miércoles, 30 de marzo de 2011

Yo todavía lloro

Porque el amor es tan fuerte como la muerte: El Cantar de los Cantares

La muerte tiene cuerpo pero no tiene nombre propio: simplemente es la muerte. Piedras que yacen en una banqueta, a media calle; cuerpos inertes que unos segundos antes caminaban, pensaban, sentían, soñaban; ropa enrojecida de odio, laberinto de complicidades inexpugnables. El ejecutado yace en la soledad total, sin sombras de arbustos deshojados ni cónclaves de curiosos entumecidos. Nos hemos familiarizado tanto con los muertos que la muerte es una mera representación: es la muerte de otros, no la parte final de la vida propia. Pero la muerte no es simple. Por eso es una desgracia humana que, siendo parte de la vida, la violencia le haya robado su fulgor negruzco y trágico. La violencia criminal, sin embargo, no es la única causa de que la muerte haya sido expulsada del pensamiento, la reflexión y la charla. Hablar de la muerte –de la propia, se entiende– es de mal gusto, una vulgaridad, un tabú, como antes lo era hablar de sexo. En el lado contrario, el culto a la muerte acumula miles de adeptos. La secta de la Santa Muerte es la que más fieles ha afiliado en los últimos años. Es la santa patrona de personas que viven la vida con muchos riesgos: camioneros, delincuentes, policías, pajilleras, intelectuales. Aunque algunos escritores relacionan el culto a la muerte con tradiciones milenarias, es una tontería concluir que las tradiciones mexicanas y las de muchas partes del mundo se parezcan a la adoración a la Santa Muerte o a esa necrofilia oficial de algunos gobernantes que rinden homenajes públicos a los huesos de los héroes o al paseo mundial de restos y reliquias de santos. La tradición de muertos existe en casi todas las culturas del mundo. Paradójicamente, en aquellos lugares donde hablar de la muerte se ha convertido en un poderoso tabú, es donde más miedo se le tiene, sobre todo en la intimidad de la almohada que entromete sus demonios en la nostalgia del futuro del que quiere dormir profundamente. Si algún sentido tiene pensar y hablar de la muerte es el amor a la vida; la conciencia de finitud es la conciencia de estar vivos, el enorme privilegio de ser, vivir y existir. Hablamos de los muertos –de nuestros muertos– para que sigan vivos y porque estamos vivos. Sabemos que el verdadero enigma no es la muerte sino el sufrimiento. “La tumba es un lecho muy confortable –dice un personaje de Isaac B. Singer–, y si los hombres lo supieran, no tendrían tanto miedo”. Nacer es un accidente maravilloso y cada quien es responsable de que su vida sea una sombra enrejada o una fiesta desparpajada de risa y llanto entrelazados. Si la infancia era un himno a la vida lo era muy especialmente porque los bosques, los ríos, los estanques, los cerros, las cuevas y las piedras no eran marcas registradas. Eran de nosotros, los excursionistas, y de los vagabundos, de las plantas, de los animalillos. Esto último me lo recordó el escritor lituano-polaco Czeslaw Milosz cuando hace memoria de que en su infancia nadie se preocupaba de saber a quién pertenecía el bosque y la naturaleza. La sensación de fragilidad del niño frente a la inmensidad natural es, según mi recuerdo, el más refinado y humilde agradecimiento a la vida, sabiendo que una víbora de cascabel merodeaba cerca, que un resbalón por una estrechísima vereda te podía lanzar al abismo, que un pedrusco no invitado a la fiesta podía caer velocísimo y partirte la cabeza. En una de esas excursiones infantiles a una montaña de la sierra michoacana, nos acompañó el hijo del jarciero; era su primera trepada a Los Azufres. Cuando llegamos a lo alto, lo vi llorar. El milagro se había consumado. Muchos años después, murió aplastado en el terremoto de la ciudad de México de 1985, y recordé entonces sus lagrimillas infantiles desprovistas de tiempo y muerte en lo alto de la montaña boscosa. Hace poco leí Adiós a todo eso, la biografía del escritor inglés Robert Graves (la traducción de Sergio Pitol es excepcionalmente buena) sobre la acción de escalar. Nosotros no éramos alpinistas, pero supe de lo que Graves habla cuando dice que al escalar uno tiene que soportar todo el peso del cuerpo en un par de dedos y de lo agradable que es estar a solas con un grupo elegido de personas en las que se puede confiar por completo. Es cierto que la muerte airea su macabro aroma y por eso uno toma conciencia de las maravillas de la vida. En la noche oscura, escuchando el lenguaje misterioso de los árboles, nos tirábamos boca arriba a contemplar la luna. Sólo ahora, a los 58, el amor a la luna ha regresado con su fuerza redentora. La luna de marzo ha sido la más cercana y hermosa que he visto. Creo que fue en un libro de Chaim Grade (el mejor escritor polaco de todos los tiempos; escribió en yiddish y recientemente fue traducido al inglés) donde leí sobre las tradiciones de muertos en Vilnia, Lituania. Con su paganismo rociado de amor a la naturaleza, los campesinos rendían culto a sus muertos exactamente igual a como se hace en México (o se hacía, pues ya quedó dicho que el Día de Muertos se ha convertido en una multitud desprovista de significados vitales y que ahora los pedagógicos padres de familia evitan hablar de la muerte delante de los niños, no sea que sufran traumas que luego ameriten una terapia de por vida). El respeto a la muerte era una muestra de gratitud a la vida. Chaim Grade describe los rituales, pero sobre todo da cuenta de los sentimientos, de esa humildad propia de quienes, al saberse frágiles y finitos, aman el momento tanto como el escalador ama a quien le puede salvar la vida. En noviembre pasado sostuve un intercambio epistolar con Jean Meyer. Me reprochó una exageración: dije que el llanto estaba en extinción, que ya no se llora; dije que ahora la gente contrata terapias para llorar y reír y que muy pronto se requerirán fórceps para la risa y goteros de cebollina lacrimal. Al final de su bella carta, Meyer me confesó: “yo todavía lloro”.

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