En el barrio, aunque pobres, éramos monárquicos. Nadie en el barrio tenía una sola razón para explicar por qué preferíamos la monarquía a la república.
Pero no cualquier monarquía; de ninguna manera la de los Habsburgo, de triste memoria en nuestro país, pues en el barrio cantábamos Adiós Mamá Carlota, narices de pelota, con el debido respeto a don Vicente Riva Palacio y a la propia Carlota, que tuvo la buena suerte de sobrevivir al Imperio Austro-Húngaro sin que nadie le diera esa última noticia del Imperio.
En el barrio, a pesar de Franco y la Pasionaria, éramos monárquicos. Juan Carlos I de Borbón recuperó la corona perdida en la lejanía de la dictadura de Primo de Rivera y del democrático triunfo republicano de 1931. El rey Juan Carlos nos cayó bien, aunque en la escuela aprendimos que el poder tiene su origen en la voluntad popular y no en la divinidad, y menos en la sangre sospechosa de los Borbón, pues más adelante, gracias a los libros, nos enteramos de los enredos amorosos de Cristina de Borbón, la viuda de Fernando VII, al que los insurgentes de Hidalgo vitorearon en Dolores y durante el trágico recorrido independentista cuyo desenlace fue melodramático, pues se sabe de cierto que Hidalgo fue ejecutado tres o cuatro veces en Chihuahua.
Mi amigo Mateo Santiago justificaba a Isabel II de Borbón. Argumentaba que el rey consorte, Francisco de Asís, lo apodaban “Paquita” (las razones eran obvias), en una época en que a nadie le pasaba por la cabeza el derecho de preferencia sexual y menos el matrimonio entre personas del mismo sexo. En su época, sin embargo, Monseñor Brunelli, representante en España del siniestro Papa Pio IX, informó que la reina Isabel II era una ninfómana. Algunos escritores menos ásperos pero más agudos la llamaban “Mesalina”.
¿Y qué decir de la reina María Luisa de Parma, a la que Espronceda llamó “impura prostituta”? Si hasta el mismísimo Alfonso XII no fue hijo de su padre, pero a su favor debemos abonar la alta probabilidad de que sí haya sido padre de su hijo, Alfonso XIII, a quien las elecciones municipales de 1931 que votaron la República lo mandaron a paseo.
Creo que la nobleza española haría bien en considerar su pelaje aristocrático en la línea recta que les viene de Manuel Godoy y María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. En la confesión sacramental de María Luisa reconoce que ninguno de sus hijos lo era del rey, y por lo tanto no fue gratuito que Fernando VII repudiara a sus padres y, de modo corajudo, a Manuel Godoy.
Así pues, la monarquía a la que le teníamos aprecio en el barrio no era de los Habsburgo y menos de los Borbón.
El espíritu monárquico llegó al barrio una tarde calurosa de mayo. Un vagabundo (ya se sabe: desarrapado, sucio, de barba y cabellos de pelambre grisáceo) se instaló en la calle principal y durante el resto de su vida (más de veinte años) instaló su hogar en torno a un poste de concreto de la CFE. El vagabundo vio el enorme transformador y durante muchos años no le quitó la vista de encima.
El vagabundo hablaba poco, casi nada. Decía que el transformador era el tesoro de la reina de Inglaterra y que él había sido nombrado el Guardián de la reina, misión que debía cumplir escrupulosamente. Y así lo hizo, excepto pocas ocasiones en que las lluvias torrenciales lo obligaban a incumplir su muy alta dignidad y refugiarse en la casa de algún vecino que lo invitaba a pasar para protegerlo de los aguaceros.
Una vez que la tormenta amainaba, el Guardián de la reina tomaba sus zarrapastros y regresaba al poste a fijar su mirada en el tesoro de la reina.
Los vecinos le llevábamos comida, agua, refrescos, semas con nata fresca, acelgas enchiladas con costillitas de puerco, frijoles de la olla, caldo de res sin res, un dulce de leche de los que vendía el charro en una vitrinilla transparente donde también se veían gelatinas de varios colores. Al Guardián de la reina nunca le faltó que comer. Era nuestro vecino y en poco tiempo se volvió nuestro protegido, una especie de patrimonio cultural del barrio.
Un mediodía de varios años después de su llegada, se acercó al Guardián de la reina un vehículo de lujo. Entre tres hombretones lo sujetaron y lo subieron al coche. Un grupo de vecinas salió corriendo a defenderlo, pero no pudieron impedir el secuestro. Una dama elegante descendió del asiento trasero del vehículo y explicó que venían de Pachuca, que el vagabundo era de una buena familia de esa ciudad y que era un pariente muy cercano.
A los tres días regresó y no fueron menos de diez las ocasiones en que sus familiares vinieron por él. Pero siempre regresaba a cumplir el honor que le había sido concedido por la reina.
Cuando en el barrio nos enteramos de que Su Majestad Isabel II vendría a México en febrero de 1975, los vecinos se organizaron para viajar a Guanajuato para verla de cerca. El Guardián de la reina, invitado a presidir la comitiva del barrio, se negó a viajar, pues si la reina andaba cerca, no podía abandonar su misión monárquica, que era cuidar el tesoro del Reino. El viaje se llevó a cabo y la gente del barrio vio pasar a la reina en un carro descapotable. La saludaron ondeando banderitas inglesas y ella les correspondió con un saludo enguantado y una sonrisa impregnada de magia. Desde entonces, el monarquismo del barrio quedó instituido para siempre. Hace poco recordé, por mera asociación, las banderitas inglesas ondeadas por los vecinos leyendo el magnífico libro La bandera inglesa del escritor húngaro Imre Kertéz, quien hace unos días le dijo adiós a la escritura.
Muchos años más tarde, en un bar de la colonia Nochebuena de la ciudad de México, mi amigo Mateo Santiago me platicó que le platicaron que un comando armado se había llevado al Guardián de la reina. Según los rumores que fluyeron en el barrio, lo habían internado en el Fray Bernardino.
El tesoro de la reina se mantuvo durante un tiempo en su sitio, sin nadie que lo cuidara, con el grave riesgo de que la monarquía británica quedara en la indigencia. Menos de un año después, el transformador tronó. Chispas de fuego y sonidos chirriantes lo dejaron en los puros huesos. Durante un mes, el barrio vivió en la oscuridad.
Y aunque el transformador fue sustituido por uno nuevo y en las calles se hizo la luz, las sombras de la noche que bañaban las callejuelas no pudieron ser silenciadas. En el barrio nunca se admitió la impostura y los chiquillos tomaron como diversión revolucionaria el juego del tiro al blanco a aquellas luminarias insolentes.
El tesoro de la reina se perdió pero la dignidad monárquica del barrio quedó a salvo.
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