miércoles, 22 de abril de 2009

La materia prima de la política




George Steiner es un sabio, quizás el último o de los últimos sabios de la humanidad, una especie cuya extinción no ha levantado protestas o resistencias en ninguna parte del mundo. No se conoce de ninguna revuelta callejera o campaña mediática por la catástrofe humana que ha producido la desaparición de los sabios. Que Steiner sea un sabio sólo significa que se lleva mal con su tiempo. Es un extemporáneo; es decir, un clásico. Mañana cumple ochenta años y se puede decir de él que, clásico al fin, ha llegado a ser el que es: un amante de la sabiduría. Pero no es un filósofo en ningún sentido, ni antiguo ni moderno. Él se define como un “amatore”, el que ama; es decir, un amateur. Es un crítico de literatura. Calificarlo de este modo no dice nada, pero leyendo sus libros uno se reconcilia con la crítica literaria. Ahora nos regala una prueba más de su terca derrota en Los libros que nunca he escrito (Fondo de Cultura Económica, 2008). Con este libro, dice, ha cumplido la lección de Beckett: aprender a fracasar mejor.
Dicen que es un cascarrabias. Tal vez tengan razón; agreguemos que sus muecas de intransigencia y enfado sólo se manifiestan ante preguntas ampulosas; digamos también que especialmente le disgustan las preguntas sobre política, que nunca responde; hace gestos e invita a los preguntones a hablar sobre su trabajo: literatura, lenguaje, significado, cultura, barbarie. Es, en el mejor sentido de la palabra, un escéptico: la vida es triste porque el pensamiento es triste; es casi nada lo que podemos conocer y lo poco que podemos conocer lo deconstruyen los impostores de la posmodernidad. De aquí su perseverante invitación a sus alumnos (y lectores) a buscar las fuentes del significado. Es un decepcionado de la democracia que todo lo iguala hacia abajo, que todo lo vuelve mediocre. Su decepción la expresa guardando silencio; nunca antes había opinado de política hasta que escribió Los libros que nunca ha escrito, a la que dedica uno de los siete temas que componen el libro. Lo suyo parece un “mea culpa”: confiesa que nunca en su vida ha sido políticamente activo ni se ha afiliado a tal o cual partido; jamás ha apoyado ningún programa político o movimiento partidista; acepta que su conducta, sus escritos y sus enseñanzas han sido las de alguien a quien Aristóteles hubiera descrito como un “idiota”, aquel que rechaza tomar parte en los asuntos de la ciudad. Pero no se enorgullece de su rechazo a la política y su adhesión radical a la privacidad, pues asume que su postura hace posible, y en cierto sentido justifica, que los déspotas, los corruptos y los mediocres accedan al gobierno. Se considera un mirón de la política y se pregunta angustiado: ¿Qué miopía, qué impulso autista, me ha llevado a juzgar todo colectivo, ya se trate de un comité o de una turba, de una docta academia o de un equipo deportivo, como intrínsecamente sospechoso? ¿Qué preventiva arrogancia o pereza me ha hecho “inasociable” y me ha persuadido de que si otros están de acuerdo conmigo será porque estoy diciendo perogrulladas o estupideces? ¿Por qué me he negado a añadir mi firma a manifiestos, protestas y llamamientos con muchas de cuyas propuestas y apremios estoy de acuerdo? Reflexiona sobre el hecho de que llegó a la edad adulta bajo la amenaza del fascismo y del nazismo. Por eso desde el principio estuvo harto de la política, hartura que se vio reforzada por su judaísmo peregrino, la sensación de saberse extranjero en todas partes; con la política le ocurre lo que al invitado en una casa: se abstiene de intervenir en las riñas domésticas. La paradoja que inquieta a Steiner es que precisamente por su condición de peregrino debería haberse orientado a prestar su apoyo apasionado a la “sociedad abierta”, a unas instituciones democráticas y liberales como las que encontró en Estados Unidos, de las que se benefició. Sin embargo, el sabio se mantuvo totalmente al margen, tal vez pensando en una frase altiva de Dante: “ser un partido de uno”. ¿No afirmaba Borges que su anarquismo era tan extremo que defendía el derecho de cada individuo de acuñar su propia moneda? Borges, es cierto, desdeñaba la democracia calificándola como una superstición, un abuso de la estadística; pero no se dice que sintió una alegría inmensa el día que Argentina tuvo su primera elección democrática, luego de años de dictadura.
Steiner reconoce en su persona una obsesión por la privacidad. La causa y el compromiso políticos son públicos y él define lo público como enemigo de lo privado, aunque acepta un poco a regañadientes que lo político hace posible su privacidad. Lo que más desprecia Steiner es la vulgaridad, y, en efecto, el mundo puertas afueras la destila por todos sus poros. Pero reflexionemos sobre sus palabras: “En nombre de la eficacia clínica, de la seguridad nacional, de la transparencia fiscal, nuestra vida privada es escudriñada, grabada y manipulada. Al mismo tiempo las artes de la soledad, de la comedida discreción, de ese inviolado silencio que Pascal situó en el centro de la verdadera civilización y de la edad adulta, han sufrido una gran merma. Se ha estimado que el transeúnte medio que pasa por las calles del centro de Londres es fotografiado unas trescientas veces por cámaras de vigilancia ocultas”. Tal vez Steiner leyó horrorizado la noticia publicada hace unos días por un periódico británico sobre una mujer que exigió el divorcio a su marido por culpa de Google Street View, un programa de la red que muestra las imágenes de casi todas las calles de las grandes ciudades. Gracias a una foto de este buscador de internet, la señora descubrió que su esposo le había mentido al decirle que se iba fuera de la ciudad en un congreso. Sentada cómodamente frente a su computadora portátil, vio el coche de su marido estacionado frente a la casa de otra mujer. Dunia me dice que los detectives privados, la investigación criminal y todos los sistemas y técnicas de vigilancia son obsoletos.
No se piense que el sabio Steiner es un ingenuo y que su desprecio por lo político se debe a que es esencialmente una negación del maravilloso silencio de la privacidad. Su desprecio por la política no es, por decirlo así, ontológico; es decir, no lo es por una supuesta o real contradicción entre lo público y lo privado, sino sobre todo –quizá aquí podamos encontrar la naturaleza de su radicalismo– por el problema de la igualdad ante la ley. La aseveración de que todos somos iguales ante la ley, dice, es la más antigua de las ficciones documentadas. Sin embargo, los afortunados, los poderosos, los adinerados nunca se han enfrentado al mismo aparato legal que los indigentes y los sometidos a servidumbre. Agrega que la ley, por draconiana o por ilustrada que sea, está llena de compromisos y desigualdades. Lamenta que los instruidos, los bien aconsejados y los elocuentes experimentan y aprovechan la legislación de un modo que resulta imposible para los pobres y los que no tienen voz. Aunque reconoce la importancia de la regla general o el desiderátum sobre la igualdad ante la ley y reconoce que unas sociedades se esfuerzan más sinceramente que otras para lograrlo, concluye que los seres humanos somos arrojados a este mundo profundamente desigual. Entre el paisanaje antes se decía: “somos echados al mundo”. El sentido es claro: somos aventados al mundo con la desnudez de quien sólo tiene el instinto de conservación, la escéptica resignación ante lo que venga, la vida llevada a la deriva como el barquito de papel en el caudaloso río. George Steiner cumple mañana ochenta años. Supongo que en su estudio encontrará lo que ha buscado hace mucho: una prodigalidad de silencios. Su regalo de cumpleaños será la triste alegría de saber –con Kant– que la humanidad fue hecha de un árbol torcido y que la materia prima de la política es la madera podrida de ese árbol. Es un sabio –quizá el último– y se ha ganado el derecho de contemplar el bosque y el árbol torcido, no los desechos gusanados.

sábado, 18 de abril de 2009

El rostro mañana


La patria ordenada y generosa del PAN se desdibujó durante sus campañas internas. La bandera que durante sesenta años ondeó triunfante en medio de la derrota, hoy desluce derrotada en medio de la victoria. Deshilachada por los excesos matreros de los malandrines, la contienda interna del partido gobernante rebasó los límites de la pasión característica de la lucha por el poder. Por más justificaciones realistas y pragmáticas que se esgriman, en política –sobre todo en política– el fin no justifica los medios: son los medios los que deben justificar el fin. El hecho es que hoy domingo los panistas eligen a sus candidatos a gobernador, diputados y presidentes municipales. Hay que decir que, con todo, los procesos internos del PAN han sido democráticos: competencia real y reglas claras. Pero también hay que decir que la inclusión de los adherentes en la votación para elegir al candidato a gobernador es un retroceso, sobre todo porque favorece a los grupos de poder en perjuicio de la autonomía política de los individuos. Pero ¿fue equitativa la competencia? ¿O hubo, como en épocas memorables, compra de votos, coacción, clientelismo, uso de recursos públicos y demás “linduras” de la historia patria? ¿Por qué no hubo debates? ¿Qué son los números sin ideas políticas que se defienden?
La contienda interna no concluirá con el recuento de votos y la declaración de ganadores y derrotados. Falta ver si la democracia panista alcanza para conservar la unidad o si los rencores y agravios de unos y otros alargan el encono y los resentimientos. Lo cierto es que la generosidad, esa virtud del orgullo histórico del partido fundado por Manuel Gómez Morín hace setenta años, fue proscrita durante los procesos internos o escondida debajo de la mullida alfombra de la soberbia. ¿Podemos entonces concluir que la generosidad política del panismo es una virtud cuando se pierde y un estorbo moral cuando se gana? Don Luis H. Álvarez recuerda en su libro autobiográfico Medio siglo que Manuel Gómez Morín emprendió su brega política sin ánimo de lucro, con esa generosidad que caracteriza a quienes toman con seriedad el cumplimiento de un deber antes que el disfrute de un derecho o un privilegio. La divisa de Gómez Morín era vivir de los negocios o de la profesión, no de la política ni de la Universidad. En esta convicción originaria se fundó el PAN en 1939. Sólo así se comprende que el partido naciera como “una organización de todos aquellos que, sin prejuicios, sin resentimientos, ni apetitos personales, quieren hacer valer en la vida pública su convicción en una causa clara, definida, coincidente con la naturaleza real de la Nación y conforme con la dignidad de la persona humana”. ¿Aún significan algo las palabras de Gómez Morín? ¿Son antiguallas de validez circunstancial? El PAN nació con la convicción cívica de “mover las almas”. Esta grandeza moral diferenció al partido y le otorgó un distintivo honorable. Si tal era la naturaleza de su deber político, sólo los ingenuos podían esperar resultados inmediatos. “Que no haya ilusos para que luego no haya desilusionados”, repetía Gómez Morín quizá pensando en la triste experiencia de Vasconcelos en 1929, pero también enviando un mensaje de trabajo perseverante a quienes en las primeras décadas del partido apuraban estratagemas de virulencia práctica o resignaciones de apoltronamiento místico. Por eso se puede decir que la historia del PAN es la biografía de las tentaciones superadas. La primera y más trascendente de ellas ocurrió en el inicio mismo del partido: civismo y civilidad contra tentaciones frailunas o de sacristía.

Escribe Enrique Krauze que los panistas necesitan recordar con frecuencia los orígenes cívicos del partido y vencer las tentaciones confesionales. La tentación teocrática ha estado presente a lo largo de la biografía panista; aún hoy, ya en el poder, esa tentación reaparece briosa y altanera, aunque cada vez más ridícula. Hoy no se puede pedir a los panistas que destinen gratuitamente tiempo y sacrificio a la política, pero ¿dónde quedaron los militantes que se ganaban la vida en los negocios o en el ejercicio profesional y no en la política? ¿Los panistas que hoy eligen a sus candidatos habrían lanzado tanto lodo a sus compañeros de partido si la política no fuera tan rentable económicamente? ¿Para qué quieren conservar el poder? ¿Qué entienden los contendientes y sus votantes por la dignidad de la persona humana y qué entienden por apetitos personales? ¿Ha mudado el PAN su intención original de “mover almas” a la práctica gogoliana de “comprar almas”? ¿Dónde quedó el espíritu liberal de Manuel Gómez Morín y cuándo, dónde y cómo se inocularon en el PAN los demonios del fanatismo religioso, la fiereza mercantil, la deslealtad primitiva y la hipocresía moral? Las respuestas competen en primera instancia al partido que muy probablemente nos siga gobernando. Pero ¿quiénes hacen en el PAN la autocrítica?
La tentación política del PAN de la primera década del siglo XXI la podemos llamar la tentación mimética. En los hechos se parecen cada vez más al PRI del siglo XX y en las ideas se acercan peligrosamente al Partido Conservador del siglo XIX. Ya se sabe que en nombre del pragmatismo se cometen y justifican las peores tonterías. Pero ni siquiera en la lucha por el poder político existe un pragmatismo sin ideas: es imposible que un político presuma de ser un hombre práctico o pragmático si carece de ideales. La tentación mimética del PAN le ha permitido, es cierto, conservar el poder y ganar en experiencia partidista, pero en cambio se ha diluido la identidad que lo diferenciaba. ¿Cómo recuperar para la democracia mexicana al PAN moderno y democrático que sea ejemplo de lo que Luis H. Álvarez llama “la visión clara del fin”?
El dirigente nacional Adolfo Christlieb Ibarrola le dio al PAN, en la década de los sesenta, una moderna estructura y la profesionalización de las actividades interna. Refirmó, además, el carácter civilizado de su responsabilidad opositora, lo que lo salvó de la tentación de convertirse en un simple contestatario del poder. El espíritu civilizado de Christlieb salvó al PAN de despeñarse en el abismo de la marginalidad. Se requiere valor para criticar los defectos del poder, pero más valor para reconocer sus aciertos. En la visión política de Christlieb se moldeó la credibilidad que le valió al PAN competir electoralmente con el rostro descubierto. Como se suele decir, tenía cara para presentarse. La tenía para criticar y proponer, para señalar defectos y ofrecer remedios, para denunciar vicios y empujar cambios. El PAN tenía cara porque tenía una historia que contar. Krauze, en el prólogo donde celebra las memorias de Luis H. Álvarez, formula una pregunta contrastante: “¿Dónde están las memorias de los padres, hijos, nietos políticos del sistema? Con la excepción folclórica de Gonzalo N. Santos, casi en ninguna parte. La tenebra, la sombra, no era sólo un rasgo de la vida política mexicana: era su segunda naturaleza (la primera, su hermana, la corrupción). Pero los viejos militantes del PAN que, como don Luis, hacían política por vocación de servicio llegan al ocaso de la vida con un sentimiento de coherencia y plenitud: poder contar sus días porque nada tienen que ocultar”. Ahora mismo, en estos días desesperanzados y yertos, ¿tienen los gobernantes panistas esa coherencia y plenitud de poder contar sus experiencias partidistas y de gobierno sin nada qué ocultar? ¿Pueden decir los panistas que han erradicado la tenebra y la sombra (y su hermana la corrupción) de sus formas políticas y administraciones públicas? ¿Qué significa la política como vocación de servicio para los panistas que hoy compiten? Y, tal cual se preguntaría el novelista español Javier Marías, ¿cuál será el rostro mañana de los vencedores de hoy domingo?


miércoles, 15 de abril de 2009

Propiedades curativas de la verdad



La noche del dos de julio del año 2000 el país experimentó un júbilo popular que no se veía desde el triunfo electoral de Francisco I. Madero en 1910. Aquí, miles de ciudadanos reunidos en Plaza de Armas vivieron una alegría nueva. E bullir de esa alegría desconocida se apoderó de la masa en cuanto se hizo oficial del triunfo de Vicente Fox. Los candidatos panistas que estaban en el lugar fueron paseados en hombros y el tiempo nublado y cálido de aquella noche de julio se iluminó de artificios y algarabía. Si hasta parecía que la selección mexicana había goleado a la de Estados Unidos. Fue una noche especial; esa misma alegría popular se vivió con igual o mayor intensidad en las plazas principales del país. Y el sueño imposible se hizo carne: el PRI había sido derrotado en las urnas. Esa noche y los siguientes días muchos ciudadanos hablaban de zafarse de la modorra cívica y agruparse para apoyar, respaldar y defender al nuevo gobierno. En el ambiente fluía el fervor de que en México había comenzado una nueva época; la esperanza que brotó de las urnas expresaba abiertamente nuevos alientos de participación y un entusiasmo cívico liberador: quedaban al fin desahogados los agravios de las crisis económicas de 1976, 1982 y 1994; quedaban al fin cobradas las viejas cuentas electorales de setenta años de mañas y trampas. En la conciencia de millones de mexicanos permanecían, difusos pero palpables, antiguos y recientes agravios a los ideales democráticos. La alegría festiva de ese dos de julio del año 2000 duró hasta altas horas de la noche. No era para menos: los ciudadanos habían derrotado al PRI. Sin embargo, no lo vieron de este modo los nuevos gobernantes, y en respuesta la gente replegó sus banderas optimistas. ¿Cuánto duró el fervor? ¿En qué momentos y debido a qué circunstancias, razones y responsabilidades el entusiasmo se tornó en una mueca generalizada de decepción? Una explicación obvia pero contundente es que los gobiernos que alternaron (dos federales y dos estatales) no tomaron en serio a la población civil. Y la ciudadanía, muy pronto, le pagó al gobierno con la misma moneda. Regresó el desaliento ciudadano, la sospecha, la sensación de que todo es igual y de que todos son iguales, la sensación de que la política mexicana se mueve como en la Ola Giratoria, aquel juego de la infancia empujado por dos o tres jóvenes que lo movían en bamboleos circulares. Un poco más mareados, parece que hemos vuelto al mismo sitio. Según las encuestas, apenas el 30 por ciento de los electores afirma que acudirá a votar el próximo cinco de julio. Es predecible que la votación real supere ese porcentaje, pero difícilmente rebasará el cincuenta por ciento del padrón electoral, excepto en los estados donde habrá elecciones locales, que es el nuestro. En todo caso, el abstencionismo será el telón de fondo de las elecciones del cinco de julio, esa ancha sombra que nos grita con su silencio amenazador. Pero la amenaza no interesa a partidos ni a instituciones electorales, prisioneros del breve y pequeño espacio de lo inmediato.
He escuchado la insistencia de algunos amigos y amigas que buscan organizar la promoción del voto nulo. Se trata de acudir a la urna con la intención de que su voto sea legalmente anulado, tachando todos los nombres de los candidatos, en manifiesta señal de protesta. Anular deliberadamente el voto no es una costumbre electoral en México. Según los antecedentes, los votos nulos representan un porcentaje ínfimo del total de la votación emitida. Pero anular voluntariamente el voto es, por donde se le vea, un acto de conciencia, una decisión racional, porque ¿quién obliga a los ciudadanos a decidir sobre el falso dilema de uno u otro? No se puede acusar de irracional a quien decide anular su voto, pues ¿no es más irracional votar automáticamente por los candidatos de un solo partido, sin diferenciar personas y cargos?; ¿no es todavía más irreflexivo votar aleatoriamente, mediante el sorteo del tin marín o del volado?; ¿no es irracional votar por el candidato que más publicidad pagó durante la campaña?; ¿qué de razonable tiene, en fin, el sufragio sensiblero que vota porque el candidato es hombre o mujer, gordo o figurita, católico o empresario o magnífico padre de familia y excelente esposo?
Lo peor es quedarse en casa. Lo más razonable es votar de modo diferenciado, repartiendo el poder entre partidos, de suerte que, desde el voto mismo, se tienda a evitar que un partido obtenga la mayoría absoluta de los cargos. No hay garantías seguras, pero distribuir el poder es, sobre todo en situaciones de animadversión ciudadana, una forma de impedir su concentración, lo que de suyo ya es útil. Sin embargo, acudir a las urnas con la intención de que se anule el voto es una acción comprensible. Estamos ante un voto de rechazo general que trasciende a la votación misma, ante una crítica a las instituciones públicas en general, ante un acto de repulsión a los partidos. Lo peor de la vida es el miedo y la indiferencia. Pero la decepción ciudadana sólo puede curarse con la verdad: en política elegir es siempre elegir a los menos malos. Tal es la verdad que cura.
¿En qué creen los que no creen? La pregunta la hizo clásica Umberto Eco en su reflexión sobre la religiosidad del siglo XXI. Una paráfrasis útil puede ser ¿Qué piensan, sienten o creen los que no votan? En las democracias consolidadas la abstención ronda el 60 por ciento. Pero sería pueril y dañino justificar el abstencionismo mexicano en ese consuelo y suponer que la votación mexicana está dentro de los parámetros internacionales. Por lo que se ve en estos días, gobernantes, candidatos y partidos navegan en un reino que no es de este mundo. Ya veremos cómo hablan los electores reales.

domingo, 12 de abril de 2009

Elogio de la estulticia

A veces ocurre que el sonido más ruidoso es el que no se ve ni se escucha; no hace falta poseer ningún don especial para ver y oír el silencio; está al alcance de cualquier persona, no importa su edad, sexo, escolaridad o preferencia metrosexual; no requiere de análisis especializados o agudas reflexiones; el ruido de la oscuridad y del silencio es a veces estruendoso; advertir sus escondrijos y madrigueras no requiere instrumentos de largo alcance o de precisión milimétrica; ese ruido coexiste y retumba dentro del escándalo audible, en medio de la multitud chillona y quejumbrosa.
La sabiduría común nos recuerda que en la vida hay hechos o situaciones inocultables: la riqueza, el embarazo, el amor y la estupidez. Tal sabiduría es una verdad general y las excepciones sólo confirman la regla. El sabio Erasmo, en su Encomio de la estupidez (conocida universalmente como Elogio de la locura), hace decir a la diosa Necedad que la vida de los incompetentes y los serviles es más grata y admirable que cualquiera otra. Parece que el genio de Rotterdam se inspira en nuestros representantes populares ¿Dónde se ha visto a un diputado infeliz? ¿No son los representantes populares los seres humanos más sonrientes de la comarca? ¿No son ellos los más contentos y satisfechos, ellos que de todo se alegran y ríen? ¿Cuántos diputados y senadores exultan felicidad apoltronados en el silencio, forjando en el mutis y la invisibilidad el camino de la perfección humana, la ruta que escalona nuevos cargos y prerrogativas? Pero ¿sabe el ciudadano común los nombres de sus diputados locales o los apelativos de los federales? ¿Conoce un hombre de la calle el nombre del diputado de su distrito? ¿Ha visto el hombre sencillo al que habla y legisla en su nombre? ¿Han oído los ciudadanos la voz de sus representantes en el congreso local y en la cámara federal de diputados? Y si los conocen y escuchan, ¿siente el hombre común que esos diputados lo defienden contra los abusos de los poderosos del reino? Nuestros representantes, es decir nuestros comunes, son los menos comunes de nuestros semejantes; de ellos lo desconocemos prácticamente todo, salvo las escandaleras de arrabal, los ingresos desmesurados o sus rostros despampanantes, plenos y ensoberbecidos.
Histriónicos, desdibujados o pertrechados, no hay en nuestra bella comarca personas más felices que los diputados. No saben y por eso no son ningunos demonios, pues bien nos ilustra el sensato Erasmo que en griego los demonios son “los que saben”, y bien comprobado está que el saber es causa de tristeza, infelicidad e infierno. “Suerte te dé Dios”, sentenciaba la antigua conseja, tan verdadera antes como ahora. Los diputados son muchos y todos son personas felices; ninguno padece las punzadas de la discordia interior. Los diputados se dividen en dos grupos generales: los visibles y los invisibles. Entre los visibles son más evidentes los gritones; lanzan anatemas de fuego y con tales aspavientos encarecen sus servicios; son felices porque están en el mercado, aunque su costo es extraordinariamente bajo: sólo valen dinero; su alma se llena de dicha cuando venden sus artificios y malabares; su corazón se llena se llena de gozo cuando su Alteza Serenísima se divierte con ellos, de ellos o contra ellos. Recogen las monedas y pavonean mil caravanas en señal de cortesana gratitud. Los diputados que venden alharacas son, como buenos comerciantes, expertos en vender sus baratijas al mejor postor. Su mayor y más preclara virtud es que nacieron sin escrúpulos, pues ¿cómo se puede ser feliz cargando en la espalda esos estorbosos y filosos escrúpulos políticos, morales o filiales? De ellos se suele decir que son capaces de vender a su madre, virtud por excelencia de su vendimia indiscriminada. La felicidad de los diputados de mercado no tiene parangón. De ellos afirma el prudente Erasmo que están satisfechos de sí mismos cuanto más pesada es la cadena que se cuelgan al cuello, cual si quisieran mostrar tanto la riqueza como la robustez de sus espaldas. Estos abucharados y filisteos suelen ser los jayanes de la zoocracia representativa.
Los invisibles son felices porque nadie los ve ni los oye. Este grupo es mayoritario y lo forman diputados de todos los partidos. Entre los estultos invisibles podemos encontrar fascistorros, goliardos, jumatanes, maturrangas, mesalinas y julandrones. Los invisibles tienen como santo patrono no a Tomás Moro sino al santo Houdini: son prófugos del conflicto. De ellos dice el sapientísimo Erasmo que “prefieren gruñir en una pocilga antes que afrontar los peligros”. Poseen el don bendito de la ubicuidad posmoderna: desaparecen al mismo tiempo de todos los lugares justo cuando más se les necesita. ¿Quién conoce los nombres de los diputados federales que nos representan? ¿Quién ha visto a los diputados locales? ¿Quiénes son, cómo se llaman, dónde viven? ¿Hablan? Disfrutan la vida porque nadie puede verlos; son como esos santos de los templos a quienes nadie identifica pero ante los cuales la gente se santigua. Las limosnas caen solitas; nadie les exige un milagro, una intercesión o una providencia. Son simples mirones que disfrutan el solaz divertimento de los tropiezos de los atorrantes y los sibilinos; ellos, desde el silencio de su necedad, nadan en el ancho río de los privilegios. Los diputados son felices en su inconsciencia: no representan a la gente, no impiden los abusos, no corrigen los desvíos, no denuncian las arbitrariedades, no limitan los excesos, no desaprueban los caprichos, no frenan las frivolidades, no indagan las injusticias, no se oponen, no protestan, no responden. Pero lo ignoran y por eso son los hombres y mujeres más felices de la comarca. Sirven a los poderosos y sus servicios son ampliamente recompensados. Pero su cómplice estulticia se escucha cada vez más fuerte.

miércoles, 8 de abril de 2009

Entre la verdad y la ficción

Winston S. Churchill (1874-1965)

Soy de los que tienen a Winston Churchill como el hombre del siglo XX. Ahora que se han vuelto a publicar en español sus relatos sobre la Segunda Guerra Mundial, se ve con más claridad la importancia que llegó a tener un estadista en el curso y desenlace de esa tragedia innecesaria. Así pasa con los hechos y con las personas: las cosas se ven de distinto modo con el tiempo. Las Memorias merecieron, por sí mismas, el Premio Nobel de Literatura en 1953. La justificación dada por la Academia sueca destaca sus méritos en historia y biografía y “en una brillante oratoria en defensa de los valores humanos”. La nueva edición en español, de casi dos mil páginas en letra diminuta (en dos tomos), mantiene el mismo pecado original de la subjetividad con que Churchill juzgó las causas y el curso de la guerra y los intríngulis de la derrota de unos y la victoria de otros. Es justo decir que Churchill no pretendió escribir objetivamente sus relatos (era un historiador y un biógrafo autodidacto), pero acaso en la subjetividad del principal testigo podamos encontrar la virtud más útil para comprender el mar revuelto de pasiones, humores y razones con los que el primer ministro británico “inventó” a su pueblo, lo movió a pelear y a resistir y lo conmovió hasta el llanto con un discurso que convenció al dialéctico histórico, al pacifista radical, al humanitario sincero. Churchill se sintió llamado a jugar el papel protagónico de una misión: defender el racionalismo democrático y los valores humanos.
La formación autodidacta de Churchill no era, sin embargo, una mala formación. Su comprensión del mundo trascendía las indudables cualidades de un estadista que toma decisiones inmediatas, urgido por el implacable tiempo; su formación historiográfica la bebe de grandes historiadores; sus dotes oratorias y sus virtudes políticas las aprende en el único lugar donde es posible aprenderlas: en las calles y entre la gente, en el laberinto de las intrigas, la traiciones y las injurias, en los debates parlamentarios, en los tejemanejes de las relaciones con otros líderes mundiales igualmente sagaces y poderosos. Todo lo cual formó en Churchill el temple y las palabras que dirigió a los abúlicos ingleses en el momento mismo en que las bombas alemanas caían sobre su oficina: sólo ofreció sangre, sudor, lágrimas y fatigas. Lo cumplió. El sufrimiento valió la pena: Gran Bretaña se salvó y salvó al mundo del nazismo. A pesar de lo cual Churchill perdió con un ilustre mediocre las elecciones del 26 de julio de 1945. La humillación de las urnas fue dolorosa. Cuando su esposa lo consoló diciendo que la derrota electoral era una bendición disfrazada, el flemático perdedor respondió: “Pues por el momento parece muy bien disfrazada”. Lo cierto es que el rechazo de los electores le dio tiempo y humor (es decir, mal humor) para escribir su visión de la brutal experiencia que acababa de sufrir la humanidad.


Churchill. Roosevelt y Stalin
No deja de ser una rareza que la concesión del Premio Nobel de Literatura a Churchill se justificara en su oratoria a favor de los valores humanos. Alguien dijo que Churchill era un maestro en el arte de lanzar palabras al combate. No gesticulaba; lo suyo no fue nunca el aspaviento, las formas deformadas o el histrionismo descompuesto; nada en él parecía que estuviera fuera de lugar. Y, sin embargo, la fuerza de sus palabras, desnudas de artificios idiomáticos o neologismos deslumbrantes, era capaz de horadar el concreto de las más displicentes conciencias. Junto a estos méritos retóricos de indudable eficacia, Churchill ofrece un recuento directo y sencillo del período de entreguerras. He encontrado en esa reflexión introductoria (todo el primer tomo) más sustancia que en su examen de la guerra misma. La cuestión central de su análisis es, a mi juicio, la irresponsabilidad de los países más poderosos (Francia, URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos) en la permisión del rearme de Alemania. Churchill no se anda por las ramas a la hora de enjuiciar a los aliados, empezando por su propio país: los crímenes de los vencidos encuentran su razón de ser, aunque sin duda no su perdón, en las locuras de los vencedores, sin las cuales no habrían existido ni la tentación ni la oportunidad para el crimen. Churchill demuestra con qué facilidad se pudo haber evitado la guerra. La prosperidad que gozaba Estados Unidos había hecho creer a todo el mundo que había llegado a su fin la era de los ciclos económicos. La crisis económica de 1929 vino a demostrar lo contrario: ni siquiera la intervención de los organismos más poderosos logró contener la marea de ventas provocada por el pánico. Se esfumó la riqueza acumulada y la prosperidad de millones de hogares estadounidenses se había levantado sobre la estructura gigantesca de un crédito exagerado que de pronto resultó ficticio. Aparte de la especulación de la Bolsa, que incluso los bancos más famosos habían fomentado a nivel nacional mediante préstamos fáciles, se estableció un amplio sistema de compra a plazos de viviendas, muebles, automóviles y todo tipo de comodidades y caprichos domésticos. Todo esto se desmoronó al unísono. El análisis es de Churchill. Aunque el mundo se ha transformado radicalmente en el curso de ochenta años, la crisis económica de este 2009 se puede explicar a partir de causas y efectos similares a los de 1929. Podemos aceptar, a veces a regañadientes, que no es tarea de los políticos buscar la verdad o gobernar conforme a ella; pero hay crisis que sólo pueden afrontarse con la pura y descarnada verdad, el único camino de la salvación. Entre la verdad y la ficción se mueven el estadista y el mero administrador de un presupuesto. Pero hay algo más que la salvación económica: también hoy está en juego la salvación del racionalismo democrático y de los valores humanos.

domingo, 5 de abril de 2009

Matilde y el collar de diamantes


Aseguran los pronósticos del mundo y del país que los meses más difíciles de la crisis económica están por venir. En México ya se han perdido, según el dato oficial, alrededor de dos millones y medio de empleos y todo indica que se perderán muchos más. La crisis, como otras, pasará algún día; es decir, se desvanecerá el remolino agudo de su particularidad. Pero el hecho de que pase no significa que nos ahorremos las secuelas. ¿Quiénes son los culpables? Lo peor de lo que nos pasa es que nadie es culpable; mejor dicho: nadie quiere ser culpable. La paradoja es que nadie es inocente. Pero decir que todos somos culpables exculpa a los verdaderos culpables (o a los más culpables), y decir que nadie es inocente mete en el cajón de las sospechas a las víctimas. Como sea, no hay culpables únicos y absolutos y tampoco hay inocentes angelicales. Lo que hay son millones de perjudicados.
El escritor búlgaro Tzvetan Todorov, en una reflexión sobre culpas, culpables, inocentes y víctimas (El hombre desplazado, Taurus, 2008), se vale de un personaje de un relato de Maupassant, que resume del modo siguiente: la protagonista es una joven mujer de modestos ingresos; pide prestado un collar de diamantes a una rica conocida para asistir a un baile; para su desgracia, le roban el collar. Ella decide entonces devolverlo, y convierte dicha devolución en un asunto de honor. Pide prestada una enorme suma de dinero y compra otro collar idéntico. El resto de su existencia se verá profundamente conmocionado por los pagos de la deuda contraída. Años después, ya en el declive de su vida, reencuentra a su antigua protectora y le confiesa, llena de orgullo, el incidente. “Mi pobre amiga”, exclama la protectora, “los diamantes eran falsos, el collar no valía nada.”

La joven del relato puede ser juzgada como una persona honorable porque cumple sus responsabilidades, aun a costa de malograr su vida. Otros la juzgarán como una persona moralmente estúpida, pues si en su momento hubiera dicho la verdad y ofrecido la reposición del collar, no se habría llevado, en el declive de su empeñosa vida, la desgraciada jugarreta que el destino le infringió a cambio de no decirla. Unos más fijarán su escrutinio en la rica protectora, la dueña del collar falso, y criticarán lo inmoral que resulta muchas veces decir la verdad, pues al decirla deshizo la razón de ser de una vida. Destacarán, con razón, la crueldad de la respuesta final, ya que la verdad tiene, a la hora de decirla, sus bemoles idiomáticos, y se debe evitar, en la medida de lo posible, que el modo de decirla destruya la más elevada dignidad de una persona, pues es como haberle dicho: “Mira, eres una estúpida, tu vida entera fue falsa, nada tienes de qué enorgullecerte, echaste a perder tu existencia por algo que no valía nada”. Pero si tal hubiera sido la respuesta, el daño no habría sido tan descomunal como lo fue el tono de indiferencia burlona de quien no le da ninguna importancia a la sensibilidad de los demás. Otros más argumentarán que el plano moral en que se mueven la joven modesta y la señora rica no es el mismo, pues la pertenencia social de la joven la dejó atrapada en un empeño en el que gastó los esfuerzos de su vida, en tanto que la mujer rica no le dijo la verdad a la joven al momento de prestarle el collar; es decir, que un adorno es sólo eso, un adorno, un aderezo. Pero, ¿era obligación moral de la señora rica decir la verdad sobre un collar de falsos diamantes que la joven modesta tenía por verdaderos? ¿Qué es lo falso y qué lo verdadero en este asunto? Los diamantes eran falsos pero el collar era verdadero; la señora rica le hizo un favor a la joven modesta al prestarle gustosa el objeto ornamental que ésta eligió, y no tenía por tanto el deber de decirle una verdad que la joven pedigüeña no preguntó, pues ya imagino la que se hubiera armado si la propia joven pregunta a la señora rica si los diamantes eran genuinos o un aliño vulgar. ¿No pecó de ingenuidad la joven modesta al suponer que la señora rica, aun siendo su amiga, le prestaba tan fácil y a la ligera un genuino collar de diamantes, sabiendo ambas lo que eso implicaba, es decir el riesgo de mostrar a la vista de todo el mundo un aderezo tan costoso? ¿Tenía la joven modesta la obligación de saber lo que pedía o su modestia económica y social justifica su candidez? ¿Es válido decir que pedir no empobrece y que más bien su estupidez consiste en su imperdonable descuido durante la fiesta? Con tal de no tropezar con la tentación maniquea de separar a buenos y malos, lo mejor es leer el cuento de Maupassant y buscar algunas pistas que nos ayuden a entender la trama moral de la historia y ahuyentar de nuestros juicios el peligroso fantasma de la moraleja facilona y simplista.
Guy de Maupassant (1850-1893)
El cuento del escritor francés Guy de Maupassant (1850-1893) se llama en francés La parure, traducido al español como El collar. El título original es más sugerente, irónico y sutil: el adorno, el aderezo, el aliño. Yo agregaría “el accesorio”. La joven modesta se llama Matilde. Es una linda y deliciosa criatura nacida en una familia de empleados; no pudiendo adornarse, fue sencilla pero desgraciada. Su sueño más deseado es igualarse con las más grandes señoras. Su vida es un suplicio constante, pues cree que ha nacido para todas las delicadezas y los lujos. Piensa en grande: antecámaras guarecidas de tapices orientales alumbradas por altas lámparas de bronce, grandes salones y sedas antiguas, muebles repletos de figurillas inestimables, saloncillos coquetones y perfumados y charlas de cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados. Pero la realidad es que el comedor redondo de su casa tiene un mantel usado y corriente, aunque es justo decir que la comida cotidiana es sencillamente exquisita. Su marido, un empleado sensato, se sienta ante la mesa y exclama: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!” Una tarde el marido lleva una invitación del ministro de Instrucción Pública para una velada en el hotel del ministerio. Matilde recuerda entonces a una amiga muy rica que fue su compañera en el colegio, la distinguida señora de Forestier, y a ella acude a pedirle prestado el collar de diamantes. En la fiesta el triunfo de Matilde es espectacular: fue admirada por su gracia, su elegancia y su belleza. Todos los hombres la miraban, los directores generales querían bailar con ella y hasta el ministro reparó en su hermosura. Ella bailó embriagada, con pasión, inundada de alegría. La victoria de su alma fue completa. Cuando regresa a su casa el collar ya no estaba en su hermoso cuello. Inútiles fueron todas las búsquedas. Una vez que compró un collar “casi idéntico” (los diamantes son genuinos) lo devolvió a la señora de Forestier. El resto de la vida de la pareja es obvio: trabajos duros en casa, dobles turnos, pagarés, hipotecas, préstamos usureros, privaciones, humillaciones. La vida echada a perder.


John Kenneth Galbraith (1908.2006)

El economista John Kenneth Galbraith insistía en que la solución de cualquier crisis económica pasaba necesariamente por la temperancia del nivel medio de vida. Es falso que el consumo compulsivo y desmesurado de las clases medias las afecte solamente a ellas. Así como muchos pagan apuradamente sus deudas, muchos otros dejan de pagar porque no pueden o no quieren. Pero todos acabamos pagando un collar de falsos diamantes. ¿No hemos torcido el legítimo deseo de superación pretendiendo vivir una vida que no nos pertenece? ¿Qué vida es la vida hipotecada por causa del automóvil nuevo, la universidad costosa, el consumo de baratijas, los hábitos desproporcionados? ¿No son la envidia, la avaricia y la estupidez algunas causas de la corrupción financiera, la ilusión del progreso y la corrupción política? Pasado el desastre, habrá que saldar las cuentas del pasado. Es deseable que también saldemos las cuentas con el pasado.