A Enrique Krauze
Parece normal que aquellos que sufrieron los horrores de una dictadura aprecien con un talante más comprensivo al régimen democrático. Y digo “parece” porque en algunas naciones que padecieron la tiranía no ha muerto la añoranza por los viejos (y “mejores”) tiempos.
El tiempo, que es olvido, pone en marcha la maquinaria del más perverso de sus juegos, casi siempre a favor de la barbarie: niega los hechos y exculpa a los tiranos.
Una vez que un pueblo se libera de la pesadilla totalitaria, el desahogo jubilar obnubila y posterga la reflexión objetiva; con los años, la memoria matiza y dramatiza, cubre y descubre a la vez; más tarde, cuando el hecho histórico es convertido en un objeto de moda, la gente olvida sin olvidar (o hace como que olvida): a fin de cuentas –se dice con parsimonia– la vida sigue, hay que dejar atrás el pasado, ver hacia delante; después, cada vez que alguien atiza las brasas de la memoria, mucha gente hace gestos y determina que el pasado es pasado, que no es sano recordarlo, sea porque avergüenza o porque se busca, casi siempre con buena intención, resguardar a las nuevas generaciones de las atrocidades cometidas por los abuelos; al final, el tiempo ofrece un proyecto de sentencia absolutoria que remueve la tierra y vuelve a sembrar las semillas del mal. Se generaliza entonces la creencia de que el terror de hace cincuenta o cien años es un mito; pero entonces el verdadero mito ha florecido: la negación de lo real.
No es lo mismo olvidar el pasado que trascenderlo. La memoria es un deber con la humanidad pero no cualquier tipo de memoria. El deber de la memoria fue para Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, una carga y una liberación; sufrió la andanada de versiones que negaban la existencia del Holocausto o que falseaban, sobre todo mediante el cine y los reportajes televisivos, la realidad del nazismo. Levi conservó hasta el final el miedo a la barbarie totalitaria. Y para él el deber de la memoria era el deber de la razón. En una entrevista al periódico italiano Stampa Sera en 1975, explica: “Creer en la razón quiere decir creer en la propia razón, no quiere decir que la razón gobierne al mundo y ni siquiera que gobierne al hombre. Haber presenciado el naufragio de la razón, y aquí aludo no sólo al nazismo sino también a nuestro fascismo, no debe y no puede llevar a una rendición. Diría Calamandrei que para nuestra generación no hay permiso. Tampoco para la razón hay permiso, no puede tomar vacaciones. Por mi parte, desconfío de todas las ausencias de la razón. Por eso considero saludables todos los oficios que ejercitan la razón y el mío es uno de ellos”.
La reflexión de Levi es aleccionadora: las distracciones de la razón son las fisuras por donde se cuelan las justificaciones de los más espeluznantes horrores humanos, de las más sangrientas dictaduras. La lección puede resumirse en el título de la entrevista: “La razón no puede tomar vacaciones”. Cuando la razón se ausenta, la estupidez se encarga de adornar la tragedia con una corona de laureles. El tiempo, que es olvido, ha cerrado el más perverso de sus juegos con un desenlace monstruoso: lo que ocurrió no ocurrió. Es un mito.
En estos días, en Rusia, está en marcha un hecho increíble: Yevgeny Dzhugashvivli, nieto de José Stalin, ha demandado al periódico Novaya Gazeta por publicar que el dictador soviético ordenó la ejecución de varios nacionales. El periódico muestra documentos en los que aparece la firma de Stalin ordenando el asesinato de algunos “enemigos del pueblo”. De inmediato el nieto de Stalin interpuso una demanda contra el periódico por la difamación de su abuelo. Pero el problema no lo representa el nieto (lo podríamos juzgar como un loco estridente en busca de notoriedad), sino los sectores de la sociedad rusa que añoran “los buenos tiempos” de Stalin. Estamos, en palabras de Tzvetan Todorov, ante un efecto tardío de melancolía post totalitaria. El día de la declaración preliminar de Yevgeny Dzhugashvivli, una pequeña muchedumbre se congregó frente al palacio de justicia de Moscú para defender a José Stalin. “Bajo Stalin nuestro país era respetado; en esos días éramos respetados y temidos por otros”, declaró el líder de la muchedumbre. El tiempo, que es olvido, remacha su perverso juego con una jugarreta tragicómica: ¿condenará el Tribunal ruso al periódico Novaya Gazeta a indemnizar al nieto de Stalin por difamación y daño moral?
Hace uno año, en la cumbre del cerro de El Gallego, en la Alta Tarahumara, teniendo delante el inmenso y hermoso valle de Urique, pregunté al escritor ruso Vitali Shentalinski sobre la aceptación que había tenido en su país la trilogía sobre los archivos literarios de la KGB, publicada durante la década de 1990. Los viejos, dijo, no quieren saber; argumentan que hay que cerrar ese capítulo, enrejarlo en el archivo muerto de la historia nacional; arguyen que nada se gana con machacar el recuerdo de un hecho lejano. Los jóvenes, agrega, no se interesan por el tema; consideran que es asunto de otros tiempos y de otra gente; no quieren saber, no les interesa; sólo importa el presente. . . El traductor de literatura rusa Jorge Bustamante me platicó que en una librería de Moscú se puso a observar las reacciones de la gente frente a los libros de Vitali: indiferencia. Algunas personas veían los libros, tomaban alguno, leían el texto de la contraportada, y luego lo regresaban al altero donde se exhibían. La trilogía de Shentalinski sobre los archivos secretos de la KGB descubrió obras maestras de la literatura rusa que habían sido confiscadas por el régimen de Stalin: Bábel, Mandelstam, Bulgákov, Platónov, Gorki, Ajmátova. . . Gracias a Vitali la humanidad conoció una obra maestra como Corazón de perro de Mijaíl Bulgákov y la correspondencia de aquellos escritores que fueron encarcelados o asesinados por disentir. Uno de esos disidentes fue llevado preso por tener una risa contrarrevolucionaria.
El tiempo, que es olvido, tiene excepciones notables. La escritora inglesa Doris Lessing recuerda, en una conferencia de 1985 publicada en Las cárceles elegidas, que en una visita a la Unión Soviética, en plena censura literaria, un grupo de escritores le explicaba que en su país ya no había necesidad de la censura, pues en ellos ya se había formado una “censura interna”, la que veían como una etapa avanzada del socialismo. Tal vez sufrían lo que Orwell denominó doublethink. “Pero –sigue Lessing– hay una minoría que no lo hace (la minoría que atiza las brasas de la memoria) y me parece que nuestro futuro, el futuro de todos, depende de esta minoría”. Esa minoría es la que no le concede vacaciones a la razón.
Todorov escribe que la democracia es bella cuando la comparamos con una dictadura. Abandonada a sí misma, a sus imperfecciones, la democracia ya no es tan bella; más bien es fea, desgarbada; es ruidosa, ineficaz, precaria. Pero todas las democracias son precarias. Sus defectos son notorios, y el hecho de ser visibles es un mérito inexistente en un régimen autoritario o tiránico. Otros defectos, quizá los peores, suelen estar ocultos, y por eso los historiadores y los críticos son imprescindibles: saben que la memoria es un deber y que la razón no tiene vacaciones. Todorov no deja de ver los defectos de las democracias occidentales pero no concede ningún beneficio a la dictadura. Escribe en El hombre desplazado que la sociedad occidental está libre de los peores defectos que caracterizaban al país totalitario donde creció. Creo que un gobierno democrático no tiene derecho a mirarse en el espejo del totalitarismo; si se contempla en el espejo de sus propios vicios, la democracia no posee los encantos que los ingenuos o los analfabetos políticos predican. Pero la democracia es la única forma de gobierno y de convivencia que nos permite ver sus defectos, criticarlos y alertar contra la conformidad de quienes expresan que el mundo es así y que no hay nada que hacer. Porque el tiempo, que es olvido, puede lanzar su carta debajo de la manga y espetar su cinismo: la memoria y la razón son estorbos y hay que mandarlas de vacaciones.
El siglo XX nos interroga. Es –sigue siendo– nuestro siglo. Los vándalos que salieron a la calle el pasado 2 de octubre a conmemorar la matanza de Tlatelolco son una muestra patente de que en México la memoria ha fracasado. Los líderes del movimiento del 68 han contribuido poco a la comprensión objetiva de ese hecho terrible y en algunos casos han convertido el suceso en un victimismo políticamente rentable, en odio de usufructo partidista. El resultado es que el 2 de octubre se ha olvidado. No vivimos las condiciones de hace cuarenta años y es improbable que una masacre de esa naturaleza se repita en nuestros días, pero el peligro autoritario tampoco toma vacaciones; late en el uso político del resentimiento, en la ideologización de la historia, en el lenguaje oscuro de los académicos, en las arengas justicieras.
El deber de la memoria no es un deber ciego, mudo o torpe. Tan peligrosa es la desmemoria como la memoria distorsionada. En cambio, la memoria objetiva es el verdadero signo de la civilización, base de la conciencia democrática. En una charla con el escritor Philip Roth en octubre de 1986, Primo Levi dice que pensar fue un factor de supervivencia en Auschwitz. No vivimos en un Lager pero no me parece desmesurado formular una paráfrasis: pensar es un factor que nos puede salvar del decaimiento político, del retroceso democrático. También entre nosotros sobrevive poderosa la nostalgia autoritaria. Son muchos los que creen que estábamos mejor cuando estábamos peor. Hay que recordarles que a la precaria democracia mexicana ya podemos verla, criticarla, reformarla. La memoria es aliada de la democracia, sobre todo cuando, como diría Octavio Paz, el pasado se trasciende de un modo creador.
Parece normal que aquellos que sufrieron los horrores de una dictadura aprecien con un talante más comprensivo al régimen democrático. Y digo “parece” porque en algunas naciones que padecieron la tiranía no ha muerto la añoranza por los viejos (y “mejores”) tiempos.
El tiempo, que es olvido, pone en marcha la maquinaria del más perverso de sus juegos, casi siempre a favor de la barbarie: niega los hechos y exculpa a los tiranos.
Una vez que un pueblo se libera de la pesadilla totalitaria, el desahogo jubilar obnubila y posterga la reflexión objetiva; con los años, la memoria matiza y dramatiza, cubre y descubre a la vez; más tarde, cuando el hecho histórico es convertido en un objeto de moda, la gente olvida sin olvidar (o hace como que olvida): a fin de cuentas –se dice con parsimonia– la vida sigue, hay que dejar atrás el pasado, ver hacia delante; después, cada vez que alguien atiza las brasas de la memoria, mucha gente hace gestos y determina que el pasado es pasado, que no es sano recordarlo, sea porque avergüenza o porque se busca, casi siempre con buena intención, resguardar a las nuevas generaciones de las atrocidades cometidas por los abuelos; al final, el tiempo ofrece un proyecto de sentencia absolutoria que remueve la tierra y vuelve a sembrar las semillas del mal. Se generaliza entonces la creencia de que el terror de hace cincuenta o cien años es un mito; pero entonces el verdadero mito ha florecido: la negación de lo real.
No es lo mismo olvidar el pasado que trascenderlo. La memoria es un deber con la humanidad pero no cualquier tipo de memoria. El deber de la memoria fue para Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, una carga y una liberación; sufrió la andanada de versiones que negaban la existencia del Holocausto o que falseaban, sobre todo mediante el cine y los reportajes televisivos, la realidad del nazismo. Levi conservó hasta el final el miedo a la barbarie totalitaria. Y para él el deber de la memoria era el deber de la razón. En una entrevista al periódico italiano Stampa Sera en 1975, explica: “Creer en la razón quiere decir creer en la propia razón, no quiere decir que la razón gobierne al mundo y ni siquiera que gobierne al hombre. Haber presenciado el naufragio de la razón, y aquí aludo no sólo al nazismo sino también a nuestro fascismo, no debe y no puede llevar a una rendición. Diría Calamandrei que para nuestra generación no hay permiso. Tampoco para la razón hay permiso, no puede tomar vacaciones. Por mi parte, desconfío de todas las ausencias de la razón. Por eso considero saludables todos los oficios que ejercitan la razón y el mío es uno de ellos”.
La reflexión de Levi es aleccionadora: las distracciones de la razón son las fisuras por donde se cuelan las justificaciones de los más espeluznantes horrores humanos, de las más sangrientas dictaduras. La lección puede resumirse en el título de la entrevista: “La razón no puede tomar vacaciones”. Cuando la razón se ausenta, la estupidez se encarga de adornar la tragedia con una corona de laureles. El tiempo, que es olvido, ha cerrado el más perverso de sus juegos con un desenlace monstruoso: lo que ocurrió no ocurrió. Es un mito.
En estos días, en Rusia, está en marcha un hecho increíble: Yevgeny Dzhugashvivli, nieto de José Stalin, ha demandado al periódico Novaya Gazeta por publicar que el dictador soviético ordenó la ejecución de varios nacionales. El periódico muestra documentos en los que aparece la firma de Stalin ordenando el asesinato de algunos “enemigos del pueblo”. De inmediato el nieto de Stalin interpuso una demanda contra el periódico por la difamación de su abuelo. Pero el problema no lo representa el nieto (lo podríamos juzgar como un loco estridente en busca de notoriedad), sino los sectores de la sociedad rusa que añoran “los buenos tiempos” de Stalin. Estamos, en palabras de Tzvetan Todorov, ante un efecto tardío de melancolía post totalitaria. El día de la declaración preliminar de Yevgeny Dzhugashvivli, una pequeña muchedumbre se congregó frente al palacio de justicia de Moscú para defender a José Stalin. “Bajo Stalin nuestro país era respetado; en esos días éramos respetados y temidos por otros”, declaró el líder de la muchedumbre. El tiempo, que es olvido, remacha su perverso juego con una jugarreta tragicómica: ¿condenará el Tribunal ruso al periódico Novaya Gazeta a indemnizar al nieto de Stalin por difamación y daño moral?
Hace uno año, en la cumbre del cerro de El Gallego, en la Alta Tarahumara, teniendo delante el inmenso y hermoso valle de Urique, pregunté al escritor ruso Vitali Shentalinski sobre la aceptación que había tenido en su país la trilogía sobre los archivos literarios de la KGB, publicada durante la década de 1990. Los viejos, dijo, no quieren saber; argumentan que hay que cerrar ese capítulo, enrejarlo en el archivo muerto de la historia nacional; arguyen que nada se gana con machacar el recuerdo de un hecho lejano. Los jóvenes, agrega, no se interesan por el tema; consideran que es asunto de otros tiempos y de otra gente; no quieren saber, no les interesa; sólo importa el presente. . . El traductor de literatura rusa Jorge Bustamante me platicó que en una librería de Moscú se puso a observar las reacciones de la gente frente a los libros de Vitali: indiferencia. Algunas personas veían los libros, tomaban alguno, leían el texto de la contraportada, y luego lo regresaban al altero donde se exhibían. La trilogía de Shentalinski sobre los archivos secretos de la KGB descubrió obras maestras de la literatura rusa que habían sido confiscadas por el régimen de Stalin: Bábel, Mandelstam, Bulgákov, Platónov, Gorki, Ajmátova. . . Gracias a Vitali la humanidad conoció una obra maestra como Corazón de perro de Mijaíl Bulgákov y la correspondencia de aquellos escritores que fueron encarcelados o asesinados por disentir. Uno de esos disidentes fue llevado preso por tener una risa contrarrevolucionaria.
El tiempo, que es olvido, tiene excepciones notables. La escritora inglesa Doris Lessing recuerda, en una conferencia de 1985 publicada en Las cárceles elegidas, que en una visita a la Unión Soviética, en plena censura literaria, un grupo de escritores le explicaba que en su país ya no había necesidad de la censura, pues en ellos ya se había formado una “censura interna”, la que veían como una etapa avanzada del socialismo. Tal vez sufrían lo que Orwell denominó doublethink. “Pero –sigue Lessing– hay una minoría que no lo hace (la minoría que atiza las brasas de la memoria) y me parece que nuestro futuro, el futuro de todos, depende de esta minoría”. Esa minoría es la que no le concede vacaciones a la razón.
Todorov escribe que la democracia es bella cuando la comparamos con una dictadura. Abandonada a sí misma, a sus imperfecciones, la democracia ya no es tan bella; más bien es fea, desgarbada; es ruidosa, ineficaz, precaria. Pero todas las democracias son precarias. Sus defectos son notorios, y el hecho de ser visibles es un mérito inexistente en un régimen autoritario o tiránico. Otros defectos, quizá los peores, suelen estar ocultos, y por eso los historiadores y los críticos son imprescindibles: saben que la memoria es un deber y que la razón no tiene vacaciones. Todorov no deja de ver los defectos de las democracias occidentales pero no concede ningún beneficio a la dictadura. Escribe en El hombre desplazado que la sociedad occidental está libre de los peores defectos que caracterizaban al país totalitario donde creció. Creo que un gobierno democrático no tiene derecho a mirarse en el espejo del totalitarismo; si se contempla en el espejo de sus propios vicios, la democracia no posee los encantos que los ingenuos o los analfabetos políticos predican. Pero la democracia es la única forma de gobierno y de convivencia que nos permite ver sus defectos, criticarlos y alertar contra la conformidad de quienes expresan que el mundo es así y que no hay nada que hacer. Porque el tiempo, que es olvido, puede lanzar su carta debajo de la manga y espetar su cinismo: la memoria y la razón son estorbos y hay que mandarlas de vacaciones.
El siglo XX nos interroga. Es –sigue siendo– nuestro siglo. Los vándalos que salieron a la calle el pasado 2 de octubre a conmemorar la matanza de Tlatelolco son una muestra patente de que en México la memoria ha fracasado. Los líderes del movimiento del 68 han contribuido poco a la comprensión objetiva de ese hecho terrible y en algunos casos han convertido el suceso en un victimismo políticamente rentable, en odio de usufructo partidista. El resultado es que el 2 de octubre se ha olvidado. No vivimos las condiciones de hace cuarenta años y es improbable que una masacre de esa naturaleza se repita en nuestros días, pero el peligro autoritario tampoco toma vacaciones; late en el uso político del resentimiento, en la ideologización de la historia, en el lenguaje oscuro de los académicos, en las arengas justicieras.
El deber de la memoria no es un deber ciego, mudo o torpe. Tan peligrosa es la desmemoria como la memoria distorsionada. En cambio, la memoria objetiva es el verdadero signo de la civilización, base de la conciencia democrática. En una charla con el escritor Philip Roth en octubre de 1986, Primo Levi dice que pensar fue un factor de supervivencia en Auschwitz. No vivimos en un Lager pero no me parece desmesurado formular una paráfrasis: pensar es un factor que nos puede salvar del decaimiento político, del retroceso democrático. También entre nosotros sobrevive poderosa la nostalgia autoritaria. Son muchos los que creen que estábamos mejor cuando estábamos peor. Hay que recordarles que a la precaria democracia mexicana ya podemos verla, criticarla, reformarla. La memoria es aliada de la democracia, sobre todo cuando, como diría Octavio Paz, el pasado se trasciende de un modo creador.
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