martes, 16 de febrero de 2010

Metáfora y realidad

En una de sus paradojas luminosas dice Chesterton que el hombre militar obtiene un poder civil proporcional a las virtudes militares que pierden los civiles. Bien entendido el mensaje, se puede decir que la virtud más útil y significativa de la vida civil es el valor civil (¿cuál otra si no?). Pero el poder civil de los militares, un poder perdido por los civiles, gradualmente deja de ser un poder civil para convertirse en un poder que tiene en la violencia su única fuerza. Nadie duda de que la valentía sea una virtud militar; el problema es dudar de que sea una virtud civil. En todo caso, la valentía militar y el valor civil corren en sentidos contrarios: la primera va hacia delante, adueñándose del terreno y de los símbolos, y la segunda viene hacia atrás, perdiendo espacios y significados.
La vida en México se ha militarizado sin que apenas lo hayamos advertido. No lo digo porque el Ejército se pasee por las calles combatiendo a los narcotraficantes, sin duda una muestra –pero no la más importante– de la corrosión que sufre el poder de la sociedad civil–, sino porque la vida civil ha hecho propias unas actitudes, unas conductas y un lenguaje bélicos cada vez más desprovistos de metáforas. Puede concederse que el ejército libre una guerra contra el narcotráfico, pero es sospechoso que sea el Estado el que exprese y asuma que la guerra la libra el Estado, con la implicación de que una guerra de un Estado sólo puede ser contra otro estado. Puede concederse también que se diga que la policía luche contra los delincuentes, aunque en realidad la función legal de las instituciones ministeriales y cuerpos policiales es la de investigar delitos y perseguir y detener a los probables delincuentes, y, dependiendo de su eficacia, llevarlos al juez para que los procese, los juzgue y los sentencie.
Pero la militarización –decía– no sólo ha invadido espacios que son propios de la sociedad civil y del valor civil, sino que su lenguaje ha impregnado el lenguaje de todas las instituciones públicas y privadas, de los individuos y los grupos. El belicismo está en todas partes y con respecto a todos los problemas. Se dice que hay que librar una guerra contra el cáncer, contra la pobreza, contra la desigualdad; se anuncia y lo aceptamos que se declaren batallas contra la obesidad, contra las enfermedades cardiovasculares, contra la diabetes; no nos sorprende que se declare una guerra sin cuartel contra la discriminación, la violencia doméstica o la piratería; no reparamos en las trampas que se esconden en las declaraciones de guerra contra todos los males públicos y privados, y no parece que el lenguaje le importe a nadie, como si no fuera una señal para sospechar que el discurso del poder es un discurso que ha convertido lo bélico en el idioma con el que busca espantar antes que persuadir, con un lenguaje que busca infundir miedo antes que valentía, con unas palabras que buscan impresionar antes que hacer pensar. También las leyes sufren este fenómeno bélico. Sus nombres y sus contenidos son claramente militares: ley contra la discriminación, reglamento contra el tabaquismo, punto de acuerdo contra la comida chatarra, convenios para combatir el fulgor de las estrellas, políticas sanitarias contra las enfermedades imaginarias, guerra sin tregua contra el mal de amores, cruzadas contra el sentido común y la automedicación, códigos voluminosos para combatir el desempleo, reglas y bases para luchar contra la economía informal, reformas fiscales para perseguir a los evasores. . .
Pero el Leviatán guerrero y belicoso no lo advertimos solamente en el discurso del poder político, en las leyes y en el lenguaje científico, académico e intelectual. El comercio también tiene en la guerra, en la violencia y en el combate (aéreo y terrestre, en la lucha cuerpo a cuerpo) los métodos de su acción. Los productos ya no se venden, se imponen mediante la fuerza de la reiteración, como bombardeos nocturnos a una ciudad dormida; la publicidad ya no busca convencer sino vencer; a los vendedores se les capacita no para que seduzcan al comprador, sino para que lo agredan, y al efecto se diseñan y se echan a andar “campañas agresivas”; los comerciantes compiten no con los usos de la razón, la elección libre y el convencimiento, sino mediante la fuerza militar que no deja salidas, opciones o negativas. Ciudadanos y consumidores somos los verdaderos enemigos de la guerra que doquier se libra, y de ellos se espera la rendición, el izamiento de la bandera blanca, la firma de un acuerdo incondicional de paz, lo que significa que se ha renunciado a la libertad y a la crítica, a la elección y al sentido común.
El lenguaje bélico y militar ha sido utilizado en todas las épocas; las metáforas que de ese léxico han sido aprovechadas por el lenguaje literario y por el habla común para describir con mayor precisión un hecho determinado, un fenómeno especial, una relación humana extrema. El problema es que en más de un sentido la metáfora ha muerto, por lo menos en esta cuestión de los términos militares aplicados a la vida común, a la vida que por definición es pacífica, cordial y civilizada. Antes se decía que en el amor y en la guerra todo se vale, seguramente porque una guerra es siempre cruel y porque el amor acaba muchas veces en una guerra desenfrenada. El adagio es evidentemente falso, pues todas las actividades humanas tienen uno o varios límites, pues de lo contrario no serían humanas. George Steiner dice que una ruptura amorosa es siempre una colisión de dos trenes a alta velocidad, y todos conocemos uno o varios casos en que los amantes (o ex amantes) son capaces de albergar un odio mortal (que ni la muerte vence). Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre cómo el lenguaje bélico –por eso es bélico– le ha ganado casi todos los espacios al lenguaje civil. Peor aún, del lenguaje ha transitado a los hechos, a eso que dice Chesterton de que el poder civil que gana el poder militar es un poder que pierde el poder civil.
La fuerza civil tiene una diferencia fundamental respecto de la fuerza militar: no tiene ni busca héroes. Por eso es que el poder civil es una fuerza superior cuando se organiza, actúa y transforma. En el poder civil no hay héroes y tampoco caudillos. Es un poder que no se puede retratar pero cuya fuerza se siente y se hace sentir. Ante el fracaso del poder militar en la guerra contra el narcotráfico, parece que ya puede el poder civil recuperar la acción democrática que le corresponde legal y moralmente. Contaminados de lo bélico, muchos intelectuales proponen una insurrección civil, un levantamiento ciudadano, una rebelión democrática. Valen como metáforas, pero se puede decir lo mismo de un modo menos violento. Necesitamos, en efecto, que la fuerza civil sea la fuerza del valor civil. Por más demagogia que distribuyan los poderosos, los ciudadanos no tenemos formas o medios prácticos de participar en la decisión de asuntos que de manera especial nos afectan a todos. Porque demagógicas son las consultas ciudadanas, los consejos de participación social, las comisiones consultivas, las oficinas de atención ciudadana y demás mascaradas democráticas. El mal del militarismo, reflexiona Chesterton, no es que enseñe a ciertos hombres a ser fieros, arrogantes y excesivamente belicosos, sino que enseña a la mayoría delos hombres a ser dóciles, tímidos y excesivamente pacíficos. A fin de cuentas, el militarismo enseña la disciplina, no el valor. Y muchos gobernantes, comerciantes, medios de comunicación, líderes religiosos y caudillos intelectuales nos quieren obedientes y sumisos, no preguntones o suspicaces. El notable filósofo francés Paul Ricoeur escribió un libro profundo y bello titulado La metáfora viva. La lección no puede ser más oportuna: buscar el significado de las palabras y las cosas es el camino que tenemos los seres humanos para librarnos de la simulación y la ambigüedad generalizadas.

lunes, 15 de febrero de 2010

Paso del Norte

Uno de los más profundos resentimientos de los juarenses contra el gobierno central ocurrió en 1905, cuando la Secretaría de Hacienda del gobierno de Porfirio Díaz puso fin a la zona de libre comercio en Ciudad Juárez, decidida en 1885 por los mexicanos fronterizos para competir con los del otro lado. En 1887 se construyó el edificio de la Aduana, orgullo y símbolo de la ciudad. El viajero que camina por la interminable avenida Tecnológico la avista como el final del camino, el comienzo de otro mundo. El agravio que les impuso Díaz a los juarenses fue uno entre los miles que había sufrido la frontera durante el siglo XIX, pero la traición fue un golpe que derrumbó la economía de las diez mil almas que vivían en Ciudad Juárez en los primeros años del siglo XX. Cuatro años después del agravio hacendario, en 1909, durante la entrevista de los presidentes Díaz y Taft, seguramente el primero agradeció al segundo el apoyo del gobierno norteamericano en el combate a los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, y el segundo agradeció al primero los gravámenes que en 1905 se impusieron a los comerciantes juarenses, protegiendo así a los de El Paso.
La entrevista Díaz-Taft tuvo lugar el 16 de octubre de 1909, y ninguno de ambos presidentes podía saber que en ese mismo lugar, poco más de un año más tarde, la Batalla de Ciudad Juárez pondría fin a la dictadura porfirista y que, tras el triunfo democrático de Francisco I. Madero en las elecciones del 15 de octubre de 1911, daría comienzo el drama revolucionario de la guerra civil.
Pero la entrevista de los presidentes Porfirio Díaz y William Howard Taft tuvo como fondo la geografía antes que la política. Ciudad Juárez y El Paso era ya la frontera de dos mundos. Nuestra frontera con el exterior fue siempre el puerto de Veracruz, y sólo el ferrocarril cambió radicalmente nuestra geografía política y económica. Y de las fronteras norteñas, la de Ciudad Juárez es quizá la más activa del mundo, y no es casual que, cien años después de que en esa ciudad diera inicio la Revolución mexicana, esa misma ciudad le expresara al presidente Felipe Calderón, en voz de una madre a la que le mataron a dos de sus hijos adolescentes, su testimonio de repudio. El presidente Calderón no tuvo la misma bienvenida que los diez mil habitantes de Ciudad Juárez de hace cien años le profesaron a Francisco I. Madero, a principios de 1911. En su informe presidencial del primero de abril de ese año 1911, Porfirio Díaz dijo que la revuelta de Chihuahua era “compuesta por campesinos” (¿pensaba el presidente Díaz en la revuelta de Tomóchic de 1892, masacrada por las tropas federales, de la cual el queretano Heriberto Frías escribió una novela injustamente tirada al olvido?). Sí, en la revuelta había campesinos, pero no eran peones, pues en Chihuahua no había peonaje; la insurgencia fue de pequeños propietarios, de clases medias de comerciantes hartas de impuestos, de un antiguo y enraizado ideal de autonomía, de libertad individual, de democracia electoral. Pero esa “revuelta de campesinos” tenía el respaldo de los gobernadores norteños de Chihuahua, Sonora y Coahuila. En la Batalla de Ciudad Juárez se congregaron personajes como Pascual Orozco, Lauro Aguirre, Francisco Villa, Eduardo Hay, Roque y Federico González Garza, José de la Luz Blanco y la legión extranjera encabezada por Giussepe Garibaldi. Allá fue a dar, como enfermera voluntaria, Elena Arizmendi, la célebre “Adriana” de Vasconcelos.
Los revolucionarios de Chihuahua poseían –dice el historiador oriundo del Papigochi Víctor Orozco– 1) una larga experiencia y capacidad militares que habían adquirido durante todo el siglo XIX; 2) una mentalidad de hombres libres; 3) una conciencia arraigada de participación en los asuntos públicos (un antecedente significativo fue el hecho de que el primer ayuntamiento elegido libremente –antecedente incuestionable del régimen representativo– fue el de la Villa de Chihuahua, cuando los chihuahuenses se tomaron en serio las Instrucciones de la Constitución de Cádiz, y otro es el hecho de que en Chihuahua ya se leía “El contrato social” de Rousseau –en inglés y en francés– mucho antes que en la culta ciudad de México), y 4) la penetración de nuevas confesiones religiosas no católicas cuyas doctrinas y prácticas se ajustaban bien a la mentalidad liberal de los norteños. La sensibilidad liberal de los chihuahuenses es, a pesar de la inmigración y de un razonable regionalismo, áspera pero refinada.
Allá no hubo reforma liberal porque no había conservadores: todos eran liberales, incluidos los terratenientes y por supuesto las autoridades que en 1910 se sumaron a la insurgencia de Madero. Pero volvamos al presente, a la paradoja de que el presidente Calderón, que tiene en Francisco I. Madero al héroe democrático que inspiró el nacimiento, resistencia, civilidad y “brega de eternidades” del PAN, sea en contraste el mismo que recibió el repudio de la población que cien años antes brindó su total respaldo a quien escribió en la La Sucesión presidencial; el mal de México es la falta de democracia y el poder absoluto que siempre la ha sustituido. Hace falta, por tanto, formar un partido político que despierte en los mexicanos de su letargo cívico. El diagnóstico de Madero fue reproducido, en esencia, por Manuel Gómez Morín treinta años después, en 1939.
Es evidente que Felipe Calderón no es Porfirio Díaz, pero no se parece a Madero. Si Díaz erró calificando desdeñosamente la insurgencia revolucionaria de Chihuahua de “revuelta de campesinos”, Calderón erró doblemente al afirmar que los quince jóvenes asesinados en Ciudad Juárez eran pandilleros. Cien años después, las similitudes no son muy diferentes: agravios, olvido, menosprecio, imposiciones. En Ciudad Juárez convergieron caminos, ferrocarriles, aventureros, revolucionarios. En la actualidad es la ciudad más sintética del país: allá convergemos todos, ricos y pobres, clases medias y medianas, desempleados, empresarios, fugitivos, aventureros, exiliados, huérfanos, desarraigados, errantes. . . allá converge, con su enorme cauda de inconexa aglomeración, la miseria material y espiritual y la grandeza intelectual y política del país. En medio de esta convergencia única en el mundo, la frontera de Ciudad Juárez es el espacio donde el crimen multinacional se disputa la supremacía. Se ha vuelto un lugar común decir que Ciudad Juárez es la frontera más violenta del mundo, pero el número de homicidios por cada cien mil habitantes es apenas un porcentaje, una proporción establecida para medir la criminalidad, un indicador que no refleja la multiplicidad de realidades del lugar. El número de homicidios puede bajar o subir, pero la inseguridad que se respira tiene su propia independencia, su lógica particular. Aun cuando se despenalizara la venta de algunas drogas, Ciudad Juárez mantendría su histórica convergencia de todos los tipos posibles que existimos en México, con su riqueza y miseria mezcladas, con sus sueños refulgentes y sus pesadillas sangrientas, con su liberalismo a flor de piel que repudia la desmesura del poder, no importa de dónde proceda.
Joseph Brodsky decía que la geografía deja pocas opciones a la historia. La afirmación parece tristemente cierta en el caso de Ciudad Juárez. Es verdad, la historia se repite, pues al fin y al cabo no tiene demasiadas opciones. Quien porfía, mata venado, dicen en Chihuahua. Creo por lo mismo que la tiranía del narcotráfico, aun siendo la más sanguinaria y poderosa de la historia, es una tiranía que los chihuahuenses derrocarán algún día. Es una de las opciones de su historia. Es aborrecible la hipocresía de los gobernantes y las sociedades del resto del país que en el espejo de Ciudad Juárez contemplan su propia belleza. Pero la imagen es falsa, deforme; esconde las propias injusticias, la barbarie que tenemos delante, la ruindad que ennegrece el país entero. Ciudad Juárez nos habita; a la vuelta de cualquiera de nuestras esquinas asecha la tragedia.

domingo, 7 de febrero de 2010

Sobre perseverancia y terquedad


A Dunia Terrazas, con gratitud

No sé si el presidente Calderón es perseverante o terco. Tres años después de una guerra destinada al fracaso, ahora habla de un replanteamiento de la lucha contra el crimen organizado. De su perseverancia o su terquedad el lector puede juzgar libremente, pero los hechos también son perseverantes y tercos, y ya muy pocos dudan de que el más grande de los equívocos presidenciales fue el de combatir el narcotráfico con balazos, no con inteligencia. La decisión de mandar por delante a los militares fue más una estrategia de legitimación política y una manifestación de la fuerza física del Estado. Es cierto que el crecimiento de la delincuencia organizada es una herencia acumulada durante décadas, crecimiento que durante el gobierno de Vicente Fox se fue por las nubes. Una mentira que se dice como verdad es que el Ejército salió a las calles a combatir a las bandas de narcotraficantes. La verdad es otra: son esas bandas las que combaten a los soldados, cuya actividad generalizada se ha reducido a defenderse de los ataques.
Perseverancia o terquedad del presidente Calderón, de ello nos ilustran las cartas que Carlos Catillo Peraza escribió un poco antes de su renuncia al PAN (publicadas por la Revista Proceso recientemente). De Calderón dijo Castillo que es de talante prepotente, colérico y receloso, y define su estilo personal de gobernar con un hábito del que muchos hablan: su consumo inmoderado de alcohol. Castillo Peraza le escribe a Calderón: “Las quejas generalizadas son que, al parecer, nadie puede darte gusto, que das órdenes y las cambias, que pides trabajos intempestivamente –lo que frena las tareas en curso–, que invades las competencias de todos y cada uno de ellos, que los maltratas verbalmente en público y que mudas constantemente de opinión, tardas en tomar decisiones, das marcha atrás, no escuchas puntos de vista de tus colaboradores y haces más caso a ‘asesores de fuera’ que a los miembros del equipo que quisiste fuese el tuyo.” En ese tiempo Calderón era presidente nacional del PAN, pero los durísimos reproches que le formula Castillo Peraza aún nos pueden servir para evaluar el hecho de que el combate al narcotráfico fuera basado en la pura fuerza militar y policial.
Los especialistas no se han cansado en criticar la estrategia guerrera de Calderón contra las poderosas mafias del crimen organizado que se disputan las fronteras del Norte y muchos territorios estatales. La cuestión es tan sencilla como incuestionable: el narcotráfico no está en las calles sino en el sistema financiero que administra cuantiosos recursos provenientes de esa inmensa y enmarañada industria delictiva. Durante tres años nada se ha hecho para horadar el poder económico y financiero del narcotráfico, a pesar de que tenemos las experiencias que dieron resultados eficaces en Colombia y en Italia. Hace unos días el periódico Reforma publicó que el gobierno de Calderón había fracasado en el combate al lavado de dinero. Según la PGR –cita la nota del Reforma–, de septiembre de 2008 a julio de 2009 sólo se decomisaron 2.9 millones de dólares y 4 millones de pesos en procesos judiciales, cantidades de ínfimo monto si escuchamos al experto Samuel González Ruiz que nos recuerda que en México se lavan algo así como 20 mil millones de dólares. Samuel González hace una comparación útil: las autoridades italianas han despojado a la mafia, en el último año y medio, de cerca de 10 mil millones de dólares y de 12 mil millones (también de dólares) en bienes. ¿Cómo se quiere combatir con seriedad al narcotráfico si la estructura financiera está intacta? Se pregunta Samuel González: “¿Cómo es posible que una masa de dinero de ese tamaño (20 mil millones de dólares) no sea detectada por el SAT o por las áreas de inteligencia de las policías mexicanas?".
Perseverancia o terquedad, juzgue el lector, pero la contundencia de los hechos no parece dejarnos demasiado margen para la duda razonable. Castillo Peraza le escribe a Calderón: “Llamó mi atención que nadie pudiera dar opinión decidida y clara, y que todos manifestaran, en su turno de dar a conocer sus planes y proyectos, ‘a ver qué dice Felipe’, con inseguridad y con un sentimiento de que tú no confías en ellos. Esto ha trascendido y se comenta en círculos externos, tanto políticos como sociales”.
¿En quién confía el presidente Calderón? Los que lo conocen y lo han tratado coinciden en que es de mecha corta. Se enciende a la primera y emerge fácilmente su “talante prepotente, colérico y receloso”. Pésima señal la de un gobernante que al mismo tiempo es voluble y aferrado. Un buen gobernante suele cuidar lo que dice, pero cuida mucho más lo que oye. Es el oído más que la lengua lo que provoca que una autoridad cometa errores e injusticias. El gobernante habla y todos nos enteramos, pero nos quedamos con la duda de qué escucha y a quién escucha. En el caso de los gobernantes, el pez por el oído muere. Un gobernante con un oído inexperto, puede llegar a ser sumamente vulnerable. Cree y se cree cualquier cosa que le digan. Lo interesante en términos políticos es saber a quiénes oye y a quiénes escucha. Y a quiénes no quiere oír ni escuchar. Hace unos días, en una buena defensa que hizo de la reforma política que envío al Senado, Calderón afirmó que el autoritarismo en México era cosa del pasado. Es cierto, la razón le asiste; pero acaso debamos preguntarnos si en efecto hemos desterrado de modo suficiente el ejercicio arbitrario del poder y si en otros tiempos el presidente Calderón no hubiera sido tan autoritario como cualquiera. Los equilibrios y contrapesos del poder en México no son méritos presidenciales sino avances democráticos de los ciudadanos. Lo cual no quita que el presidente Calderón sea, el menos en la guerra contra el crimen organizado, un presidente fallido.

martes, 2 de febrero de 2010

Brusca acometida de humo


El gran escritor católico François Mauriac decía en una conferencia que no es a los reinos de este mundo a los que le fue prometido que las puertas del infierno no prevalecerían contra ellos, sino tan sólo a la iglesia. Recordé a Mauriac a propósito de las debilidades de nuestra democracia y de los peligros autoritarios que la asechan. Esos peligros laten en las venas de la clase política y también por supuesto entre la ciudadanía. Nuestra democracia tiene sus propias raíces culturales pero no son tan profundas. Los deseos autoritarios están vivos y se expresan como aspiraciones individuales y colectivas, a veces de modo abierto y consciente y otras de manera inocente, indeliberada. Como cualquier virus, el peligro autoritario también ha mutado. Al menos en teoría, nadie descree de la democracia y nadie acepta que prefiere la dictadura. La teoría de que la democracia es la mejor forma de gobierno es cierta, pero también son ciertas las pasiones con que se lucha por el poder. Y las pasiones políticas son la materia que mejor nos permite evaluar con relativa precisión los avances y retrocesos de un régimen democrático, no el estado que guardan las teorías. Precisamente porque el peligro antidemocrático está más presente de lo que a veces suponemos, puede ser útil recordar algunas verdades básicas.
La democracia es un obra humana, obviamente imperfecta y desesperantemente perfectible. Como creación humana, la democracia participa, en palabras de Kant, del árbol torcido con que fue hecha la humanidad. Son muchos los críticos que no toman en cuenta este hecho básico. Por el contrario, los defectos de un régimen democrático son expuestos como pruebas concluyentes de que la democracia no sirve, de que ha fracasado. A este juicio inapelable suele seguir la expresión de un lugar común: lo que falla es el modelo (se refieren a la economía, pero un cambio de modelo económico no es como cambiar el modelo de un coche); sospecho que en esa expresión subsiste el prejuicio de la perfección. ¿No anda por ahí escondida la idea marxista de que el mundo mercantil sólo puede ser superado por una transformación radical de todas las relaciones concretas de la vida del hombre que existe en la sociedad? ¿No hay enraizada en esos críticos la antigua idea de perfección del orden social? Es injusto atribuir el descrédito de los sistemas democráticos a algún fallo en los principios; más bien hay que buscarlo en los defectos de gobiernos y gobernantes y en el carácter impersonal de las elecciones. Hace falta deslindar responsabilidades, no descalificar indiscriminadamente un régimen que, en nuestro caso, aún chorrea las aguas de su bautismo.
Nuestra democracia es joven. Además de los defectos propios del crecimiento, nos hemos apropiado de otros que nos influyen. La democracia norteamericana es admirable por algunas razones y criticable por otras. De ella no hemos imitado lo mejor y en cambio nos hemos agenciado de lo peor, generalmente de modo acrítico. De lo mejor no hemos aprendido, por ejemplo, la transparencia que permite descubrir abusos y delitos. Allá también la corrupción es un hecho, pero sería una necedad no reconocer que la impunidad no alcanza los niveles que padece la mayoría de los países, incluido el nuestro. De lo peor hemos copiado creencias y prácticas de apariencia democrática que, en los hechos, pervierten los principios. Igual que allá, también aquí la democracia ha producido una masa de víctimas que exige reparación. Nuestra democracia es joven y ya sufre algunas decadencias. Ella hace florecer virtudes y defectos, igualdades deseables e igualitarismos indeseables. El papel de víctima –más bien de ex víctima– es un rol privilegiado. Se exige la inmediata reparación de injusticias –reales o imaginarias– inferidas hace diez, cien o quinientos años. La justicia es escasa, limitada, pero a nadie conviene que la compasión ocupe el lugar de la justicia. Una sociedad de ex víctimas es, al fin, una sociedad fosilizada.
Bertrand Russell escribió que la envidia es la base de la democracia y recuerda que Heráclito decía que se debiera haber ahorcado a todos los ciudadanos de Éfeso por haber dicho: “No puede haber entre nosotros ninguno que sea el primero”. Lo cual significa que en Éfeso la envidia llegó al extremo de destruir los ideales de igualdad. También aquí, como en Estados Unidos, la cultura democrática ha degenerado en un sistema de cuotas que pervierte principios generales y cosifica a las personas. En nuestro caso la perversión ha llegado a la irracionalidad, como la nominación de un determinado porcentaje de mujeres a cargos de elección popular, las que luego son sustituidas por hombres (las llamadas “juanitas”). En la sustitución está la comicidad, no en la postulación. El hecho sería risible si no fuera porque esas mujeres son víctimas voluntarias de explotación política. Es más digno no ser nominado o nominada que serlo a sabiendas de que se está representando una farsa. Y aunque no fuera el caso, la nominación porcentual de cuotas a puestos públicos es justa por un lado e injusta por el otro; alienta y desalienta al mismo tiempo; amplía posibilidades de participación y a la vez las constriñe. Es grave que las mujeres sean tomadas como cuotas, no como personas inteligentes, preparadas, honradas y políticamente competentes para representar a la población de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, de ricos y pobres, de sanos y enfermos, de mayorías y minorías. Una mujer no representa mejor los intereses de las mujeres por el hecho de ser mujer, sino de ser mejor. Siendo mejor que unos y otras, representa con la misma calidad a unas y otros, a la diversidad que somos. El riesgo de esta falsa equidad es que nos puede llevar a exigir se postulen candidatos atendiendo a grupos de edad, condición social, escolaridad, discapacidad, preferencia sexual, color de la piel, estatura. . . ¿Es democrático exigir cuotas partidistas para los obesos, los ateos o los diabéticos? No olvidemos que una cuota positiva esconde siempre una cuota negativa. No basta ser débil para tener razón; es preferible ayudar a competir, y una competencia equitativa no se logra segregando las diferencias, sino integrándonos en ellas, no en un mar de particularismos que fragmentan la vida en común.
El mayor riesgo de la envidia es que, en el extremo, cultiva el rencor. Y entonces –volvamos a las palabras de Russell– se alza poderoso el peligro de que se degenere en una “orgía de odio”.
Las reformas que necesitamos deben, por un lado, alentar el interés de más ciudadanos en los asuntos públicos y en la edificación de una fuerte cultura cívica; por el otro, deben desalentar la creencia de que participar en política se reduce a pertenecer a un partido y exigir un cargo de representación o un empleo público. Parece una paradoja: alentar y desalentar. No lo es. Si un representante recibe un salario desmesurado, no veo cómo se puede desalentar la envidia que nos produce a quienes apenas ganamos la subsistencia, que somos casi todos. Se puede decir que una democracia consolidada lo es porque administra inteligentemente la envidia, sin asfixiarla, pues ella promueve la competencia y la democracia misma. Además de los salarios públicos, el método más seguro para ahuyentar el peligro de convertirnos en una sociedad de aspirantes a un cargo de elección es el de la responsabilidad. Un buen sistema de responsabilidades públicas es el mejor antídoto contra la tentación del mal.
Los dos años siguientes, con sus bruscas acometidas de humo, serán menos propicios para las reformas. En 2012 los ciudadanos sólo ratificaremos decisiones de las que no estamos enterados. Espero equivocarme, sabiendo que la esperanza –decía Mauriac– no es una virtud política, sino religiosa. Lo sabio es vivir con un activo y alegre escepticismo. Esto significa que no podemos eludir el deber de mejorar este pedacito de humanidad en el que nos ha tocado convivir.