Cuando uno termina de leer Ética de urgencia de Fernando Savater se queda con la idea de que, más temprano que tarde, tendrá que volver a sus páginas, tanto porque las dudas originales (el internet, los medios de comunicación, la violencia, el desempleo, las redes sociales) apaciguan el temor que suele producir lo nuevo cuanto sube de tono el consenso no deliberado de que el mundo nunca había estado tal mal como ahora mismo. Algo anda mal con la memoria y algo va mal con la racionalidad. Si, como afirma el filósofo, el PowerPoint sustituye la argumentación y si las personas se configuran para expresarse en 140 caracteres (y se habitúan al dicterio o al insulto), no se ve que la comunicación humana sea previsiblemente más rica en matices. Savater no es de los que predican; invita a reflexionar sin glorificar el pasado, pues la falla de la memoria consiste en ignorar que, con todo, nunca antes estuvimos mejor que ahora. O, si se prefiere, menos peor.
El rifirrafe moral de la actualidad es el tema de Ética de urgencia, un libro de actualidad que no rinde culto a la actualidad. Savater suscribe de entrada su postura intelectual: “No es un libro que ofrezca soluciones, su propósito es explicar por qué es mejor protagonizar una vida deliberada y razonada que actuar de manera automática”.
Hace muchos años un poeta trágico me regaló El contenido de la felicidad y desde entonces he seguido de cerca las claves que Savater nos ofrece como pistas para la reflexión ética; el tono alegre de sus argumentos es la llave para entrar sin demasiado optimismo en las dudas que inevitablemente nos acompañan durante toda la vida. Otros –la mayoría, creo– empezaron con Ética para Amador, cuya continuación es precisamente Ética de urgencia. Una lección básica de las reflexiones éticas de Savater es la actitud que debemos asumir ante los problemas, dramas y tragedias de la existencia: no tomarse uno mismo tan en serio para tomar en serio a los otros: “mientras seamos humanos no podremos dejar de preguntarnos cómo debemos relacionarnos con los otros, porque somos humanos gracias a que otros humanos nos dan humanidad y nosotros se las devolvemos a ellos”.
Savater plantea preguntas y no apresura soluciones. A veinte años de Ética para Amador, de una serie de charlas con un grupo de jóvenes inquietos –a veces inquisitivos– surge un libro que agrega las preguntas que en veinte años se han encaramado sin permiso en la mesa de las preocupaciones generales: el internet y la realidad, el internet y los derechos, la intimidad, la ciencia y la robótica, el terrorismo y la violencia, las corridas de toros y los derechos de los animales, la crisis española. . . y, claro, los temas fundamentales de la existencia: la felicidad, la libertad, la belleza, la religión, Dios, la muerte, la democracia, el capitalismo. A los jóvenes les concede atención y respeto, pero no condesciende ante algunas verdades de sus verdades expresadas en blanco o negro: no hay democracia o ya no es un sistema válido, los representantes no nos representan, los políticos no escuchan, la justicia no es igual para todos, la culpa es el gobierno, no se puede hacer nada. . .
Savater hiende su mirada en un problema ético fundamental: la autocrítica. Algo de responsabilidad tenemos todos en los malestares e inconformismos de la época. La crítica es más eficaz si somos capaces de vernos autocríticamente y no como meras víctimas de los malandros de la política y la economía que se mueven libertinamente a ciencia y paciencia de los ciudadanos. La crisis, explica, es una responsabilidad compartida: “Toda crítica a los bancos y a los políticos que haga la ciudadanía tiene que empezar por un examen de conciencia antes de que se desatase la crisis”. La reflexión, creo, vale generalmente, como que en México el papel de víctima se ha convertido en una de las industrias más rentables.
Sus reflexiones son sencillas y por lo mismo a ellas entran sin solemnidad los clásicos del pensamiento filosófico, moral, antropológico, social y político de distintas épocas y lugares. A fin de cuentas, Nicómacos y Amadores han existido y existirán siempre.
Savater no escabulle el bulto de la complejidad humana: “la buena convivencia –expresa– está hecha de transacciones: el lubricante de las relaciones sociales es la capacidad de escuchar y ceder”. No le teme a las palabras. Cuenta que en los tiempos en que estaba amenazado por el terrorismo vasco, una señora se le acercó y le dijo: “Ya sé que no es usted creyente, pero yo rezo mucho por usted”. Savater contestó con amable inteligencia: “Señora, siga rezando por mí, porque yo no creo en Dios, pero como todo buen español creo en las recomendaciones, así que, por si acaso, siga recomendándome”.
En alguna parte leí que cuando George Steiner leyó la obra completa de George Orwell, la describió como un lugar para la renovación de la imaginación moral. Creo que algo semejante puede decirse de la obra intelectual de Savater.
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