia contra el intento del poder político de homologación. Y el amor y la amistad son esos actos que se resisten a ser tomados como materia prima para la uniformidad y la cosificación. El amor y la amistad, como actos de defensa de la identidad, son actos de defensa de la libertad. Ya sabemos que en la actualidad las fronteras entre lo público y lo privado se han anubarrado; las esferas pública y privada están cada vez más interconectadas; ya no se erizan cuando se rozan; pasar de una a otra y luego hacer el viaje de regreso carece de visados y garitas; se sale a la calle con la vida privada en el alma y al instante miles de cámaras ya te arrancaron un pedazo de tu intimidad. La paradoja es que en la calle sólo se puede vivir la vida privada si los espacios públicos son efectivamente públicos, si no son objetos apropiables. En la confusión de las esferas la vida privada se publicita y la vida pública se privatiza. La confusión corre en contra de ambas, de la libertad individual en un caso y de la autonomía política en el otro.
Un buen amigo es bueno porque te descubre mundos que desconoces. La amistad es un viaje, una travesía; tiene un principio y, por lo mismo, es susceptible de tener un final, a veces abrupto. Los amigos charlan, conversan, platican (se platican); hablando con propiedad, el diálogo no sirve al amor ni a la amistad, pues la lógica del diálogo implica un orden determinado de posiciones y contra posiciones, una negociación que busca acuerdos, una confrontación que razona y argumenta. Entre los amigos puede haber diferencias y rupturas, pero el viaje carece de itinerarios, rumbos o metas; la embarcación donde los amigos platican (se platican) no tiene plan de vuelo, agenda, bitácora, bandera, piloto, caja negra; hay memoria pero no hay registros; no se levantan actas ni se pactan compromisos; las opiniones divergen o convergen, pero no se constituyen partidas ni llegadas, acaso porque el recorrido es lo que importa. Y si un amigo te descubre nuevos mundos, ese amigo es un buen amigo.
Uno de estos buenos amigos me ha dado a conocer a Umberto Galimberti (Monza, Italia, 1942), el filósofo más leído en Italia. El libro de presentación lleva un título llamativo y provocador: I miti del nostro tempo; pero la provocación es amable y cordial, sin trampas ni estridencias, sin máculas académicas o intelectuales. De su vastísima obra editorial se han traducido al español un diccionario de psicología de más de cuatro mil conceptos y un librito excepcionalmente interesante titulado Las cosas del amor, que he leído con la misma gratificación que se guarda para el amigo que te presentó con Galimberti. Pero ¿qué no se ha escrito sobre el amor? ¡Tanto y tan poco! El misterio del amor mantiene los secretos que intrigaron a los pensadores de la Antigüedad tanto como a los de nuestros días. Se agradece a Galimberti que no abuse de quienes no sabemos de psicología. No es casual el título: las cosas del amor. El autor aborda el tema del amor de un modo periférico, panorámico, partiendo de los sentimientos que lo rondan, los que lo construyen y lo destruyen, los que lo almidonan o lo enturbian: trascendencia, carácter sagrado, sexualidad, perversión, soledad, dinero, deseo, idealización, seducción, pudor, celos, traición, odio, pasión, identificación, posesión, matrimonio, lenguaje, locura. El amor y sus demonios. En todo caso, el amor es el único espacio donde el individuo puede realmente expresarse, más allá de los roles que está obligado a asumir en una sociedad técnicamente organizada. El amor es la radicalización del individuo, la defensa de la subjetividad. El amor es una especie de fractura, dice Galimberti. Las relaciones de amor se estropean, y cuando se tiene la sospecha de que, antes o después, llegará el final, es que ese final ya llegó. El amor es indecible: se le puede explicar sólo cuando se ha esfumado. Dice un personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil: “Si se trata verdaderamente de amor surgido del primer guiño, o de hermosura nunca vista, te encuentras sin saber qué nombre darle, sin un sentimiento con que responder; te sientes sencillamente confundido, ofuscado, cegado de admiración, reducido a un estado de estupidez que nada tiene que ver con la felicidad”. Y es que el amor es absoluto (“solutus ab”, desligado de todo) y por eso es una realidad que resiste los argumentos de la razón, de la democracia, de la indeterminación a que nos someten los gobernantes, las iglesias y los medios de comunicación.
El amor –parece ser la conclusión que sugiere Galimberti– es una acción: “No una vida después de la muerte como promete el mensaje religioso, sino una vida antes de la muerte”.

domingo, 28 de marzo de 2010

Severiano Gregorio y el sacramento de la confesión

La gran reforma política que está en el aire (del PAN, del PRI y del PRD) me recuerda a mi amigo Severiano Gregorio que nunca ha tenido buenas relaciones con los sacramentos católicos. “Por causa propia o circunstancia ajena, dice, los sacramentos y yo no hacemos buena química”. Vino al mundo a medio camino de una sequía de doce años que despobló la ranchería donde nació; la pila bautismal de la parroquia del pueblo, estriada de arideces ensimismadas, hacía años que no tenía ni gota. El padrino Benigno Cazalla trajo consigo, desde la capital del Estado, unas botellas de aguardiente para la fiesta del bautizo, y una parte de ellas sirvió para medio humedecer el arca bautismal. El raído y empobrecido cura, que ya peinaba canas a pesar de que era completamente calvo, no tuvo alternativa, pero en su mensaje final puso énfasis en la necesidad de que al niño Severiano, tan pronto como la voluntad de Dios empujara con su mano redentora el solazo inclemente, recibiera el bautismo en toda forma, con agua bendita, alegando que el aguardiente, aunque bendecido con el doble de rezos y santiguadas, tal vez no surtiera los efectos previstos en los cánones. Sin rodeos pero sin regodeos, el cura manifestó sus dudas acerca de que Severiano hubiera sido liberado del pecado original con aguardiente de caña, y más inseguridad se dibujó en su desertificado rostro al dudar de que el recién nacido hubiera recibido los siete dones del Espíritu Santo, advirtiendo las funestas y crepitantes consecuencias que el bautismo con aguardiente traería consigo. Lo cierto es que los padres de Severiano Gregorio partieron presurosos a la fiesta y no se volvieron a acordar de la advertencia del humilde dignatario de la iglesia. Años después, cuando Severiano cumplió siete años, su madre lo mandó al catecismo, pero el muy canijo intuía que era más útil treparse hasta la parte más alta de un mezquite con la intención, me cuenta, de darle vueltas al sol para apagarlo, así como se gira un foco hasta enceguecerlo. La víspera del día de la virgen de San Juan de los Lagos Severiano Gregorio se confesó por primera y única vez en su vida. Mal rezadas las oraciones que anteceden a la confesión y reprobado en el ritual de contrición exigido, Severiano se dio vuelo contando las travesuras, engaños, golpes y correteadas que le infligían los muchachos maloras del rancho. No había contado ni el diez por ciento de sus quejas cuando el cura, amable pero firme, le recordó que al confesionario se va a contar los propios pecados, no los de los otros. Severiano se defendió un poco; explicó que él no había hecho ningún mal a esos verijones que se burlaban de él, que, por ejemplo, no había dado motivo para que le quitaran el sombrero y luego lo lanzaran entre ellos mientras Severiano corría de un lado a otro tratando de cacharlo, chorreando lágrimas y rabia. El cansado cura, que en materia de teología dogmática era inquebrantable, le volvió a explicar el misterio del sacramento; ante la terquedad del muchacho, no tuvo más remedio que ordenarle que repitiera el curso de doctrina. “Pero ¿qué gracia o chiste tiene contar los propios pecados, se preguntaba Severiano, si lo que verdaderamente alivia el alma es contar todo lo que le hacen a uno injustamente?” Decepcionado con el sacramento, Severiano no volvió a confesarse. En su juventud, cuando una carga insoportable de culpa lo tenía al borde del nihilismo, acudió al primer templo a su paso, pero el sacerdote no lo quiso confesar porque Severiano no se sabía el Yo pecador.
El presidente Calderón-PAN, el PRI y el PRD han lanzado a los cuatro vientos una multitud de acusaciones al sistema político mexicano. La mayoría son justas y los pecados son capitales. La iniciativa firmada por el presidente Calderón lanza culpas y exculpas. Propone reformar 19 artículos de la Constitución, adicionar 12 y derogar parcialmente uno. La metáfora es desafortunada pero la Constitución está convertida en el confesionario de los partidos políticos. La propuesta del PRI pretende reformar 29 artículos de la Carta Manga. La iniciativa del PRD y sus compañeros de viaje, la más acusadora de todas, propone reformar 31 artículos constitucionales, la adición de 13 y la derogación parcial de 9. Sumados los pecados expuestos con lujo de detalles teóricos, el total de reformas es de 114. Excepto el PRD que anuncia la próxima aparición de una Ley de Partidos, no hay en el extenso catálogo de pecados políticos un acto de contrición partidista. Las culpas son de otros, de las circunstancias, de la transición, de los defectos estructurales del sistema presidencialista, de los pecados por omisión del congreso de la unión, de la “feudalización” (sic) de los estados, de la improvisación de los legisladores, de la ineficacia de las instituciones, de la dependencia al poder ejecutivo de algunas funciones como el ministerio público y la fiscalización, de la falta de ratificación de los secretarios de la administración federal, de la aritmética de la representación y la sobrerrepresentación, etcétera. La culpa la tienen los demás, no los partidos políticos. Con tímido pudor se reconoce, casi entre líneas, sin que se note apenas, que la mayoría de los ciudadanos no cree en los partidos, que los detesta, pero las soluciones se buscan en la Constitución, en el confesionario de mi amigo Severiano Gregorio, no en la autocrítica Los partidos no confiesan que los pecados más graves son de su incumbencia; por ejemplo, no hay competencia interna, no debaten los problemas libre y abiertamente, no funcionan como cedazos para cernir a los peores, no compiten con decoro ni legalidad, dirigen el país según intereses electorales y no generales, omiten rendir cuentas, son arrogantes, discursean hipócritamente, se enfrentan pero no se confrontan. Una sola reforma, la del funcionamiento democrático de los partidos, bastaba para iniciar con sensatez la reforma política. Como los laputienses, la clase política mexicana construye los edificios empezando desde arriba.

domingo, 21 de marzo de 2010

Una lengua extranjera

Leer a Miguel Delibes es leerlo en una lengua extranjera. El escritor, nacido en Valladolid en 1920, falleció hace unos días, en el andar de sus 89 lúcidos años. En la actualidad son pocos los escritores que encarnan a la perfección la vieja conseja de leer por placer. La paradoja sorprende: leer a Delibes es un placer de la primera a la última línea, a pesar de que escribe en un idioma exuberante y remoto. Escribe en español.
Dos descubrimientos se le revelan al lector de Delibes en cualquiera de sus novelas (pongamos El hereje). El primero es que la lengua española ha dejado de ser “nuestra lengua”. Pero ¿cuál es el idioma de Delibes? Insisto, el español. La segunda revelación es que la lengua extranjera del escritor es un paraíso florido y escarpado a donde se entra como si nada y del que ya no es posible salir sino hasta el último suspiro, hasta la última gota de aliento de los personajes que chillan en la hoguera de la Inquisición. Entre ambos descubrimientos, el lector sabe al punto que delante de sí tiene un bosque inmenso y desconocido, abierto al inicio y crucial durante el trayecto, así por la trama como por el lenguaje armónico, cristalino y sorpresivo con que relata, con una maestría narrativa poco común, una época, unas personas, unas circunstancias y unos pueblos que, mirados con atención, no nos quedan demasiado lejanos. En El hereje hay una época desgarrada cuyas consecuencias llegaron a las Indias. Es la mitad del siglo XVI, de 1517, el día que Martín Lutero fija sus tesis en Wittenberg, a 1559, la mañana que las turbas castellanas vociferan de júbilo al contemplar el peregrinaje de un grupo desahuciado de herejes camino a la hoguera, sentenciados por creer en el beneficio de Cristo; es decir, en la inexistencia del Purgatorio.
El idioma de Delibes es, ya quedó dicho, una lengua extranjera. El escritor mereció varios premios durante su larguísima actividad literaria, además de académico de la Lengua Española, pero premios y méritos son poca cosa cuando el lector queda envuelto en un lenguaje tan vasto y preciso que no puede sino enorgullecerse de pertenecer a un idioma de maravillas descriptivas y tonalidades musicales, a una lengua viva y vivaz que palpita en el exilio. El primer párrafo de “El hereje” parece, aun leído con pereza o aspereza, una puntilla de extrañas palabras que al instante emboban al lector, lo deslumbran, los extrañan. El hereje es, en la primera página, como el primer día en un país extranjero: no se entiende nada y el visitante se hace entender menos; el segundo día el oído sufre una curiosa transformación fonética y los sonidos hablados empiezan a tener significado; luego, al tercer día, el problema casi se ha resuelto, pues la persona oye y entiende y habla y se da a entender. El lector no ha llegado al final del primer capítulo, el Preludio, y ya camina a sus anchas por la travesía idiomática del narrador, aunque es más exacto decir que El hereje no se lee: se oye. Las palabras, las miles de palabras desconocidas cuadran de un modo perfecto en la historia, con la descripción de las cosas, las costumbres, los sentimientos, las reflexiones y la naturaleza que borda y desborda a los personajes. Al principio de la lectura, cuando se ha leído el primer párrafo, el lector se apea para coger un diccionario, pero el mamotreto queda como testigo mudo a lo largo de la narración, pues no hay necesidad de aclarar lo que es sorprendentemente claro. Abundan los adjetivos que se sustantivan y los sustantivos que se adjetivan, pero más satisfactorio resulta el descubrimiento de que no hay en el libro cultismos ni ocultismos, y menos trampas narrativas, sino un lenguaje moderno, el más actual de cuantos hay, salvo que ya nadie escribe o habla.
En las pequeñas historias que se entrecruzan, en los personajes que encarnan el espíritu de la época, en las costumbres y supercherías, en las curaciones y correrías, en los cuatro puntos cardinales que bordean la comarca de Valladolid, y, en fin, en la cultura de una España imperial que transcurre entre Carlos V y Felipe II, se ciñen dos sombras poderosas que inquietan y atemorizan, dos fantasmas que recorren las secretas discusiones, dos luces que ilustran a unos y asustan a otros: Erasmo de Rotterdam y Lutero, dos sucesos doctrinales que impactan a Europa y que en España sacuden las conciencias de unos y alertan a otros, hasta que el Santo Oficio le pone remedio al “problema” con el Auto de Fe por el cual se escarmienta a los conjurados, ante el alarido de unas muchedumbres sedientas de sangre. La novela de Delibes retrata con sobria consideración moral la dignidad de la libertad de conciencia. “La religión pertenece al rincón más íntimo del alma”, se defiende el hereje. La intimidad religiosa, un derecho humano tal elemental como la libertad de pensar, es a la vez el menos tolerado de los derechos, en el siglo XVI y en el XXI.
En alguna parte de su libro La mentalidad soviética el pensador Isaiah Berlin dice que hay poetas que son poetas sólo cuando escriben poesía, pero cuya prosa la habría podido escribir cualquiera que nunca hubiera escrito un verso. La excepción en el siglo XX, agrega, es Ósip Mandelstam, un poeta de tiempo completo; lo es cuando escribe poesía y cuando lo hace en prosa, cuando habla o calla, cuando sufre en silencio su inútil presencia en un mundo que lo vigila, lo tortura y lo asesina. No sé si Miguel Delibes sea considerado por la oficialidad literaria mundial como poeta, pero el hecho importa lo que importa un comino, pues su prosa, su figura misma que hace unos días puso pies en polvorosa, es más poética que la cuantiosa producción de poesía que se publica en el mundo. Todo en la narración de Delibes es rítmico, coherente, acompasado. Y si el corazón termina desazonado al final de El hereje, se trata de un tufillo de nostalgia por el paraíso perdido, el de una lengua amplia y fresca que ya nadie, empezando por los escritores, es capaz de poner en movimiento.

martes, 16 de marzo de 2010

El PAN y sus dos historias


El pasado es un país remoto y extraño, un misterioso lugar donde habitan seres de otro planeta. Pero esta sensación es un prejuicio de la ignorancia. Dicho en términos éticos, en el pasado habitan nuestros “otros”, unos supuestos héroes y unos supuestos traidores a los que no conocemos o conocemos mal. Por eso la tarea del historiador es también de índole moral, pues franquea muros, derriba prejuicios, desenreda falacias y nos acerca a esos “otros” que somos, ignorándolo. Por eso también la tarea del historiador es democratizadora: humaniza a unos y a otros, a héroes y villanos; a unos los hace descender de su pedestal pétreo y a otros los exhuma de su condena eterna. A ambos les devuelve la vida humana. Los historiadores son, en este sentido, promotores de la tolerancia; lo suyo es la comprensión de sucesos y personas. Pero los (buenos) historiadores también son, gracias a sus bien hiladas explicaciones, quienes mejor ejemplifican esa virtud tan admirada por Alexándr Herzen a la que llamaba “conciliaridad”. Ahora que los paparazzi del pasado forman la peor de nuestras plagas intelectuales, es oportuno subrayar la importancia de los historiadores en la comprensión del presente.
En la escuela aprendimos la historia de México mal y de malas. Fue una sola historia, la oficial, una interpretación cerrada, una línea recta y continua, sin rupturas ni matices; en ella encontramos patriotas y traidores y un final feliz. La historia patria, troquelada en los libros de texto y en millones de discursos, tenía un principio y un fin y, entre ambos, el mito del origen y el destino. Por lo mismo, padecía la enfermedad del determinismo. La mayoría de los historiadores era, ad majorem gloriam Hegeli, el grupo más optimista de las ciencias humanas, portadores de puras buenas noticias, heraldos del fin de la historia nacional.
Pero un historiador optimista es una contradicción en los términos. Para entender el pasado hay que mirarlo con suspicacia. ¿Para qué la historia? La pregunta es vieja y se puede responder de distintos modos, con intereses variados y perspectivas diferentes. De una manera muy sencilla se puede decir que no nacimos ayer y que, por lo tanto, la comprensión del presente requiere de un conocimiento suficiente del trayecto. La memoria es una obligación, pero llevada al extremo puede causar esclerosis múltiple. Para responder al para qué de la historia se ha vuelto común la expresión de Santayana: “Aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo”. La afirmación es falsa, al menos en el sentido que se le asigna. Significa que si conocemos la historia estamos exentos de repetir los errores, lo cual es equivocado. Lo primero que hay que reconocer es que no hay un pasado “único”. Tzvetan Todorov dice que en el pasado se encuentra de todo, y que por lo mismo no tenemos derecho a hacer un elogio incondicional de la memoria. El conocimiento histórico no es una garantía absoluta de comprensión, ni del pasado ni del presente, y en cambio sí puede ser una cárcel infranqueable. Es cierto, cada sociedad tiene un deber con la memoria, pero ese deber no está desamortizado del presente. Encuestas recientes indican que más del sesenta por ciento de los ciudadanos mexicanos no cree en la democracia. ¿Cómo entender el clima antipolítico que en nuestros días crece como yerba mala? ¿Quién nos explica esta catástrofe política? Difícilmente lo harán los libros conmemorativos.
El PAN tiene, por decirlo de un modo general, dos historias. La primera, la honorable, transcurre durante los sesenta años que hizo de la oposición política un ejemplo de civilidad democrática. La segunda, la de partido en el poder, lleva una década de fracasos. A los panistas no les ha servido su historia; la conocen poco o la ignoran; saben que es honorable, pero no la aprovechan para gobernar en consecuencia. Sus errores no tienen comparación histórica. Les ha faltado, es cierto, experiencia para gobernar, pero antes han carecido de lucidez para desatar los nudos que en el pasado reciente impidieron la formación de gobiernos democráticos. En la raíz podemos encontrar un prejuicio tan elemental como pueril, que tiene que ver con el aprendizaje de la historia. El maniqueísmo del PAN les hizo dividir la política en buenos y malos. La solución que imaginaron y practicaron fue de una ingenuidad asombrosa: quitar a los malos y poner en su lugar a los buenos. Con la mera sustitución, se creyó que habíamos arribado a otro fin de la historia, justo cuando otra etapa política apenas comenzaba, cuando había que empujar el cambio democrático.
La transición democrática iniciada el año 2000 ha avanzado poco; incluso se puede decir que se detuvo y que en muchos aspectos ha retrocedido. El PAN, que en su primera historia es un partido moderno, en la segunda se han debilitado sus prácticas democráticas y en cambio han ganado defectos que nunca fueron suyos. Si en el 2000 no construyeron las alianzas necesarias para transitar a la democracia, las alianzas que ahora han suscrito para competir por algunas gubernaturas han desdibujado su identidad. Se puede concluir que el problema del PAN es la fractura de una tradición democrática que los diferenciaba del pragmatismo insolente del PRI y del tribalismo grosero del PRD. Si ya no hay diferencias, pierde la política; es decir, el interés, el contraste, la polémica. En la creciente decepción ciudadana de la política, las alianzas, aun coyunturales, borran fronteras, estandarizan proyectos, igualan la mediocridad.; los candidatos y las propuestas de uno pueden ser las del otro. Parece que el PRI regresará al poder presidencial en el 2012. ¿Cuál PRI? ¿Hay más de uno? El PRI también ha cambiado: sus valores liberales y laicos se han desfigurado y el partido se parece cada vez más al panismo de sacristía. De repente, miles de priistas salieron de su clóset confesional. Un buen deseo es que la alternancia lleve al poder presidencial a la izquierda partidista, pero ignoro cómo se pueden erradicar sus ponzoñas ideológicas y sus prácticas cavernarias.

El PAN y sus dos historias

El pasado es un país remoto y extraño, un misterioso lugar donde habitan seres de otro planeta. Es el prejuicio de la ignorancia. Dicho en términos éticos, en el pasado habitan nuestros “otros”, unos supuestos héroes y unos supuestos traidores a los que no conocemos o conocemos mal. Por eso la tarea del historiador es también de índole moral, pues franquea muros, derriba prejuicios, desenreda falacias y nos acerca a esos “otros” de nuestra memoria. Y también por eso la tarea del historiador es democratizadora: humaniza a unos y a otros, a héroes y villanos; a unos los hace descender de su pedestal pétreo y a otros los exhuma de la condena eterna. A ambos les devuelve la vida humana. Los historiadores son, en este sentido, promotores de la tolerancia: lo suyo es la comprensión de sucesos y personas. Pero los (buenos) historiadores también son, gracias a sus bien hiladas explicaciones, quienes mejor ejemplifican esa virtud tan admirada por Alexándr Herzen a la que llamaba "conciliaridad”. (Es oportuno el elogio de los historiadores ahora que los paparazzi del pasado forman la peor de nuestras plagas intelectuales).
En la escuela aprendimos la historia de México mal y de malas. Fue una sola historia, la oficial, una interpretación cerrada, una línea recta y continua, sin rupturas ni matices; en ella encontramos patriotas y traidores y un final feliz. La historia patria, troquelada en los libros de texto y en millones de discursos, tenía un principio y un fin: el mito del origen y el destino. Por lo mismo, padecía la enfermedad letal del determinismo. La mayoría de los historiadores era, ad majorem gloriam Hegeli, el grupo más optimista de las ciencias humanas, portadores de puras buenas noticias, heraldos del fin de la historia.
Pero un historiador optimista es una contradicción en los términos. Para entender el pasado hay que mirarlo con suspicacia. ¿Para qué la historia? La pregunta es vieja y se puede responder de distintos modos, con intereses variados y perspectivas diferentes. De una manera muy sencilla se puede decir que no nacimos ayer y que, por lo tanto, la comprensión del presente requiere de un conocimiento suficiente de la historia. La memoria es una obligación, pero llevada al extremo puede causar esclerosis múltiple. Para responder al para qué de la historia se ha vuelto común la expresión de Santayana: “Aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo”. La afirmación es falsa, al menos en el sentido que se le asigna. Significa que si conocemos la vida pretérita estamos exentos de repetir los errores, lo cual es equivocado. Lo primero que hay que reconocer es que no hay un pasado “único”. Tzvetan Todorov dice que en el pasado se encuentra de todo, que no tenemos derecho a hacer un elogio incondicional de la memoria. El conocimiento histórico no es una garantía absoluta de comprensión, ni del pasado ni del presente, y en cambio puede ser una cárcel infranqueable. Es cierto, cada sociedad tiene un deber con la memoria, pero no desamortizado del presente. Encuestas recientes muestran que más del sesenta por ciento de los ciudadanos no cree en la democracia. ¿Cómo entender el clima antipolítico que en nuestros días crece como yerba mala? ¿Quién nos explica esta catástrofe política? Difícilmente lo harán los libros conmemorativos.
El PAN tiene, por decirlo de un modo general, dos historias. La primera, la honorable, transcurre durante los sesenta años que hizo de la oposición política un ejemplo de civilidad democrática. La segunda, la de partido en el poder, lleva una década de fracasos. A los panistas no les ha servido su historia; la conocen poco o la ignoran; saben que es honorable, pero no la aprovechan para gobernar en consecuencia. Sus errores no tienen comparación histórica. Les ha faltado, es cierto, experiencia para gobernar, pero antes han carecido de lucidez para desatar los nudos que en el pasado impidieron la formación de gobiernos democráticos. En la raíz podemos encontrar un prejuicio tan elemental como pueril, que tiene que ver con el aprendizaje de la historia. El maniqueísmo del PAN les hizo dividir la política en buenos y malos. La solución que imaginaron y practicaron fue de una ingenuidad asombrosa: quitar a los malos y poner en su lugar a los buenos. Con la mera sustitución, creyeron que habíamos arribado a otro fin de la historia, justo cuando otra etapa política apenas comenzaba, cuando había que empujar el cambio democrático.
La transición democrática iniciada el año 2000 ha avanzado poco; incluso se puede decir que se detuvo, pero también se puede decir que en muchos aspectos ha retrocedido. El PAN, que en su primera historia es un partido moderno, en la segunda se ha debilitado su práctica democrática y ha ganado en defectos que nunca fueron suyos. Si en el 2000 no construyeron las alianzas necesarias para transitar a la democracia, las alianzas que ahora han suscrito para competir por algunas gubernaturas han desdibujado su identidad. Se puede concluir que el problema del PAN es la fractura de una tradición democrática que los diferenciaba del pragmatismo insolente del PRI y del tribalismo grosero del PRD. Si ya no hay diferencias, pierde la política; es decir, el interés, el contraste, la polémica. En la creciente decepción de la política las alianzas, aun coyunturales, borran fronteras, estandarizan proyectos, igualan la mediocridad.; los candidatos y las propuestas de uno pueden ser las del otro. Parece que el PRI regresará al poder presidencial en el 2012. ¿Cuál PRI? ¿Hay más de uno? El PRI también ha cambiado: sus valores liberales y laicos se han desfigurado y el partido se parece cada vez más al panismo de sacristía. De repente, miles de priistas salieron de su clóset confesional. Un deseo legítimo es que la alternancia lleve al poder presidencial a la izquierda partidista, pero prevalecen sus ponzoñas ideológicas y sus prácticas cavernarias.