Recibí una atenta invitación para asistir al informe de actividades de los servicios de salud. Por más que uno diga misa, no niego que me sentí importante.
Llegué a la secretaría de salud, como me lo indicaron, media hora antes de la programada para el inicio del informe.
Apenas cruzaba el portal que me separaba de la nada callejera a la dignidad existencial, tres guardias me interceptaron: identificación oficial, preguntas policiales, miradas de sospecha, nuevas preguntas, registro obligado con hora de llegada, oficina a la que me dirigía, personaje al que visitaba, asunto, etcétera.
– Oiga –dije con voz envuelta en falso terciopelo–, es un espacio público.
– Es la política de la Secretaría –respondió secamente el que parecía el jefe de los guardias.
– Pero ¿sabe usted qué es la política? –pregunté con fingido candor.
– ¡No sea grosero! –me respondió indignado el que parecía el jefe de los guardias.
Las sospechas de los guardias aumentaron cuando tracé un garabato como firma. Me separaron y me esculcaron de pies a cabeza. Afortunadamente pasé el examen, yo que he reprobado todas las certificaciones de calidad.
Caminé hasta el fondo del edificio de la secretaría de salud y sin problemas llegué a la entrada del pequeño auditorio, donde tendría lugar el informe.
Seis o siete muchachas a las que llaman edecanes formaron un frente común para cerrarme el paso, cada cual con su libro de registro.
– ¿De dónde viene?
– De mi casa –respondí sin agregar nada que adornara la sencilla verdad.
Parece que la respuesta no era la correcta y la muchacha repitió la pregunta:
– Disculpe, ¿de dónde viene?
– De mi casa –volví a decir.
– Sí, sí, sí, muy bien, pero ¿de dónde viene? –la muchacha replicó con un atisbo de impaciencia.
– Señorita –dije en un tono menos suave–, ya le dije que vengo de mi casa. Se lo juro, no vengo de ninguna otra parte. ¿Por qué iba yo a mentirle diciendo que vengo de donde no vengo?
– De acuerdo, de acuerdo, todo está muy claro –salió al quite otra muchacha que se veía más inteligente–, entendemos que viene de su casa, pero lo que le estamos preguntando es de dónde viene.
– Pues vengo de mi casa. . .
– Entiendo, entiendo, pero lo que queremos saber. . .
En esas estábamos cuando una persona importante que estaba dentro volteó su rostro amable hacia la entrada como hacemos todos cuando estamos dentro y de vez en cuando torcemos los ojos para entrever a quienes traspasan la aduana sombría que separa el fuera y el dentro.
La persona importante hizo un saludo con su brazo izquierdo y las muchachas a las que llaman edecanes interpretaron que el saludo era para mí. Fue entonces cuando pude entrar al honorable recinto.
Casi veinte minutos después arribó el secretario de salud. Su entrada parecía la de un torero que entra al ruedo saludando mecánicamente, pero sin una pisca de sonrisa. Se dirigió al podio de autoridades. Entrado en carnes, con los rojos enrojecidos y una papada que ondulaba como gelatina de jerez, sus ojos pespunteaban el tejido de la expectación y su pies de roca taladraban el desfiladero de su entrada.
El presentador oficial dijo el nombre del secretario de salud, pero no lo recuerdo.
El informe fue muy bueno: datos incuestionables, resultados inobjetables, logros sin precedentes, avances sorprendentes. Aplaudí con gusto.
Lo mejor fue el cierre del informe. El secretario de salud dijo textualmente: “Los muertos no me dejarán mentir”.
La verdad es la verdad y no otra cosa y me gusta la verdad desprovista de remilgos.
No recuerdo haber aplaudido tanto ni con un entusiasmo a punto de la histeria, ni siquiera cuando mi amigo Mateo Santiago le mentó la madre al profesor de derecho laboral.
Ahora mi problema es investigar de dónde vengo. Porque si es falso que vengo de donde vengo, ¿de dónde digo que vengo dentro de un año cuando me pregunten de dónde vengo?
Inocencio,
ResponderEliminarme gusta mucho como escribes. Se disfruta mucho contigo los temas a traves de la lectura.