Se dice que el PAN se parece cada vez más al PRI. No faltan razones para fundar la afirmación: decisiones cupulares que se imponen a la militancia, política clientelar que asigna favores discrecionalmente, compra de voluntades, libertad de expresión controlada o dirigida, inclusión de periodistas, analistas y locutores en las nóminas gubernamentales, ocultamiento de información pública, exclusión de formas de pensar, creer y vivir distintas a la oficial, incompetencia, corrupción, impunidad. . . Lo que no se ha dicho es que el PRI se parece cada vez más al PAN: mojigatería moral apenas disimulada, simplificación de los problemas sociales, ausencia de perspectiva histórica, acercamiento ideológico y político con el poder clerical y con las cúpulas empresariales, confusión de las esferas política y económica, entre otras. La aprobación unánime de la reforma al artículo 2 de la Constitución política del estado (la llamada “Ley antiaborto”) es una muestra inequívoca de la similitud ideológica entre el PAN y el PRI, por lo menos en Querétaro. Es cierto que los gobernantes queretanos del PRI no fueron nunca liberales convencidos, pero su discurso político y su conducta pública simulaban una tradición y unas convicciones enraizadas en el liberalismo de la Reforma y en los derechos sociales de la Constitución de 1917.
En una democracia que proclama el pluralismo, la unanimidad es sospechosa; en el caso de los diputados queretanos se puede considerar, sin exagerar, que hubo una traición liberal: a nadie se le ocurrió que había que debatir, junto a la defensa de la vida, la defensa de la libertad. En realidad no fue formulado el problema central del aborto: la contradicción entre dos bienes igualmente fundamentales, la vida y la libertad. El pluralismo, decía Isaiah Berlin, implica liberalismo, que es el único sistema político que permite a los seres humanos dilucidar en torno a los fines últimos y al choque entre valores universales. No hubo en la consulta legislativa un debate acerca de la contradicción de dos grandes bienes humanos. Y, lo peor, los diputados en pleno no deliberaron en torno de esa contradicción. Todos aceptaron el dogma de que la vida es un bien primario sin el cual no pueden existir los demás. Tal postulado es falaz, tanto desde una perspectiva ética como jurídica y antropológica. La vida y la libertad son igualmente fundamentales en la conformación de eso que llamamos dignidad humana, en su doble dimensión: el principio de la validez intrínseca o valor objetivo de la vida humana y el principio de responsabilidad personal o valor subjetivo para vivirla. El problema es conciliar ambos valores y la biología no basta.
Es cierto, el PAN se parece cada vez más al PRI, excepto en un pequeño pero sustancial detalle: el PAN, a pesar de su brega de eternidades, está perdiendo el poder. Los panistas no han sabido, podido o querido defender democráticamente el poder que ganaron democráticamente. Copiaron mal los defectos y vicios del PRI y el PRI ha apretujado en el archivo muerto las ideas liberales que sostuvieron durante varias décadas. Ni el PAN imitó la eficacia de las formas del PRI para conservar el poder ni el PRI imitó las formas democráticas del PAN para recuperarlo. Ha quedado comprobada la tesis de que las elecciones no las ganan los partidos ni los candidatos: las pierde el gobierno. En resumen, el PRI es cada vez menos liberal y el PAN es cada vez menos democrático.
El problema del aborto estuvo mal planteado desde el principio. El dilema formulado fue siempre falso: “¿Estás a favor o en contra del aborto?” La pregunta es tramposa: nadie en su sano juicio está a favor del aborto; pero la mayoría está a favor de que la mujer –considerando su entorno personal, familiar, laboral y social– asuma la responsabilidad de decidir. No hay contradicción alguna: no se está a favor del aborto sino de la libertad de las mujeres (de cada mujer) de tomar una decisión responsable. Así lo establece el Artículo 4º de la Constitución de la República: las personas tienen el derecho de decidir, de manera libre y responsable, el número y espaciamiento de sus hijos. Los argumentos que se esgrimen a favor de la vida desde el momento de la concepción o gestación son decepcionantes. Se reducen al argumento biológico. No deja de ser curioso que hasta el clero funda la defensa de la vida en la ciencia. Me gustaba más, por sincero y genuino, el dogma del creacionismo, no la actual apelación a la ciencia, que por definición está repleta de dudas y preguntas y algunas pocas certezas, no de dogmas infalibles de tipo religioso. En la adolescencia alegábamos, frente al dogma teológico de que la vida es el bien supremo porque es un don divino, que los seres humanos éramos producto de la libertad, no de la vida; en nuestra simplona teología argumentábamos que, supuesta la doctrina de la creación, éramos el resultado de la libertad divina, no de la vida, considerando desde luego que Dios no tiene principio ni fin; ahora, sin embargo, hasta el sacristán de Santa Ana habla en nombre de la ciencia.
Los argumentos a favor de la vida se fundamentan en una certeza científica (de tipo biológico) pero las interpretaciones e inferencias no fundamentan la anulación de la libertad de cada mujer de decidir en cada caso y con los límites legales acordados democráticamente. Escribe Richard Rorty en Cuidar la libertad” que es absurdo que los biólogos nos puedan decir más cosas sobre los seres humanos que los antropólogos, los historiadores o los poetas. Tal vez a eso se deba que ni en las consultas ni en los debates sobre al aborto se haya formulado la distinción entre vida, vida humana y ser humano. No son sinónimos. Se agradece la explicación de los biólogos, pero decir que el cigoto es un nuevo ser en etapa unicelular con un genoma específico desde el momento de la fecundación, puede ser ilustrativo pero no resuelve la contradicción. El hombre es un ser biológico, pero, ante todo, es ser simbólico. El debate no está en la embriología. Hay cien descripciones útiles de los seres humanos, pero ninguna de ellas puede arrogarse el pendón de ser “la representación científica de los hombres” o “la representación filosófica de los hombres”. Por favor, vamos a tomarnos el pluralismo moral en serio. Quizá nos convenga releer la novela “1984” de Orwell, donde un gobierno usurpa a los individuos la capacidad de decidir los valores que deberían definir las vidas, imponiendo un único juicio colectivo.
El pluralismo moral implica desde luego un relativismo que no es la privatización de la validez intrínseca y universal de la vida humana ni de la libertad para vivirla con una subjetividad responsable. Las libertades fundamentales, para serlo realmente, no son absolutas; están siempre limitadas. Tal es la cuestión que debemos discutir. Así como es insostenible la imposición de una única concepción de la vida humana, es aborrecible la histeria irresponsable de la mujer que grita “Yo soy dueña de mi cuerpo”. Entre esos extremos podemos encontrar los matices y equilibrios para afirmar, con razón, que todos defendemos la vida y la libertad; que en ocasiones esos bienes chocan y se enfrentan; que en un régimen liberal y democrático es posible elegir no lo ideal o lo mejor, sino el mal menor para la persona y para el grupo. Los juristas de la era democrática distinguen entre derechos de libertad y derechos de justicia. Decir que las mujeres tienen “derecho al aborto” es una estupidez jurídica y moral; más bien tendríamos que hablar de un derecho de libertad para decidir en cada caso y un derecho de justicia que le impone al Estado la obligación de dar atención médica y hospitalaria a las mujeres que, dentro de los límites aprobados, ha tomado una decisión.
El problema del aborto, decía, estuvo siempre mal formulado. Insisto en que nadie en México está a favor del aborto. Se puede decir que todos estamos a favor de la vida, pero también a favor de la libertad de la mujer para decidir responsablemente, donde la responsabilidad es sobre todo con el otro: el esposo, el novio, el amante, los padres. . . El conflicto que enfrenta una mujer cuando piensa en el aborto es un drama genuino: personal, inter personal, familiar, cultural, social, laboral; hay reproche, miedo, angustia, culpa, depresión, duda. . . y muchas veces el drama acaba siendo trágico. Estamos ante un dilema verdadero de orden personal. Hasta donde sé, una mujer que aborta no sale del quirófano festinando o celebrando la decisión asumida. Por eso no alcanzo a comprender por qué el vocero diocesano Saúl Ragoitia celebró jubilosamente la aprobación unánime de una reforma constitucional que anula o reduce el ejercicio de una libertad. “Es un triunfo”, dijo.
El texto del artículo 2 de la Constitución del Estado es poco menos que un galimatías incoherente y contradictorio. Dejo de lado los gazapos gramaticales y sintácticos de su redacción y me ocupo de sus falacias: la primera es que invierten la pirámide jurídica: la ley suprema es el código penal, no la norma constitucional. No supieron resolver el problema de las excepciones. La segunda es que la reforma es una tautología que se elimina a sí misma, pues no se puede decir que “El Estado garantiza el derecho a la vida de todo ser humano, desde el momento de su fecundación como un bien jurídicamente tutelado (sic) y se le reputa como nacido para todos los efectos legales correspondientes, hasta la muerte”, y en otra parte prescribir que los límites del respeto a la persona y a los derechos humanos serán garantizados sin más límite que lo señalado por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Luego entonces, no hay, en sentido estricto, una ley antiaborto. El nuevo artículo 2 es circular, recíprocamente excluyente, anticonstitucional. Creo que la ignorancia de los redactores ha corrido en esta ocasión a favor de la libertad. Pero es real la traición liberal.
En una democracia que proclama el pluralismo, la unanimidad es sospechosa; en el caso de los diputados queretanos se puede considerar, sin exagerar, que hubo una traición liberal: a nadie se le ocurrió que había que debatir, junto a la defensa de la vida, la defensa de la libertad. En realidad no fue formulado el problema central del aborto: la contradicción entre dos bienes igualmente fundamentales, la vida y la libertad. El pluralismo, decía Isaiah Berlin, implica liberalismo, que es el único sistema político que permite a los seres humanos dilucidar en torno a los fines últimos y al choque entre valores universales. No hubo en la consulta legislativa un debate acerca de la contradicción de dos grandes bienes humanos. Y, lo peor, los diputados en pleno no deliberaron en torno de esa contradicción. Todos aceptaron el dogma de que la vida es un bien primario sin el cual no pueden existir los demás. Tal postulado es falaz, tanto desde una perspectiva ética como jurídica y antropológica. La vida y la libertad son igualmente fundamentales en la conformación de eso que llamamos dignidad humana, en su doble dimensión: el principio de la validez intrínseca o valor objetivo de la vida humana y el principio de responsabilidad personal o valor subjetivo para vivirla. El problema es conciliar ambos valores y la biología no basta.
Es cierto, el PAN se parece cada vez más al PRI, excepto en un pequeño pero sustancial detalle: el PAN, a pesar de su brega de eternidades, está perdiendo el poder. Los panistas no han sabido, podido o querido defender democráticamente el poder que ganaron democráticamente. Copiaron mal los defectos y vicios del PRI y el PRI ha apretujado en el archivo muerto las ideas liberales que sostuvieron durante varias décadas. Ni el PAN imitó la eficacia de las formas del PRI para conservar el poder ni el PRI imitó las formas democráticas del PAN para recuperarlo. Ha quedado comprobada la tesis de que las elecciones no las ganan los partidos ni los candidatos: las pierde el gobierno. En resumen, el PRI es cada vez menos liberal y el PAN es cada vez menos democrático.
El problema del aborto estuvo mal planteado desde el principio. El dilema formulado fue siempre falso: “¿Estás a favor o en contra del aborto?” La pregunta es tramposa: nadie en su sano juicio está a favor del aborto; pero la mayoría está a favor de que la mujer –considerando su entorno personal, familiar, laboral y social– asuma la responsabilidad de decidir. No hay contradicción alguna: no se está a favor del aborto sino de la libertad de las mujeres (de cada mujer) de tomar una decisión responsable. Así lo establece el Artículo 4º de la Constitución de la República: las personas tienen el derecho de decidir, de manera libre y responsable, el número y espaciamiento de sus hijos. Los argumentos que se esgrimen a favor de la vida desde el momento de la concepción o gestación son decepcionantes. Se reducen al argumento biológico. No deja de ser curioso que hasta el clero funda la defensa de la vida en la ciencia. Me gustaba más, por sincero y genuino, el dogma del creacionismo, no la actual apelación a la ciencia, que por definición está repleta de dudas y preguntas y algunas pocas certezas, no de dogmas infalibles de tipo religioso. En la adolescencia alegábamos, frente al dogma teológico de que la vida es el bien supremo porque es un don divino, que los seres humanos éramos producto de la libertad, no de la vida; en nuestra simplona teología argumentábamos que, supuesta la doctrina de la creación, éramos el resultado de la libertad divina, no de la vida, considerando desde luego que Dios no tiene principio ni fin; ahora, sin embargo, hasta el sacristán de Santa Ana habla en nombre de la ciencia.
Los argumentos a favor de la vida se fundamentan en una certeza científica (de tipo biológico) pero las interpretaciones e inferencias no fundamentan la anulación de la libertad de cada mujer de decidir en cada caso y con los límites legales acordados democráticamente. Escribe Richard Rorty en Cuidar la libertad” que es absurdo que los biólogos nos puedan decir más cosas sobre los seres humanos que los antropólogos, los historiadores o los poetas. Tal vez a eso se deba que ni en las consultas ni en los debates sobre al aborto se haya formulado la distinción entre vida, vida humana y ser humano. No son sinónimos. Se agradece la explicación de los biólogos, pero decir que el cigoto es un nuevo ser en etapa unicelular con un genoma específico desde el momento de la fecundación, puede ser ilustrativo pero no resuelve la contradicción. El hombre es un ser biológico, pero, ante todo, es ser simbólico. El debate no está en la embriología. Hay cien descripciones útiles de los seres humanos, pero ninguna de ellas puede arrogarse el pendón de ser “la representación científica de los hombres” o “la representación filosófica de los hombres”. Por favor, vamos a tomarnos el pluralismo moral en serio. Quizá nos convenga releer la novela “1984” de Orwell, donde un gobierno usurpa a los individuos la capacidad de decidir los valores que deberían definir las vidas, imponiendo un único juicio colectivo.
El pluralismo moral implica desde luego un relativismo que no es la privatización de la validez intrínseca y universal de la vida humana ni de la libertad para vivirla con una subjetividad responsable. Las libertades fundamentales, para serlo realmente, no son absolutas; están siempre limitadas. Tal es la cuestión que debemos discutir. Así como es insostenible la imposición de una única concepción de la vida humana, es aborrecible la histeria irresponsable de la mujer que grita “Yo soy dueña de mi cuerpo”. Entre esos extremos podemos encontrar los matices y equilibrios para afirmar, con razón, que todos defendemos la vida y la libertad; que en ocasiones esos bienes chocan y se enfrentan; que en un régimen liberal y democrático es posible elegir no lo ideal o lo mejor, sino el mal menor para la persona y para el grupo. Los juristas de la era democrática distinguen entre derechos de libertad y derechos de justicia. Decir que las mujeres tienen “derecho al aborto” es una estupidez jurídica y moral; más bien tendríamos que hablar de un derecho de libertad para decidir en cada caso y un derecho de justicia que le impone al Estado la obligación de dar atención médica y hospitalaria a las mujeres que, dentro de los límites aprobados, ha tomado una decisión.
El problema del aborto, decía, estuvo siempre mal formulado. Insisto en que nadie en México está a favor del aborto. Se puede decir que todos estamos a favor de la vida, pero también a favor de la libertad de la mujer para decidir responsablemente, donde la responsabilidad es sobre todo con el otro: el esposo, el novio, el amante, los padres. . . El conflicto que enfrenta una mujer cuando piensa en el aborto es un drama genuino: personal, inter personal, familiar, cultural, social, laboral; hay reproche, miedo, angustia, culpa, depresión, duda. . . y muchas veces el drama acaba siendo trágico. Estamos ante un dilema verdadero de orden personal. Hasta donde sé, una mujer que aborta no sale del quirófano festinando o celebrando la decisión asumida. Por eso no alcanzo a comprender por qué el vocero diocesano Saúl Ragoitia celebró jubilosamente la aprobación unánime de una reforma constitucional que anula o reduce el ejercicio de una libertad. “Es un triunfo”, dijo.
El texto del artículo 2 de la Constitución del Estado es poco menos que un galimatías incoherente y contradictorio. Dejo de lado los gazapos gramaticales y sintácticos de su redacción y me ocupo de sus falacias: la primera es que invierten la pirámide jurídica: la ley suprema es el código penal, no la norma constitucional. No supieron resolver el problema de las excepciones. La segunda es que la reforma es una tautología que se elimina a sí misma, pues no se puede decir que “El Estado garantiza el derecho a la vida de todo ser humano, desde el momento de su fecundación como un bien jurídicamente tutelado (sic) y se le reputa como nacido para todos los efectos legales correspondientes, hasta la muerte”, y en otra parte prescribir que los límites del respeto a la persona y a los derechos humanos serán garantizados sin más límite que lo señalado por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Luego entonces, no hay, en sentido estricto, una ley antiaborto. El nuevo artículo 2 es circular, recíprocamente excluyente, anticonstitucional. Creo que la ignorancia de los redactores ha corrido en esta ocasión a favor de la libertad. Pero es real la traición liberal.
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