miércoles, 18 de mayo de 2011

De qué muere la gente


Escribe Claudio Magris que nacer es más terrible, más violento y más absurdo que morir. ¿Quién lo puede saber? Tal vez los muertos lo sepan pero no tenemos testimonio fiable de esa experiencia. Como sea, el acto creativo es doloroso; lo fue la explosión del Bing Bang y lo sigue siendo un parto; lo ha sido siempre la génesis de una hecatombe y la creación solitaria de un poema escrito hace dos mil años ante una vela tímida que parpadea hasta que se apaga. Crear duele y por eso vivir tiene sentido.


La gente nace y en el curso de la existencia aprende la costumbre de morir. No es lo mismo, sin embargo, tener conciencia de la muerte que la presencia de ella. El tiempo y las circunstancias hacen la diferencia: no es igual tener veinte años que ochenta ni es lo mismo vivir en una ciudad apacible que en otra donde las esquirlas cruzan de una acera a otra o provienen de un callejón tenebroso donde las luces fugaces e intermitentes de la metralla rasgan el silencio y las balas vuelan libres y caprichosas, haciendo trizas el azar, crepitando la indiferencia con que uno camina vestido de desparpajo, iluminado por la textura invisible del retraimiento.


Tienen culpa los que nacen y la tienen los que causan el nacimiento. Esto es más cierto ahora que antes. Traer un hijo al mundo ha adquirido sentidos y tonos diferentes. La gente ve el mundo y se retrae; ahora se la piensa; analiza y discute con el marido o el amante; tiene conciencia de que el mundo está convertido en un tiradero de fierro oxidado, que la lluvia es ácido mortal, que las aguas de los ríos son lixiviados venenosos, que la inseguridad y la violencia enseñorean su crueldad a diestro y siniestro; sabe de la pederastia y el tráfico de menores, del desempleo y de esto y lo otro.


Hace unos días, en el elevador de un hotel de la ciudad de México, le comenté a una guapa muuchacha embarazada: “Es una maravilla ver una mujer embarazada”. Ella me respondió al instante: “Para que veáis que, a pesar de todo, todavía confiamos en vosotros”. Era, como se oye, una muchacha española. El “vosotros” es “ustedes los hombres”, pero también puede interpretarse como reproche a la estupidez globalizada.


Algunas madres sienten culpa de haber traído al mundo a uno o a sus hijos. El enunciado anterior es políticamente correcto pero es inexacto: la culpa la llegamos a sentir todos, madres y padres, según las circunstancias. Hay épocas especialmente propicias para la culpa de hacer nacer: violencia extrema, miseria, guerra, calamidad, pertenencia cultural. En alguna parte de uno de sus libros (creo que Dossier K) el escritor húngaro-judío Imre Kertész (Premio Nobel de Literatura 2002) escribe sobre la culpa del judío de procrear en un mundo hostil que los persigue, los destierra y los mete en hornos crematorios. Muchos se consuelan apelando a la voluntad de Dios, pero este consuelo, una cobardía, apenas sirve para no reconocer, con Montaigne, que el recién nacido ya tiene edad suficiente para morir. El mismo Kertész escribió uno de los libros más tristes y bellos sobre la muerte: la muerte de lo que nace o no nació. El libro es Kaddish por el hijo no nacido. En realidad es una oración que llora por el niño que no nació en él. Kertész, que estuvo en un campo nazi de exterminio, soñaba que Auschwitz era la imagen misma de su padre. El fantasma de Kafka. Ya el católico Georges Bernanos, tan genuinamente católico que no perdía el tiempo en rezos, lamentaba la muerte del niño que fue.


Nacer, además de terrible y violento como apunta el escritor italiano, es un hecho culposo. No siempre ha sido así o tal vez la gente antigua no alcanzaba a intuir siquiera que una culpa escondida en algún rincón de su memoria profunda obedecía a la costumbre de ser parte del nacimiento de otro. Dar vida es un gozo y una pena al mismo tiempo. Como sea, con el dolor a cuestas –del que hace nacer y del que nace–, vivir es la más sorprendente y milagrosa de las maravillas, una experiencia que nos ha sido dada accidentalmente a una minoría selecta azarosamente. Se nace por accidente y ya después poco se sabe sobre el acto de morir. El tema es recurrente en el escritor húngaro Sándor Márai: una cosa es la muerte y otra muy distinta es el acto de morir.


De Márai (1900-1989) acaban de publicarse en español sus Diarios 1984-1989. Son notas que va escribiendo sobre la muerte, la de su mujer que se fue desgranando hasta quedar reducida a un olote oxidado, la de sus hermanos y amigos, la suya propia, el proceso de putrefacción que Márai vivió de los 84 a los 89, unos días antes de darse un tiro. El libro me conmovió hasta el llanto.


Cada uno de sus últimos días Márai pensó en su muerte, pero el tormento de morir no fue de ningún modo un pensamiento sencillo. Anota el 11 de abril de 1984: “Quietud si pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir”. Fallecida su esposa con la que convivió más de sesenta años, Márai dispuso su triste existencia en torno a la agonía. Él, enemigo mortal de las armas, compró una. Incluso tomó lecciones de tiro: aprender a matar-se.


En el camino de sus notas garabatea breves reflexiones sobre el momento: planear para los siguientes cinco segundos. Lee poco: Voltaire, poesía húngara (la lengua es la verdadera patria, repite), Don Quijote (dice que es la novela más hermosa de la literatura universal). Márai descubre la bella fatalidad de morir sano: “Ha de ser bonito morir sano”, apunta. Pero la realidad que tuvo que padecer los últimos meses modificaron esa convicción: fue víctima de la costosa industria del dolor, de la vejez y de la agonía. A los médicos los llama perreros con título. Descubre que todo es mentira: “lo que los curas, los médicos y la gente de toda clase masculla sobre la muerte. La realidad de la muerte es asquerosa”. Cuando Márai siente cerca la muerte huele su pestilente aliento. Sin embargo, a veces se consuela con un verso: “Tal vez no sea gran cosa la muerte”. El viejo escritor ironiza: “Es posible. Acaso el poeta estaba en lo cierto, teniendo en cuenta que todo el mundo ha pasado por ello y nadie ha presentado una queja a posteriori”.


Humor fúnebre el de Márai que se va diluyendo como si estuviera metido en un tambo de ácido. Lee a Spinoza: “Todo está en Dios. Y Dios está en todo. Sin embargo, Dios no puede ser el Dios de las religiones”. Las religiones institucionalizan la muerte y al hacerlo la deforman, la desfiguran, la convierten en un espectáculo plañidero y la disponen para que el comercio de la agonía y de la muerte se enriquezca como ninguno otro: “El robo descarado ejercido por la medicina y sus compañías es asqueroso”. Los curas, agrego yo, bien que contribuyen a que esa industria sea hoy tan floreciente como el comercio de drogas o el consumo de comida chatarra. Todavía tiene Márai el humor de ironizar sobre la comida chatarra: una tarde va a comer a un restaurante de comida china. Los chinos, piensa, ya tienen bombas atómicas, pero aún no han sido capaces de inventar el cuchillo y el tenedor.


El 15 de enero los Diarios 1984-1989 tienen el siguiente apunte: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”.


Se suicidó el 21 de febrero de 1989. Ante la muerte del otro uno sólo piensa tonterías. Yo pensé: “ya no se enteró Márai de la caída del Muro de Berlín”. Sin embargo, pensé también en las últimas palabras que le dijo su esposa: “Ten cuidado de no mezclarte con mala gente”.


Sabemos, al menos desde Montaigne, que morimos no porque estemos enfermos sino porque estamos vivos. Esta verdad elemental no nos permite, sin embargo, comprender la muerte ni el acto de morir, y menos nos sirve de consuelo cuando enfrentamos esa abstracción a la que llamamos muerte o el recuerdo de aquella tarde de diciembre cuando una bala lanzada desde la oscuridad rozó los cabellos sueltos de tu cabeza. La muerte ronda en redondo; llega cuando se le da la gana y no llega cunando debiera. Eso debiera producirnos una profunda alegría: “Estoy vivo. ¡Viva la vida!”.


En su Autobiografía, Bertrand Russell, el más importante filósofo desde Kant según afirma el sabio Karl Popper, anota: “He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por una horas de este gozo”. Eso mismo lo suscribe cualquiera que tenga entre sus manos la esplendorosa oportunidad de unas horas de ese inmenso gozo.


La vida es una fiesta porque es breve y porque cada vez los invitados son otros. La muerte es un misterio y no se ve en el horizonte científico nada que lo desvele. El propio Einstein abogaba por mantener en su lugar los grandes misterios de la vida. Era un hombre sabio: el conocimiento racional es escaso y por eso debemos cuidarlo como el mayor tesoro de la humanidad. Es penoso que la gente actual se desfigure y se des-configure: le tienen demasiado miedo a morir. Ha de ser porque le tienen miedo a la vida. A los 87 años, la mujer de Sándor Márai era una mujer hermosísima, más aún que en sus distintas juventudes.


Las parejas de hoy ya no quieren hijos. “Salen muy caros”, dicen. Pero no es la carestía material de la vida sino el exceso de expectativas que el consumo ha impuesto como deberes sacramentales, uno de los cuales es mantener a una persona con vida al costo que sea, económico y moral. Antes la gente se moría con dignidad, en su casa y en paz. La industria de la muerte ha transformado esa costumbre; el mercado de la agonía ha abierto un abanico de posibilidades de vegetación. El negocio de la agonía es cruel pero la muerte es un negocio en sí mismo.


El día que Márai esparció las cenizas de su mujer en el mar de San Diego, California, una vez que el representante de la empresa fúnebre se despidió del escritor, le comentó en tono amable y servicial: “Esperamos que haya quedado satisfecho. Vuelva pronto”.



miércoles, 4 de mayo de 2011

Coleccionista de fisuras



Las opiniones contundentes son muy apreciadas. Algunas son torpes y groseras, otras son ingeniosas y unas pocas rallan en la genialidad. Nos gustan las frases breves, redondas, punzocortantes. Se han escrito cuentos extraordinarios de una sola línea. Los textos largos y el bla bla bla suelen ser tediosos, periféricos, ambiguos y hasta pueden producir sordera. Entre menos palabras, mejor, se dice con rotundidad. Lo bueno, si breve, doblemente bueno, se repite como verdad incuestionable. El gusto por la brevedad lo heredamos del lenguaje, no de la realidad; pero tal vez sea más correcto decir que la lengua latina tuvo en la sentencia la fórmula ideal para atrapar la realidad en unas pocas palabras. “Muchas noticias en pocas palabras”, se decía con inicua vanidad periodística.


En la vida cotidiana sucede lo mismo y lo contrario al mismo tiempo. Por un lado le pedimos al hablante que sea breve y concreto, que no le dé vueltas a un asunto que es o parece sencillo. Por el otro, le pedimos al hablante del país de Laconia que se explique, que amplíe con palabras su parquedad. Creo que todos nos hemos topado en la calle con alguien al que saludamos y eso basta para que nos cuente la historia de su vida. También nos hemos dado encontronazos con los cortantes monosílabos que te dejan sin habla, sopapos que enmudecen.


Todo depende, desde luego, de las personas que hablan y del momento en que lo hacen. No es lo mismo un amigo que un enemigo y tampoco lo es una amante que una esposa. A los amantes les sobran promesas y a los esposos les faltan sobremesas. En el primer caso la vida de los novios es exuberante y en el segundo las sombras de la muerte envuelven el silencio de cónyuges agobiados de sí mismos. La generalización no es justa: hay matrimonios vitales y hay amantes que se matan; he visto cónyuges amorosos y amantes que se sacan los ojos y se rasgan los ojales. “Hay palabras que duelen como una mordedura”, dice un poema húngaro; palabras densas como el cianuro.


Ya se habrá dado cuenta el lector de que le estoy dando vueltas al asunto y no entro en materia. Es el Cantinflas que llevo dentro. Georges Steiner preguntaría, con razón, ¿Qué quieres decir en sentido literal? Puntuemos:


1. No es lo mismo pensar, hablar y escribir. En el habla hay también diferencias: obvias unas, sutiles las otras. El poeta José Emilio Pacheco dice que no es lo mismo platicar que charlar o conversar. Tiene razón: la gente de antes (se) platicaba mucho: “Platícame” o “Déjame platicarte” eran expresiones que anunciaban el arribo de anécdotas que el oyente adornaba con un arqueo de cejas, una boca que se abría sorprendida, una mano que se cubría los labios para contener el asombro, una exclamación onomatopéyica. Hoy es común escuchar entre los jóvenes “¡Guau”!


2. Charlar es otra cosa y tiene sus diferencias de fondo con conversar y dialogar. Entre charlar y conversar la diferencia es sutil pero profunda. Por definición, la charla es desparpajada. La solemnidad y la seriedad no están invitadas al banquete. El abuso puede rallar en charlatanería. Sin embargo, es más exacto decir que el charlador puede degenerar en parlanchín, pues el uso del vocablo charlatán se ha extendido hasta emparentar con la farsa y el farsante. Si el lector quiere un ejemplo a la mano, léase El maestro de almas de la escritora rusa Irène Némirovky, una novela que narra la farsa arribista de un emigrado que, nacido en las profundidades del hambre, la humillación y el sentimiento de inferioridad, busca, mediante la fama y el reconocimiento, resarcirse de un pasado marginal. El personaje aprovecha la ignorancia de las damas burguesas del París de entreguerras que pagan lo que sea con tal de curar su incurable manía de sufrir dolencias imaginarias. Eran tiempos en que el psicoanálisis estaba de moda y de muda. La novela de Némirovsky no es buena, pero un par de personajes está bien logrado. Irène, escritora judía acusada de antisemita, murió en un campo de exterminio nazi en 1942, por judía y no por antisemita.


3. Un parlanchín no es necesariamente un charlatán y un charlatán no es necesariamente un parlanchín. Dos parlanchines se oyen como una tambora sinaloense y más de dos parlanchines parece la cámara de diputados. En cambio, un charlatán pasa por un loco y más de dos charlatanes fundan una nueva escuela terapéutica.


4. Conversar es un desparpajo con control de calidad; es la intercalación de pocas voces, un coro de dos o tres amigos (y no más de cinco); la armonía y el ritmo pausan el divertimento, las opiniones se engarzan y se pulen sin previa intención de acuerdo. El fin de la conversación no es el acuerdo sino el placer de opinar y escuchar. Conversar no es lo mismo que dialogar. La diferencia está en las reglas (mínimas en el primer caso, suficientes y claras en el segundo) y en el objetivo: el diálogo se propone resolver un conflicto o atemperar una diferencia, la conversación no. El diálogo es un remedio eficacísimo cuando las diferencias chocan y sacan chispas. Se inventó hace dos mil quinientos años. Fue el título con el que Platón envolvió el método de Sócrates para llegar a la verdad. Algunos Diálogos de Platón son una delicia intelectual, pero en su mayoría son insulsos, sobre todo porque Platón tenía la pésima costumbre de reunir a Sócrates con unos interlocutores de bajo nivel y algunos francamente bobos. Además, es natural que Sócrates envejeciera y que su mayéutica degenerara en dogmática. En nuestro tiempo, el Sócrates de La República sería un cofrade de sacristía. Prefiero creer que el que envejeció fue Platón y que hizo decir barbaridades a su maestro, al maestro de la humanidad.


La perífrasis me ganó otra vez. Dejemos las veredas y volvamos al camino. Además, los acólitos de Platón ya andan en campaña política ofreciendo la salvación del país y la felicidad del pueblo. Dejemos el diálogo para el conflicto y para los amantes rijosos. Acéptese que dialogar es el medio par excellence que tiene una democracia para evitar la guerra.


5. Es inútil abrir el diccionario para encontrar las diferencias entre platicar, charlar, conversar y dialogar. La experiencia es más útil. En la calle o con los amigos el Verbo se hace carne; al encarnarse, corre el riesgo del sobrepeso y la obesidad. Como el Estado Clínico ha entrado a la vida privada e incluso se ha metido debajo de la piel de la intimidad –ya no hay tiempo para avisarle que su visita no es bienvenida–, mejor pensemos en prevenirnos de las prevenciones, no sea que un día de estos la Organización Mundial de la Salud dictamine que hablar en exceso produce daños a la propia salud y a la de los oyentes, a quienes se llamaría “parlantes pasivos”. Tal vez la gente apacible aplaudiría una norma que prohibiera el habla espamentera en los lugares públicos para no dañar la salud de aquellos que cuando comen no conocen o de los que sólo hablan con la mirada. Imagino que, de aprobarse la norma, un grupo de amigos tendría que conversar con susurros vigilados por cámaras auditivas. Como se ve, entré en vericuetos y aún no doy inicio al tema.


6. La sabiduría de nuestros mayores insistía en que había que pensar antes de hablar. Un poeta polaco va más lejos: hay que pensar antes de pensar. El poeta ignora que esta práctica es antiquísima. Antes de pensar la gente meditaba o hacía oración, formas de pensar antes de pensar. La fe de nuestros mayores nos aconsejaba, antes de ir a un examen escolar, encomendarnos al Espíritu Santo. Sin embargo, no es lo mismo meditar que pensar y el meditabundo no necesariamente medita o piensa. Algunos meditabundos son como los personajes de una historia de Isaak Bábel: “agobiados de la pastosa tristeza de los recuerdos”. En ojos cerrados no entra el sol y en mentes en blanco no entran los recuerdos. Pero este es otro tema; es el tema de la culpa y el perdón. Mejor retomemos el buen camino. Los últimos días de Bábel son de un dolor que aún no tiene nombre.


7. Somos herederos de la paráfrasis tanto como de la perífrasis, así del aforismo perfecto como del aforo imperfecto. El pensador francés Clément Rosset escribe en su Tratado de la idiotez que la lengua latina no es la lengua de la disolución y de la hinchazón, sino más bien de la concisión y la sobriedad. Y, sin embargo, el latín es una lengua grandilocuente, y eso en virtud de su concisión misma: condenada a resumir, no puede dejar de caricaturizar, de encerrar la multiplicidad de lo real en fórmulas necesariamente sumarias, aproximadas y convencionales. Somos herederos de las frases lapidarias. Lo curioso es que las frases que uno ve en las lápidas no son diferentes unas de otras. Sería una actividad intelectualmente divertida pasear entre tumbas y descubrir epitafios geniales. Muchos han ideado el suyo. Llegado el momento, nadie lo recuerda ni quiere recordarlo. En la mayoría de las ocasiones son las funerarias las que ofrecen un catálogo de frases hechas que pueden resumirse en una: “Te recordaremos siempre”. Hace poco, en un pueblo del desierto norteño, entré al panteón y caminé entre las tumbas. No lo hice como homenaje en el día del centenario del nacimiento de E. M. Cioran, uno de los más geniales escritores de aforismos, sino para ver si en la aridez y el polvo se podía encontrar un epitafio diferente. Nada. El insoportable calor quemaba pero no iluminaba. Recordé, a falta de otro mejor, el epitafio de la tumba de Groucho Marx: “Disculpen que no me levante”. También el de un amigo que admiraba al emperador romano Julio César: “Vine, viví y me morí”. Andar entre tumbas es un gozo cuando se siente la intensidad de la vida. La muerte no es cruel sino el acto de morir. Sándor Márai escribe en sus Diarios sobre la crueldad que los humanos le damos a la muerte. Cuenta de un rey etrusco que ataba a los presos a cadáveres, cara a cara, y los dejaba así hasta que el vivo se pudría junto al muerto. En fin, a nada conducen estas atrocidades. El tema es otro.


8. Somos fanáticos de la sentencia, del adagio, del aforismo. Los refranes son oraciones breves y sustanciosas; con ellos explicamos un hecho o juzgamos a una persona; con un dicho nos consolamos o nos reímos; con un refrán comprimimos la complejidad de lo real.


Lo anterior no quita que seamos legítimos herederos de un lenguaje vasto y rico en matices, modulaciones, inflexiones, intensidades e intenciones. Hemos depredado esa herencia. El habla común ha quedado reducida a menos de sesenta palabras. El asunto sería irrelevante si no fuera porque, como lamenta Steiner, ahí donde una lengua, por pequeña que sea, se extingue, se extinguen también muchos mundos, trozos enormes de humanidad. Veamos si podemos dejar los escarceos cantinflescos.


9. Los escritores de todos los tamaños son adictos a las entrevistas. Se entiende que quieran saber el tema o preguntas de la entrevista. Que un micrófono no te agarre desprevenido es parte de la legítima defensa. Algunos grandes escritores revisan antes las preguntas y los hay quienes las escriben; es decir, se auto entrevistan. El caso de Vladímir Nabókov es particularmente provocador: arrasa con todo y contra todos; no tiene el genio de Karl Krauss o el de Borges, pero Nabókov responde la que a mi juicio es la mejor crítica que se ha hecho al psicoanálisis.


Entrevistador: “¿Lo han psicoanalizado alguna vez?”
Nabókov: “¿Me han qué?”
Entrevistador: “Si lo han sometido a un examen psicoanalítico”
Nabókov: “¿Por qué, Dios mío?”


La contundencia irónica de Nabókov no es una buena forma de concluir un artículo que, hasta esta línea, no va a ninguna parte, acaso porque tiene todos los frentes abiertos. Se impone una confesión: soy coleccionista de fisuras. Sé que los escritores conciben un libro y luego piensan en el título. Es probable que un escritor tenga primero un buen título y luego piense en el contenido del libro. Muchas veces es el editor el que sugiere o impone el nombre. Lo cierto es que hay títulos de libros que valen oro.


10. Hace poco, leyendo La nieve roja de escritor ruso Sigismund Krzyzanowki, me encontré con excelentes títulos (el de este articulito lo tomé prestado de él). En 1930 publicó un ensayo breve llamado La poética del título. Es un escritor digno de estar entre los grandes del siglo de plata de la literatura rusa, aunque es casi desconocido. Joseph Brodski decía que la gran literatura rusa había concluido con Vasili Grossman; en realidad sería más exacto decir que concluyó con Brodski. Después de Marca de agua, ¿qué escritor se atrevería a escribir sobre Venecia? ¿Dónde encontrar ensayos literarios sobre Mandelstam, Ajmátova, Tsvietávieva y Platónov mejores que los suyos? El atajo es interesante pero se aparta mucho del camino. La libertad es un puñado de fisuras y atajos. Mejor termino.


11. El epígrafe es un arte de marcas de agua en los libros. Los hay tan buenos que incluso son superiores al libro. No es el caso de la historia de las drogas de Richard Davenport-Hines (La búsqueda del olvido). Uno de los epígrafes es una cita de Carl Jung:



“Toda adicción es mala, ya sea la droga, el alcohol, la morfina o el idealismo”.


En fin, me he perdido y no hallo cómo salir al claro. Si una veredilla me atrae, la sigo al instante; en los caminos del bosque, en un tronco bordeado de misteriosas figuras o en una piedra herida de tiempo, hay fisuras por donde escurre el clima. En sus oquedades se oyen murmullos suaves y cadenciosos, encantamientos que vienen de más allá del país de Babia.


2. Entre escritores, ya se sabe, se dan hasta con la cubeta: la envidia elevada a la genialidad literaria. En Las armas y las letras el escritor español Andrés Trapiello recuerda que Unamuno llamaba tonto al escritor Salvador de Madariaga. La vez que alguien defendió a Madariaga exaltando que hablaba cinco idiomas, Unamuno respondió: “Más a mi favor: es un tonto en cinco idiomas”.


domingo, 1 de mayo de 2011

La tía Julia y los piqueteros

Un grupo de intelectuales argentinos protestó, desde principios de marzo, contra el hecho de que Mario Vargas Llosa inaugurara la feria del libro de Buenos Aires y exigió que se vetara su presencia. La presidenta Cristina Fernández pidió que se retirara la carta de protesta, pero nada se hizo para garantizar la apertura y el discurso inaugural, el pasado miércoles, como estaba previsto.
Vargas Llosa leyó, en otra parte de la ciudad, su discurso: “Defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos, el precioso fuego que la atiza, mantiene y renueva". De la ira ideológica de los intelectuales argentinos por la presencia de Vargas Llosa en Buenos Aires, Fernando Savater, también en la feria y también repudiado, hizo la mejor de las críticas: reírse de los intelectuales argentinos.
La inauguración oficial de la feria del libro fue un acto político. En otra parte Vargas Llosa habló de los libros: son “como árboles de un bosque encantado, se animan al abrirlos. Basta que celebremos con sus páginas esa operación mágica que es la lectura para que la vida estalle en ellos".
El escritor llamó a los indignados con su presencia “piqueteros intelectuales”. Antes, un pequeño grupo de piqueteros cortó el tráfico frente a su hotel y exigió su salida del país. El escritor declaró: "Les vi desde la ventana. No eran muchos, pero hacían mucho ruido. Gritaban contra mí”.
Pero ¿qué son los “piqueteros”?
Los piqueteros son grupos pequeños de manifestantes que defienden lo mismo a los Hunos que a los Hotros. Tal como los conocemos, nacieron a la vida pública hace poco. Surgen cuando el gasto público deja de alimentar la demagogia. Se puede decir que son hijos del populismo político que durante la década de 1970 gastaba a manos llenas (con cargo a la deuda pública y a la inflación). Suelen ser utilizados por grupos de poder y en muchos casos obedecen a intereses de partido o ideológicos. Actúan en el linde difuso de la legalidad y es común que, en nombre de la libertad de expresión, violen normas elementales de tránsito en las grandes ciudades. Su presencia callejera, aunque de pocos, es ruidosa y altera la normalidad de la vida urbana. Los piqueteros son virulentos y groseros, pero saben calcular y medir el grado de afectación para ser eficaces sin llegar al delito grave, aunque el riesgo late en cada paso. Sus causas son todas y ninguna: un día acarrean a veinte mujeres indígenas exigiendo justicia y el siguiente encabezan a otros veinte que piden drenaje y alumbrado; una semana gritan frente a la sede del gobierno la liberación de un preso y a la siguiente acusan al neoliberalismo de causar la pobreza; en la mañana son luchadores sociales y en la tarde son sólo sociales (opíparamente sociales).
En Misiones, en el norte de Argentina, el calor es un sofoco del infierno. Pues a Misiones fue a dar, gracias a la exigencia de un pequeño grupo de piqueteros que se plantó en el cruce de la 9 de julio y la avenida de Mayo, un cargamento de calentadores. El populismo argentino no es muy distinto del nuestro. Los piqueteros son capaces de exigir bloques de hielo para los pobres de la Patagonia o demandar camiones de arena para el desierto. Los piqueteros mexicanos encabezan marchas de comerciantes ambulantes y de barrios. Se autonombran activistas o luchadores sociales. Los hay genuinos y desinteresados, pero abundan los que se ganan la vida defendiendo a los pobres. Entre los piqueteros, algunos se han hecho millonarios.
Pero ¿por qué se llaman piqueteros?
Proviene de los vocablos latinos “picus”, pájaro, y “pica”, urraca. De ellos se derivaron muchos: picar, picadero, piquetero, repicar, ¿pícaro?, picante, picoso, picota, picones (celos). Dar picones significa propiciar celos (¿Todavía se utiliza? ¿Hay celos en las relaciones “free” de los jóvenes?). También se derivan piquera (en México, cantina o pulquería de mala muerte), pique (ir a pique o estar en pique con alguien), piqueta (zapapico), piquete (herida leve o grupo pequeño de soldados), picado (una prenda picada por la polilla, un rostro picado de viruela o un borracho a medios chiles que la quiere seguir), picapleitos (litigante de barandilla), picador (carterista o señor gordo montado en un caballo percherón que hunde una garrocha en el lomo de un toro, momento aprovechado para saciar la sed del hígado), picaflor (donjuán picado de barros que tontea con varias muchachas sin tomar en serio a ninguna), etcétera.
Un grupo de piqueteros intelectuales argentinos, pues, le hizo ruido a Vargas Llosa e impidió su presencia en el acto oficial de inauguración de la feria del libro. Se entiende que el peruano no sea bien visto en Argentina: en La tía Julia y el escribidor un personaje dice que la proverbial hombría de los porteños es un mito, pues casi todos practican la homosexualidad, y que de tanto cabecear pelotas de fútbol, se habían alterado los genes nacionales, lo que explicaba la abundancia de oligofrénicos.
Es de risa. No sé qué ocurriría si Vargas Llosa escribiera una novela en la que los machos de Jalisco tuvieran prácticas homosexuales vestidos de mariachis, y luego fuera el invitado de honor a la feria del libro de Guadalajara. La mochería de Jalisco es tan famosa como el tequila, pero es más temible la intolerancia de los compas (así se llaman entre ellos los piqueteros en México), que rechiflaría la presencia de Vargas Llosa.
En una nota de Clarín del pasado domingo, firmada por Pablo Calvo, un librero de la calle Corrientes afirma que, gracias a los piqueteros, los libros de Vargas Llosa aumentaron sus ventas en un cuarenta por ciento.
Piqueteros hay en todas partes. En México son legiones. Muchos de ellos son universitarios, escritores, diputados. Los piqueteros de todas partes se parecen: bandean entre ideologías de baratillo y mercenarismo.
Como sea, la mejor respuesta la ha dado, por enésima vez, Fernando Savater: reírse de los piqueteros intelectuales de Buenos Aires.