A Ricardo Cayuela
Del PRI lo sabemos todo, del PAN sabemos lo suficiente y del PRD esperamos saber algo más de lo que ya sabemos. Dicho sin matices, el PRI es el único partido congruente en este país: su clase política es lo que fue y no se ve otra en el horizonte cercano. Si acaso –cosas de la edad–, sufre algunos achaques de moralismo antiliberal. Dicho con un matiz significativo, el PRI no es el mismo pero los priístas no son distintos de sí mismos. El viejo régimen patrimonialista y corporativo ha sobrevivido, pero el monopolio se ha partido en tres.
El PAN es el partido más incongruente de la política mexicana: la clase gobernante y el partido le han dado la espalda a su pasado democrático. El PAN es, sin exageración, el peor engaño que se ha infringido a una ciudadanía que el año 2000 lo paseó en hombros por todas las calles y plazas del país. En poco tiempo Vicente Fox desgarró las esperanzas democráticas de sesenta años de brega de eternidades. Ni Fox ni el PAN ni nadie tuvo conciencia de que el 2000 era crucial y que era el momento de negociar un viraje histórico fundamental.
(Recuerdo, a propósito del PAN, al senador Gerardo Buganza –periodo 2000-2006–, veracruzano, joven, perrucho. Una tarde le pregunté por qué había decidido entrar a la política. Me explicó: su padre era un empresario como cualquier otro: tozudo, luchón, honrado; las crisis económicas lo habían llevado a la ruina, la última de las cuales, la que provocó el error de diciembre atribuido al presidente Ernesto Zedillo, lo dejó en la bancarrota y endeudado de por vida. Fue por entonces cuando Buganza tomó la decisión de inscribirse en el PAN y dar la batalla por un México democrático y económicamente estable. Luego fue diputado federal; más tarde peleó la interna por la candidatura al gobierno de Veracruz y la perdió con un ex priísta; encorajinado, se sumó, desde un partidillo, a restarle votos a la oposición y a favor del candidato del PRI. Ahora es el secretario general de gobierno –del PRI. Sigue siendo joven y ya es un próspero empresario. No me extrañaría que en unos años sea, en un segundo intento, candidato al gobierno del estado, pero ahora por el partido que, según sus palabras, causó la ruina económica y moral de su padre).
¿Qué pasó? Tal vez responda lo que miles en este país exclaman sin pudicia: “¡Yo siempre he sido priísta!”.
Por eso creo, no obstante las muchas reticencias que nos producen los métodos antidemocráticos del PRD, que ha llegado la hora de la izquierda. Pero ¿de cuál izquierda?; ¿qué significa hoy ser de izquierda? Isaiah Berlin se preguntaba en su lecho mortal: ¿dónde están las ideas políticas de la izquierda? Y de verdad, ¿dónde están?
El PRD no representa a toda la izquierda mexicana, sobre todo porque su discurso democrático se ve contradicho por sus prácticas antidemocráticas. El problema del PRD es que ven la democracia como un simple medio, un requisito formal (o burgués); carecen de cultura política, de principios y valores como fines en sí mismos; la democracia no podían haberla aprendido en los manuales socialistas ni en el asambleísmo universitario o sindical. Es un partido de abstracciones; su grandilocuencia verbal luce pero no ilustra. Con todo, ha sido un contrapeso político de gran utilidad.
La ausencia de democracia interna en el PRD no es una perversión escriturada a su nombre. En el PRI no hay debate y tampoco competencia que cumpla principios y reglas procesales. En el PAN la discusión se ha debilitado y las alianzas pactadas con el PRD han sido decisiones de un grupo de consejeros demasiado plegado al presidente Calderón antes que a la opinión crítica de sus militantes.
Si un sentido tiene decir que es la hora de la izquierda mexicana sólo puede ser porque, dentro o fuera del PRD, asumamos, al parejo de un proyecto de país que tenga en la justicia social el motor de los programas públicos, compromisos claros y contundentes con la crítica, la autocrítica y los principios e instituciones democráticas. Creo que de ello depende que una amplia gama de ciudadanos se sume con entusiasmo a deshacer los nudos que han hecho de este país un círculo de vicios repetidos.
Los liberales somos mayoría en el país, pero las minorías radicales de un extremo y otro gritan más fuerte. En un extremo, se mantiene la superchería teocrática de que el poder público procede de Dios; en el otro, el Pueblo es el dios omniscio y omnímodo. En ambos extremos la política es vista como una actividad derivada.
En el PRI ha desaparecido su vieja concepción nacionalista y revolucionaria. Pero así como los panistas se parecen cada vez más a los priístas, en el reverso de la medalla los priístas se parecen cada vez más a los panistas. Unos y otros se semejan hasta en la imagen de señoritos acicalados, más dignos de un cortejo monárquico que de servidores de la República. La visión empresarial de la política los cerca y los acerca; el PRI ha perdido el ideal de servicio público y el PAN, que históricamente fue un partido de ciudadanos libres, ahora gobierna como si los ciudadanos fueran clientes cautivos: cifras, porcentajes, estadísticas, ganancias, pérdidas y reparto de utilidades. La mafia de cuello blanco, pues.
En ambos partidos predomina el empresarialismo como ideología política: la cosificación del ciudadano. En un magnífico ensayo (Corriere della Sera, 22 de diciembre de 1999) el escritor italiano Claudio Magris se refiere al tema con la agudeza que lo caracteriza. Escribe que cada dos por tres los políticos advocan la palabra “mercado” como si fuera un ábrete sésamo. Es cierto, el mercado es el sistema menos malo que conocemos en lo que se refiere a las actividades económicas, pero no todo es economía. El lenguaje económico es la hegemonía que ha entrado, sin discusión crítica, a las universidades, a los hospitales, a los centros de investigación científica; el país entero se ha convertido en una empresa. Frente al discurso psico-pedagógico-sociologizante de la izquierda, el empresarialismo certifica la calidad de una institución educativa o de un organismo político como si fueran fábricas que producen tuercas o excusados (¿o los producen?); los estudiantes ya no son evaluados con calificaciones o notas: ahora pagan “créditos”. Pero una familia no es una sociedad anónima; si bien es cierto que una pareja de amantes tiene que procurarse el sustento para vivir, pues en caso contrario se moriría y ya no haría el amor, también es cierto que Tristán e Isolda no se escribe Tristán & Isolda. Definirlo todo como una empresa es una sandez, lo mismo que imponer a los estudiantes el pago de créditos y llamarlos “clientes”, pues en el comercio el cliente siempre tiene la razón mientras que en la escuela y en la política la razón es del que realmente la tiene. Esta tétrica visión de una existencia controlada y aritmetizada en cada uno de los gestos pone en relación al totalitarismo asambleario (en el que todo, desde el sexo hasta la política, tenía que obedecer a las reglas y a la mística del grupo) con el totalitarismo economicista, en el que todo debe ser inmediatamente productivo. El ensayo de Magris es de hace doce años. Las cosas han venido a peor.
El otro malestar de la cultura política mexicana es el de las víctimas. Un estudiante es evaluado por el número de créditos que paga, no por lo que realmente sabe. Una vez cubiertos, ese mismo estudiante se convertirá en un acreedor de por vida del Estado. El malestar es tan viejo como nuestra historia independiente. Ya el doctor José María Luis Mora advertía que la empleomanía pública era uno de los peores vicios del nuevo país. Y como escribe Magris, en un país de acreedores, lo único que queda es la bancarrota.
No hay en los partidos discusión interna ni debate crítico sobre la rueda del poder que, detenida en el mismo punto, gira y gira sin moverse de lugar, atascada en el mismo lodo oxidado de mentiras y cinismos. En México se tiene pavor a la crítica. En los partidos, el crítico es indisciplinado; el que protesta por la violación de reglas internas es tachado de insolente y, en ocasiones, de traidor; las ideas políticas no provienen de la reflexión crítica sino de una maquiladora; los líderes pastorean a los militantes y en tal actividad cerril fundan su éxito y su futuro; la argumentación y el genio crítico han cedido su lugar al insulto grosero; los militantes oyen, callan y obedecen; los gobernantes piden a los medios de comunicación una crítica constructiva, que no es otra cosa que pedir un elogio refinado; la falta de debate es, en fin, el dique que impide la competencia y la consolidación de la conciencia democrática.
Se confunden confrontación y enfrentamiento. La rueda sigue girando y salpica lodo. La esperanza política devuelta a los ciudadanos el año 2000 ha devenido en anti política, que es el peor de los escenarios.
Cuando digo que el péndulo político se mueve a la izquierda es sólo el deseo de que algo se mueva. El objetivo común es la recuperación de los principios liberales y socialistas de nuestra tradición política, pero la modernidad es la democracia o no es modernidad. ¿Qué hacer para consolidarla? No queremos, como un personaje de Platónov, buscar la tumba de Rosa Luxemburgo; menos queremos acabar, como Makar, en el manicomio; tampoco podemos, como escribió Enrique Krauze, esperar con los brazos cruzados la siguiente explosión del agravio insatisfecho.
Ante la probable victoria del PRI en la elección presidencial del año 2012, la frase más repetida ya es: “¡Yo siempre he sido priísta!”. El cinismo reinante es una pésima señal. Mejor reflexionemos en un entendimiento político y social que oriente el rumbo y acuerde los medios para consolidar la democracia y un estado de derecho y de justicia.
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