Hace muchos años los niños llegábamos a la escuela caminando. Eran otros tiempos. La ciudad estaba hecha a la medida de los pies. Ahora, en su mayoría, utiliza el transporte urbano, pero son miles los que tienen el dudoso privilegio de ser conducidos en coche hasta la mismísima puerta de la escuela.
Es muy cierto lo que dice el escritor alemán Heinrich Böll cuando recuerda su etapa escolar: “Tal vez no es en la escuela, sino en el camino de la escuela donde aprendemos la vida”.
En nuestro caso fue absolutamente cierto. En el camino se podía observar lo que ahora no se ve desde el camión y menos desde el coche. Desde el automóvil se ve sobre todo a los peatones correr para no ser arrollados por la turbamulta motorizada. Desde el camión se puede ver poco, letreros y gente, pues el traqueteo bizquea las miradas.
Para empezar, antes era más sencillo desviarse un poco, luego un poco más y otro más. Bastaban unos minutos para descubrir que el sendero conducía al campo, no a la escuela.
Como algunos de mis compañeros, yo también sufrí la escuela. En la escuela los profesores te pegaban, pero las peleas a mano limpia con los compañeros eran tal vez lo más instructivo del reclusorio escolar.
Mi amiga Mirjana opina que, peor que los golpes de los maestros de antes, son los citatorios actuales a los padres de familia. “Es muy humillante” –dice haciendo una mueca de disgusto, como si en ese preciso instante estuviera recordando una experiencia traumática. "Además –modula la voz y exhala un aire cálido de color malva–, ahora las peleas son entre profesores y alumnos o entre alumnas que se defienden de sus compañeros. . . y de sus lubrios maestros".
La educación básica (primaria y secundaria) la vivimos en el camino de la escuela. No es retórica ni implica la afirmación de que la calle es la escuela de la vida, pues en la calle también aprendimos a leer, hacer cuentas y trabajar.
En el camino se veía de todo: vendedores de chucherías, recaudadores municipales, muchachas y muchachos enjambrados de jaulas de pajarillos que se dirigían al mercado, talleres mecánicos, carteros en bicicleta con los pantalones remangados, chiquillos jugando al trompo o a las canicas, panaderos con el canasto de delicias en la cabeza, maloras que se vestían de rebeldes sin causa, señoras de rebozo y delantal, muchachas con sus vestidos de popelina, repartidores de leche en carretas tiradas por un percherón, arroyuelos que corrían sin timideces por las aceras luego del aguacero de la noche anterior, paredes de adobe por donde asomaban muy sonrientes los duraznos, las granadas, los higos, los perones, y una variedad inmensa de voces y personajes que han desaparecido por completo.
El camino de la escuela era, por decir lo menos, lo más feliz de una infancia feliz.
El camino de la escuela también era de regreso, sobre todo para los que no lográbamos ser admitidos en el turno matutino.
La grisura de la tarde le daba un toque de tristeza al día. Además, el camino de regreso de la escuela era distinto. Quiero decir que se podían ver escenas y personajes que no se parecían a los de la ida.
Recordé esos regresos leyendo un cuento de mineros del escritor ruso Arkadi Avérchenko. Los mineros, escribe, hundían sin cesar su alma desesperada en el vodka. Por el vodka habían nacido, por el vodka trabajaban y por el vodka destrozaban su cuerpo en la ingrata labor del minero. Se despedían de este mundo y partían a mejor vida con una botella entre las manos.
Los mineros salían del subsuelo y lo primero que hacían era comprar vodka. No eran capaces de llegar sobrios a sus casas. En el camino, les llegaba la urgencia de echarse un trago. “En todas partes se veía cuerpos esparcidos por la nieve”.
Así era el camino de regreso de la escuela. Adolescentes y jóvenes del barrio acomodaban la herramienta, se quitaban el overol y lo primero que hacían a la salida era comprar una botella de aguardiente.
Platicando de las tardes de regreso de la escuela, Mateo Santiago y yo hicimos memoria de los conocidos del barrio. Pocos sobrevivieron. En todas partes se veía cuerpos esparcidos en las banquetas, en el lodo, con la ropa en jirones, completamente ajenos a este mundo.
Como he dicho, en el camino de la escuela se aprendía más que en la escuela, incluidos los altos y los bajos fondos de la condición humana.
Pero no sé. Tal vez ahora ya no se aprenda ni en el camino de la escuela ni en la escuela.
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