sábado, 29 de junio de 2013

La extorsión

En el cumpleaños 83 de Sławomir Mrożek (Borzęcin, Polonia, 1930).

Todo empezó con una llamada telefónica.

Empezar un relato con una frase tan común es señal de anemia imaginativa. Además, nada empieza con una llamada telefónica, sino antes, mucho antes, antes de nacer, incluso antes de los padres y los  abuelos. Sin embargo, una llamada telefónica es para mí una noticia digna de contarse, pues no tengo teléfono.

No tardé mucho en deducir que se trataba de una extorsión, pues el tipo que me llamó me dijo: “Esta es una extorsión”.

“De acuerdo –le respondí–, dígame en qué puedo ayudarlo”.

El extorsionador me indicó el lugar al que yo debía acudir a entregarle cinco mil pesos.

“No los tengo –le dije con tristeza–, pero si usted me concede una semana los puedo conseguir y llevarlos al sitio que usted me indica”.

Refunfuñó un poco pero aceptó la dilación. Convinimos los intereses normales: el 30 por ciento. De los intereses moratorios el extorsionador prefirió no hablar, como corresponde a un hombre bien educado.

A los quince días fui al lugar a entregar los cinco mil pesos de la extorsión y una cantidad extra para cubrir los intereses y los perjuicios ocasionados por mi demora.

El lugar era un amplia explanada marmórea. No me sorprendió que el extorsionador me tuviera exageradamente vigilado, pues un buen extorsionador es astuto como un zorro (aclaro que yo jamás he visto un zorro. Gatos sí que los he visto; incluso estoy a dispuesto a testificar si un juez me lo requiere).

Un joven pulcramente trajeado me preguntó qué se me ofrecía. Se lo dije. “Tiene que sacar turno” –me dijo con amabilidad.

Con el boletito en la mano aguardé al extorsionador.

A la media hora estábamos frente a frente. La cuenta resultó superior a la acordada, pero él me propuso dejarse extorsionar para que yo pudiera cubrir su extorsión.

–Pero yo no soy extorsionador –le dije un poco frustrado.

–No se preocupe por las palabras, son trampas de aire –sentenció mientras tamborileaba el borde de su escritorio con un lápiz– Si usted lo prefiere, llamémosle  “apoyo a la pequeña empresa”. ¿Le parece? Firme aquí y aquí y aquí y aquí.

Ahora me llama a todas horas y todos los días: insultos humillantes, amenazas terribles. La extorsión ha subido de tono: de cinco mil a treinta mil.

El extorsionador me ofrece una ayuda que no podré pagarle con nada. Me propone que lo extorsione para cancelar los treinta mil pesos. Firme aquí y aquí y aquí y aquí.

En este mundo de tanta maldad ya no se encuentra uno con personas decentes.

 

Mi madre y yo, justo antes de la guerra

29 de junio de 2013

 

viernes, 7 de junio de 2013

Lástima que seas ajena

Nada tiene de extraño que a la señora Peng Liyuan, la distinguida esposa del presidente chino Xi Jiuping, le gusten las telenovelas mexicanas y que haya cumplido su viejo sueño de conocer la meca de los melodramas que han embobado a las poblaciones de países como Turquía, Rusia, las naciones de la ex Yugoslavia, Bulgaria, los estados del Báltico y una cincuentena de países remotos y otros no tan distantes geográfica y culturalmente.
Tampoco  debe ser extraño que yo nunca haya visto una telenovela, que deteste a los mariachis, que cubra mis oídos cada vez que truenan los gritos desafinados de Vicente Fernández, que nunca haya comprado una artesanía mexicana, que no me gusten los chiles en nogada ni el mole poblano, que me den risa los vestidos guangochos en que se enfundan las mujeres que se disfrazan de indígenas, que me parezcan horrendos los bigotes de Frida Kahlo, que me desagraden los museos de antropología y más aún los murales de Siqueiros y Rivera, que me parezcan de nula calidad musical y letrista las canciones de José Alfredo Jiménez o que me ría del presuntuoso kitch de quienes adornan sus casas con cazuelas, brazadas de olotes, molcajetes, platones de talavera, zarapes, metates o manteles mazahuas.
Es cosa de gustos, creo yo.
Stalin y Beria –y con ellos toda la corte servil del zar rojo– veneraban a Pancho Villa y se reunían a ver las muchas películas que se habían filmado hasta un poco antes de la muerte de Koba el virolento. Los asistentes a la sala de cine del buró político entraban en éxtasis en la escena de Pancho Villa en Columbus, que la repetían hasta el agotamiento del pobre proyectista.   
En Turquía, durante la guerra entre laicos y fanáticos religiosos, las hostilidades cesaban durante una hora, pues unos y otros se apoltronaban frente al televisor para llorar por las penurias de Verónica Castro. Buena contribución de Mariana a la paz turca.
La música favorita del mariscal Tito era la ranchera, en los buenos tiempos de Miguel Aceves Mejía. Se formaron en los Balcanes muchos mariachis, con un éxito parecido al que ha tenido Juan Gabriel.
¿Y qué decir de la voz destemplada de Hugo Chávez cantando Lástima que seas ajena ante el júbilo de unos venezolanos desjuiciados que prefieren El rey a Alma llanera?
 Reconozco que Hugo Chávez cantaba mejor que Vicente Fernández, pero tampoco es extraño. Lo preocupante no es que Nicolás Maduro no cante, sino que prohíba que canten libremente sus opositores.

jueves, 6 de junio de 2013

Un joven historiador

El viejo profesor de historia vive en una casa del centro de la ciudad, a dos puertas del ayuntamiento, frente a la plaza principal.
Octogenario, camina ayudado por un bastón heredado de su padre, un republicano español muerto en Teruel, que a su vez lo había heredado de su abuelo; pero el bastón le sirve al viejo profesor más para medir el espacio de sus andares que para varear el tiempo de sus andadas.
Ya ni siquiera se asoma al balcón. Hace meses que los maestros de la Coordinadora tomaron la plaza y en ella viven y duermen, cocinan y defecan y escupen el lenguaje del estiércol.
He tenido la suerte de escuchar algunos de sus recuerdos, desde su llegada a la ciudad en mayo de 1937, siendo un chiquillo, hasta las polémicas sobre filosofía de la historia que sostenía con su maestra María Zambrano.
La última vez que lo visité en su biblioteca de sombras luminosas, el viejo profesor platicaba con un joven historiador, que fue a consultarlo sobre el tema de su tesis doctoral. Se le había ocurrido que podía ser sobre el antisemitismo.
 – ¿De qué época, lugar, estado? –preguntó el viejo profesor.
– No lo sé –dijo el joven historiador–, usted aconséjeme, tal vez algo muy general. ¿Por dónde empiezo?
 –Es fácil darle un consejo –aseguró el profesor–, pues si la tesis doctoral es algo muy general, puede aplicarse la regla que reza que por lo general hay que empezar por el principio. ¿Conoce usted la obra de Hannah Arendt?
– No, pero ya me la recomendaron –respondió al instante el joven historiador.
 – Pues bien –se animó el viejo profesor–, creo que por ahí puede empezar. Le recomiendo Los orígenes del totalitarismo y especialmente el libro de Escritos judíos.
Sin embargo –el viejo profesor agregó–, más tarde o más temprano deberá leer a Flavio Josefo, a Suetonio y al antisemita Tácito”.
El joven historiador tomaba nota de los nombres garabateándolos en una agenda conmemorativa de la Facultad de Historia de la Universidad.
– Perdone, maestro –preguntó el joven historiador–, ¿Favio se escribe con v chica o con b grande?
La paciencia del viejo profesor me pareció digna de la santidad: “Simplemente anote Josefo
– ¿Y con eso puedo empezar? –preguntó solícito el joven historiador.
– Para empezar, sí, sí, para empezar.
El joven historiador terminó de anotar, se incorporó, guardó la agenda en un morral de apariencia purépecha y se despidió.
Yo me ofrecí a acompañarlo a la salida. Casi al cerrar el portón, el joven historiador me preguntó: “¿Usted cómo la ve? ¿No se le hace que el maestro complica mucho las cosas?”
– No lo sé – respondí con amabilidad –, yo no soy historiador, pero le aseguro que si lee las obras que le recomendó el profesor usted viajará durante mucho tiempo y un inmenso mar de asombros le aguarda en el trayecto.
– No sé –el joven historiador turbó un poco la voz–. . . No tengo tiempo para viajar. . . me urge sentarme a escribir. . . yo creo que mejor voy a pensar en otro tema.

lunes, 3 de junio de 2013

Prohibido morir con cualquier pretexto

En nuestras oraciones debemos pedir no sólo una buena vida, sino una muerte fácil: Czesław Miłosz
    El personaje de El Ruletista del escritor rumano Mircea Cărtărescu se parece a alguien que conocemos; ese alguien camina como si nada junto a uno; las similitudes pueden variar dependiendo de los caprichos que la muerte tiene en exclusividad, pero el personaje vive cerca, tal vez en la esquina o en la casa del vecino, habita incluso dentro de uno como una masa compacta de tepetate con la que se puede apisonar el vacío.
    Hace cincuenta años, en el barrio, había un personaje sorprendente. Se llamaba José, el hijo del zapatero. Dedicó su vida a morir, sin éxito.
    Entre muchas aficiones temerarias, dos veces a la semana se ponía frente a la muerte: caminaba durante unas dos horas por la vía del tren; aguardaba acostado entre los ríeles, con los brazos cruzados sobre el pecho; escuchaba el ritmo in crescendo del rugido mortal; en cuanto el estruendo de la máquina lo ensordecía, se ponía de pie, extendía los brazos, sacaba el pecho (como hacen los toreros cuando avientan la muleta y retan al toro) y, con el monstruo a unos metros, le gritaba: ¡Aquí estoy!
    Unos centímetros, un segundo, un soplido de aire contenido y un salto lo regresaban a la vida.
    José no era lo que se llama un suicida. Amaba la vida. Era alegre, divertido, generoso. En el barrio era el conciliador de los pleitos entre pandillas. A los más pequeños nos enseñó a escalar cerros y montañas, a sentir el rumor del tiempo, a ver los colores del día y de la noche, a escuchar el murmullo del peligro.
    Durante veinte años fue bombero. Salvó muchas vidas. Buceaba sin equipo en las presas para rescatar a los ahogados.
    El cuerpo de bomberos decidió otorgarle una medalla a su heroísmo. El gobernador era el invitado de honor. Se fijó la fecha y se lo comunicaron. José asintió y bajó humildemente la cabeza. Sin embargo, no pudo asistir: una competencia de motociclismo en la que estaba inscrito no se la iba a perder por nada del mundo.
    Lo despidieron y tomó la decisión de morir por otros medios, sin éxito.
    A la muerte de su padre (no conoció a su madre), organizaba en el patio de su casa sesiones de ruleta rusa en las que él era empresario, taquillero y único actor. Su fama se extendió y al espectáculo acudían señoras y mujeres.
    (Hace cincuenta años la sociedad diferenciaba a las señoras de las mujeres. Un amiga que vivía en el centro de la ciudad recuerda que cuando era niña entraba corriendo a donde estaba su madre a decirle que en la puerta la buscaba una señora que vendía gelatinas. La madre la reprendía: dirás “una mujer”. “Señora, Yo”).
    José murió hace poco, a los setenta y cinco años. Tomó camino por la vía del tren. Se acostó plácidamente entre los rieles. Ante el mugido de la enorme máquina de carga, se puso de pie, extendió los brazos, exaltó su pecho huesudo, alzó todos los ojos al cielo y gritó: ¡Aquí estoy!
    Brincó justo a tiempo.
    Durante el salto que lo regresaba a la vida murió de un infarto.