La editorial Taurus acaba de publicar un libro del politólogo español Javier Gomá que es un traje a la medida de la política mexicana: “Ejemplaridad pública”. El libro de Gomá tiene el mérito (un mérito raro en tiempos en que la reflexión política rinde homenaje cotidiano a Cantinflas) de estar escrito con la pulcritud de quien piensa bien y luego escribe lo que piensa de manera sencilla y clara. Pero más importante que el estilo es el contenido: Gomá propone la ejemplaridad como un medio para organizar la democracia. Y organizar la democracia es para el autor una manera de comprenderla.
La ejemplaridad pública es desde luego un principio político que está en el origen de las repúblicas modernas; todavía durante el siglo XIX los republicanos aludían a la moral pública como fuente por excelencia de las virtudes de los gobernantes; entre tales virtudes, algunas tenían que ver con la persona y otras con la institución. Las virtudes personales procedían de modo directo o indirecto del justo medio aristotélico y de la temperancia y moderación explicada y defendida por los filósofos morales de los siglos XVII y XVIII. Las virtudes institucionales estaban directamente influidas por los ideales republicanos de erradicación de privilegios, legalidad, igualdad y fijación de límites al poder público, de donde derivaron las garantías individuales de las constituciones liberales del siglo XIX. En la formación de los estados democráticos la ejemplaridad fue siempre el atizador con que se removía el brasero ardiente de fueros y privilegios. Sin embargo, el atizador republicano desvaneció su fuerza en el tránsito del siglo. Durante el siglo XX, en nombre de la eficacia, se ha justificado casi todo. Gobernar se encareció. Ahora mismo, en nombre de los pobres, el gobierno mexicano pretende cobrar más impuestos. El discurso que defiende la propuesta es tan viejo como la aparición del poder político: hacer el bien; es decir, lo de siempre: bienestar general, justicia social, bien común y demás consignas encubridoras.
Hace unos días estuve en una conferencia del politólogo italiano Giovanni Sartori. Casi al final de su charla sintetizó su postura de un modo rotundo: “La opinión pública es la espina dorsal de la democracia”. Pero antes expresó que la democracia necesita ser entendida para funcionar. En el primer caso, la opinión pública mexicana ha puesto en la mesa de las prioridades el problema de los excesos del gasto público: salarios, prestaciones económicas y privilegios diversos, exención de impuestos a los más ricos y poderosos, abusos presupuestales, ineficiencia en el gasto social… y, utilizando la expresión de Primo Levi, un sindicalismo estúpido en cuya conciencia subyace la idea o sensación de que el trabajo degrada al ser humano, lo cual tiene quebradas a las instituciones de salud y seguridad social del Estado y a las más importantes empresas públicas.
Salvo algunas tímidas reacciones de la clase política, los partidos no se han propuesto en serio la restauración de la república. No es exagerado decir que ante la generalización del abuso salarial y del excesivo gasto burocrático del Estado, los mexicanos tenemos la misma necesidad pública que defendieron los liberales de la Reforma: restaurar la república.
En el segundo caso, que la democracia necesita ser entendida para funcionar, me parece que el apunte de Sartori es elemental pero incuestionable: ¿de qué hablamos cuando hablamos de democracia? Y de esta pregunta podemos formular otra: ¿de qué hablamos cuando hablamos de república? ¿De verdad sabemos a estas alturas sus significados e implicaciones? Los clásicos nos siguen interrogando. Si gobernar es más caro que nunca, es natural que la opinión pública mexicana se pregunte sobre las interioridades de la alta burocracia. Veremos entonces que los privilegios de los servidores de la república a veces son tan escandalosos como en su tiempo fueron los monárquicos.
La ejemplaridad pública de Javier Gomá también es un medio para organizar la democracia. Dar y poner el ejemplo puede parecer a muchos una tontería, pero es un método infalible para que la clase política recobre algo de la credibilidad perdida. Es cierto que el poder corrompe; también lo es que algunos son más susceptibles de ser corrompidos; pero lo más grave es que algunos, los peores, llegan a corromper a las instituciones. Organizar la democracia lleva precisamente el propósito de evitar, tanto cuanto sea posible, que una democracia sea corrompida mediante una adecuada distribución del poder y un control legal más claro y estricto. Nuestro problema sigue siendo, en una primera instancia, de tipo legal. En México la corrupción es legal; también es legal la injusticia; más legal aún es evadir impuestos o traficar con influencias; los altísimos salarios de diputados y senadores son legales; los privilegios de las corporaciones son ejemplos de apego estricto a la ley; los abusos del poder se pueden justificar legal y jurisdiccionalmente. Javier Gomá sugiere en su libro varias estrategias de organización del poder público como medio para cernir en forma permanente a los elementos podridos.
La ejemplaridad pública posee un contenido moral indudable: los servidores públicos deben ser ejemplo de honradez, moderación, equilibrio y sensatez. Virtudes viejas, en desuso, es cierto; pero su rescate parece la única opción para limitar el ejercicio del poder, así por razones éticas como políticas. La eficacia, esa virtud maquiavélica admirable, no tiene por qué ser perjudicada con la ejemplaridad pública. Si ser ejemplo o dar el ejemplo sirve para algo, es precisamente para administrar los recursos públicos eficazmente. De otro modo no entiendo que se pida a la población lo que el gobierno no está enteramente dispuesto a ejemplificar.
La ejemplaridad pública es desde luego un principio político que está en el origen de las repúblicas modernas; todavía durante el siglo XIX los republicanos aludían a la moral pública como fuente por excelencia de las virtudes de los gobernantes; entre tales virtudes, algunas tenían que ver con la persona y otras con la institución. Las virtudes personales procedían de modo directo o indirecto del justo medio aristotélico y de la temperancia y moderación explicada y defendida por los filósofos morales de los siglos XVII y XVIII. Las virtudes institucionales estaban directamente influidas por los ideales republicanos de erradicación de privilegios, legalidad, igualdad y fijación de límites al poder público, de donde derivaron las garantías individuales de las constituciones liberales del siglo XIX. En la formación de los estados democráticos la ejemplaridad fue siempre el atizador con que se removía el brasero ardiente de fueros y privilegios. Sin embargo, el atizador republicano desvaneció su fuerza en el tránsito del siglo. Durante el siglo XX, en nombre de la eficacia, se ha justificado casi todo. Gobernar se encareció. Ahora mismo, en nombre de los pobres, el gobierno mexicano pretende cobrar más impuestos. El discurso que defiende la propuesta es tan viejo como la aparición del poder político: hacer el bien; es decir, lo de siempre: bienestar general, justicia social, bien común y demás consignas encubridoras.
Hace unos días estuve en una conferencia del politólogo italiano Giovanni Sartori. Casi al final de su charla sintetizó su postura de un modo rotundo: “La opinión pública es la espina dorsal de la democracia”. Pero antes expresó que la democracia necesita ser entendida para funcionar. En el primer caso, la opinión pública mexicana ha puesto en la mesa de las prioridades el problema de los excesos del gasto público: salarios, prestaciones económicas y privilegios diversos, exención de impuestos a los más ricos y poderosos, abusos presupuestales, ineficiencia en el gasto social… y, utilizando la expresión de Primo Levi, un sindicalismo estúpido en cuya conciencia subyace la idea o sensación de que el trabajo degrada al ser humano, lo cual tiene quebradas a las instituciones de salud y seguridad social del Estado y a las más importantes empresas públicas.
Salvo algunas tímidas reacciones de la clase política, los partidos no se han propuesto en serio la restauración de la república. No es exagerado decir que ante la generalización del abuso salarial y del excesivo gasto burocrático del Estado, los mexicanos tenemos la misma necesidad pública que defendieron los liberales de la Reforma: restaurar la república.
En el segundo caso, que la democracia necesita ser entendida para funcionar, me parece que el apunte de Sartori es elemental pero incuestionable: ¿de qué hablamos cuando hablamos de democracia? Y de esta pregunta podemos formular otra: ¿de qué hablamos cuando hablamos de república? ¿De verdad sabemos a estas alturas sus significados e implicaciones? Los clásicos nos siguen interrogando. Si gobernar es más caro que nunca, es natural que la opinión pública mexicana se pregunte sobre las interioridades de la alta burocracia. Veremos entonces que los privilegios de los servidores de la república a veces son tan escandalosos como en su tiempo fueron los monárquicos.
La ejemplaridad pública de Javier Gomá también es un medio para organizar la democracia. Dar y poner el ejemplo puede parecer a muchos una tontería, pero es un método infalible para que la clase política recobre algo de la credibilidad perdida. Es cierto que el poder corrompe; también lo es que algunos son más susceptibles de ser corrompidos; pero lo más grave es que algunos, los peores, llegan a corromper a las instituciones. Organizar la democracia lleva precisamente el propósito de evitar, tanto cuanto sea posible, que una democracia sea corrompida mediante una adecuada distribución del poder y un control legal más claro y estricto. Nuestro problema sigue siendo, en una primera instancia, de tipo legal. En México la corrupción es legal; también es legal la injusticia; más legal aún es evadir impuestos o traficar con influencias; los altísimos salarios de diputados y senadores son legales; los privilegios de las corporaciones son ejemplos de apego estricto a la ley; los abusos del poder se pueden justificar legal y jurisdiccionalmente. Javier Gomá sugiere en su libro varias estrategias de organización del poder público como medio para cernir en forma permanente a los elementos podridos.
La ejemplaridad pública posee un contenido moral indudable: los servidores públicos deben ser ejemplo de honradez, moderación, equilibrio y sensatez. Virtudes viejas, en desuso, es cierto; pero su rescate parece la única opción para limitar el ejercicio del poder, así por razones éticas como políticas. La eficacia, esa virtud maquiavélica admirable, no tiene por qué ser perjudicada con la ejemplaridad pública. Si ser ejemplo o dar el ejemplo sirve para algo, es precisamente para administrar los recursos públicos eficazmente. De otro modo no entiendo que se pida a la población lo que el gobierno no está enteramente dispuesto a ejemplificar.
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