El viejo profesor de historia vive en una casa del centro de la ciudad, a dos puertas del ayuntamiento, frente a la plaza principal.
Octogenario, camina ayudado por un bastón heredado de su padre, un republicano español muerto en Teruel, que a su vez lo había heredado de su abuelo; pero el bastón le sirve al viejo profesor más para medir el espacio de sus andares que para varear el tiempo de sus andadas.
Ya ni siquiera se asoma al balcón. Hace meses que los maestros de la Coordinadora tomaron la plaza y en ella viven y duermen, cocinan y defecan y escupen el lenguaje del estiércol.
He tenido la suerte de escuchar algunos de sus recuerdos, desde su llegada a la ciudad en mayo de 1937, siendo un chiquillo, hasta las polémicas sobre filosofía de la historia que sostenía con su maestra María Zambrano.
La última vez que lo visité en su biblioteca de sombras luminosas, el viejo profesor platicaba con un joven historiador, que fue a consultarlo sobre el tema de su tesis doctoral. Se le había ocurrido que podía ser sobre el antisemitismo.
– ¿De qué época, lugar, estado? –preguntó el viejo profesor.
– No lo sé –dijo el joven historiador–, usted aconséjeme, tal vez algo muy general. ¿Por dónde empiezo?
–Es fácil darle un consejo –aseguró el profesor–, pues si la tesis doctoral es algo muy general, puede aplicarse la regla que reza que por lo general hay que empezar por el principio. ¿Conoce usted la obra de Hannah Arendt?
– No, pero ya me la recomendaron –respondió al instante el joven historiador.
– Pues bien –se animó el viejo profesor–, creo que por ahí puede empezar. Le recomiendo Los orígenes del totalitarismo y especialmente el libro de Escritos judíos.
“Sin embargo –el viejo profesor agregó–, más tarde o más temprano deberá leer a Flavio Josefo, a Suetonio y al antisemita Tácito”.
El joven historiador tomaba nota de los nombres garabateándolos en una agenda conmemorativa de la Facultad de Historia de la Universidad.
– Perdone, maestro –preguntó el joven historiador–, ¿Favio se escribe con v chica o con b grande?
La paciencia del viejo profesor me pareció digna de la santidad: “Simplemente anote Josefo”
– ¿Y con eso puedo empezar? –preguntó solícito el joven historiador.
– Para empezar, sí, sí, para empezar.
El joven historiador terminó de anotar, se incorporó, guardó la agenda en un morral de apariencia purépecha y se despidió.
Yo me ofrecí a acompañarlo a la salida. Casi al cerrar el portón, el joven historiador me preguntó: “¿Usted cómo la ve? ¿No se le hace que el maestro complica mucho las cosas?”
– No lo sé – respondí con amabilidad –, yo no soy historiador, pero le aseguro que si lee las obras que le recomendó el profesor usted viajará durante mucho tiempo y un inmenso mar de asombros le aguarda en el trayecto.
– No sé –el joven historiador turbó un poco la voz–. . . No tengo tiempo para viajar. . . me urge sentarme a escribir. . . yo creo que mejor voy a pensar en otro tema.
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