Miguel de Cervantes
Ya ven, los nihilistas estamos ganando todas las batallas. La ciudad es nuestra. El Estado es nuestro. El prestigio es nuestro. Las condecoraciones son nuestras.
La clave del éxito es la clandestinidad.
Los nihilistas que nos precedieron, nuestros abuelos, se equivocaron en todo. El primer error fue llamarse a sí mismos “nihilistas” y permitir que el mundo los apodara de esa manera.
Nuestros padres, los anarquistas, cometieron el peor de los pecados: la ingenuidad.
El error estratégico de nihilistas y anarquistas fue la transparencia: se mostraron y vociferaron.
Nuestros antepasados tuvieron una virtud defectuosa: la sinceridad. Fueron estúpidamente sinceros. La alarma cundió por todas partes y una turbamulta de filósofos, poetas, moralistas y políticos se les echó encima. Los desprestigiaron, los persiguieron, los encarcelaron, los exterminaron.
¿A quién carajos se le ocurre proclamar la desaparición del Estado, las religiones, la Moral, la Familia, el Matrimonio, la Educación y el Dinero?
Sólo a un puñado de sentimentales.
Aprendimos la lección y ahora hemos encubierto nuestras ideas y propósitos dentro del Estado y el Derecho, de la Iglesia, la Familia y el Matrimonio. ¿El dinero? El dinero sólo se destruye con dinero.
Reconocemos –por favor, que nadie se entere– que somos anarquistas. Estamos en contra de cualquier límite; es decir, estamos a favor de la naturaleza humana.
Somos partidarios del Estado de Derecho y participamos con nuestras humildes propuestas en la aprobación de leyes. ¡Eso queremos! Muchas leyes, una taiga inmensa y profunda de árboles legales, de ramajes procesales, de rifirrafes constitucionales.
El derecho, la justicia, el arte y el intelecto son los recubrimientos que nos permiten actuar con decencia, dentro de la ley, siempre apegados a derecho.
Hemos descubierto que gracias a la ley emergen las tinieblas.
Nosotros somos los verdaderos representantes de las leyes no escritas de los dioses, dignos descendientes del incomprendido Creonte, pero nos conviene que fluya ese absurdo rumor de que debemos voltear a ver, a veces, a una tal Antígona, que no es otra cosa que una jamba de sacristía.
Nuestro enemigo número uno es el libre mercado; lo pregonamos a conveniencia y nunca a desavenencia.
Odiamos la competencia pero la tenemos como nuestra oración de cada día. En la ciudad deciden los dueños de la tierra y los permisos. Algunos tienen la tierra pero no los permisos y otros tienen los permisos pero no la tierra, lo que significa que no tienen nada.
Tenemos argumentos infalibles y acciones demoledoras.
Hemos hecho del libre mercado –esa bella idea de los liberales– una oportunidad para eliminar todas las barreras. Lo estamos logrando.
Hemos advocado el paraíso del crecimiento económico y la generación de empleos y las autoridades de la ciudad nos rinden pleitesía y hasta nos ofrendan elogios y honores.
Hemos construido donde nos conviene y al precio que nos resulta más rentable. Los periódicos nos aplauden, los gobernantes nos abrazan, la gente nos pide trabajo. ¿Los críticos? ¡Por favor! Su lema los delata: “donde pan se come, migajas caen”
Nada nos detiene. Los gritos de los ecologistas y las voces de los sensatos son arenillas insignificantes en el inmenso desierto.
Con inteligencia y astucia los hemos engañado a todos, no con moralinas de mentecatos y sensibleros que lamentan la contaminación del suelo, el aire y el agua, la tala de los cerros, la depredación de la vida urbana, la miseria de la vida rural, la inseguridad y la violencia y otras quejumbres propias de señoritingas provincianas.
Hemos engañado a los intelectuales, a los profesores universitarios, a los científicos y a los analistas que se desgañitan acusando al neoliberalismo de los males de la ciudad.
¡Bravo, duro contra los neoliberales! Los críticos del llamado neoliberalismo son patéticamente intonsos; no se han dado cuenta de que nos ayudan a desprestigiar aún más las ideas liberales.
No somos neoliberales por la muy sencilla razón de que no somos liberales. Nunca lo hemos sido: no creemos en los límites. Nos estorban.
Los liberales creen de corazón que la libertad de un individuo termina donde comienza la del otro. Los liberales se pasan la vida hablando de límites. Creen sincera pero ridículamente que los poderes sociales deben estar limitados. Ergo, ignoran la naturaleza del poder. ¡Pobres diablos! Nosotros no creemos ni aceptamos límite alguno, y somos tan liberales como podrían serlo Hitler y Stalin.
¿El derecho? Nos hemos aliado con el más rígido formalismo jurídico, pero sólo si nos sirve para restablecer un orden que no existe, pues la historia se reduce a una lección: las leyes, las reglas y la moral son pura apariencia.
Somos, si se nos permite precisar, anarcocapitalistas. Éste es nuestro nombre verdadero. ¡Que las masas de imbéciles sigan la pista falsa del neoliberalismo! Les estamos muy agradecidos por facilitarnos el trabajo.
Los argumentos son nuestros: crecimiento, vivienda, comercio, empleo, inversiones, filantropía. . . ¿Quién diablos se opone a estos grandes bienes?
Creamos riqueza, generamos muchos empleos. ¿Qué quieren? Si nos quieren limitar, entonces quédense con su pobreza ancestral. Que los pobres coman tierra y que hagan sopa de corteza de los huizaches. ¡Que salen a sus muertos y se los coman!
Los gobernantes argumentan y actúan a nuestro favor. ¡Pobrecillos, se ven chistosísimos corriendo detrás de los delincuentes y repartiendo despensas!
Exaltamos y financiamos los proyectos de emprendedores y nos unimos a los apoyos a los pequeños negocios y empresas; pero si se meten en nuestro territorio, los engullimos. Es por su bien y por la imagen de la ciudad.
Nos oponemos a que la ciudad se llene de tendajos y estropajosos. ¿Se imaginan una ciudad de fargallones, chiquilicuatres y judeznos? Hemos construido, con salones VIP, el edificio de la Cofradía de la media vuelta. Muchos de nosotros somos socios distinguidos del club. ¿Acaso prefieren que las calles de nuestra ciudad sean invadidas por julandrones, maturrangas y pajilleras?
Regalamos tierras y dosificamos las donaciones.
Le donamos un terrenito a la Universidad y dios vio que era bueno.
Le regalamos al gobierno una casa para la cultura y dios vio que era bueno.
Financiamos galerías y pagamos exposiciones de pintura y dios vio que era bueno.
Financiamos campañas políticas de todos los partidos y dios vio que era más bueno todavía.
Donamos dinero y alimentos a los asilos y orfanatorios y dios vio que era excelentemente bueno.
Expedimos un cheque de varias cifras al TELETÓN y otro a la Cruz Roja y dios vio que era excelsamente bueno. (Todas nuestras empresas constructoras recibieron, sin que lo pidiéramos, diplomas de empresas socialmente responsables).
Apoyamos los valores morales y religiosos y financiamos obras de caridad, y dios vio que era divinamente bueno.
La ciudad es nuestra y no admitimos que la cordura, la justicia, la moderación, la convivencia democrática y sandeces por el estilo entren en nuestro territorio. ¡Como si no supiéramos que los sensatos son animales salvajes enfermos de timidez!
Los peores delincuentes son nuestros, pues su actividad criminal iría derechito a la quiebra sin nuestras estructuras financieras.
Somos la forma más refinada del nihilismo. La anarquía es la fuente de donde mana la riqueza, el prestigio y el poder que nos hemos ganado sin ostentaciones.
Hemos aprendido que la destrucción de la ciudad sólo puede lograrse si nos apoderamos de su construcción.
Nuestras esposas se llaman Ifigenia y les concedemos el escrúpulo de una conciencia inmaculada. Sin embargo, un viaje a Las Vegas o un “shopping” en Park Avenue convierten la gravilla moral en polvo que se lleva el viento.