lunes, 28 de septiembre de 2009

Los jueces del miedo


La democracia mexicana tiene, como todas las democracias jóvenes, rezagos, defectos y peligros. El rezago más evidente es el de la justicia. Nuestra democracia ha caminado a tropezones pero no ha dejado de moverse. Las sucesivas reformas electorales han perfeccionado reglas y procedimientos, y la clase política apela, en general, a principios y objetivos democráticos. Es cierto que los hechos contradicen los discursos, pero el lenguaje democrático es, por sí mismo, un buen síntoma. Los partidos políticos, con todos sus defectos, son organismos vivos, pero hay que descontar a los partidos pequeños que nacieron y vegetan como entidades privadas, como franquicias familiares que se concesionan caprichosamente. La legislación democrática ha crecido en cantidad y calidad, si exceptuamos ese parche antidemocrático del Artículo 41 constitucional (la prohibición de las llamadas las campañas negativas), un atentado a la libertad de expresión porque limita arbitrariamente las de por sí mermadas posibilidades de competencia y debate. Tenemos instituciones jurisdiccionales que revisan los actos de las autoridades electorales y de los propios partidos, con lo que se garantiza no solamente la legalidad de dichos actos sino que además se examina el contenido de los mismos. También hemos avanzado en conciencia democrática. Por más ásperos o exagerados que sean los juicios con que lamentamos la escasa participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, la democracia mexicana ha abandonado el clima antidemocrático anterior a 1988. La libertad de expresión ha crecido igualmente en cantidad y calidad. Los medios de comunicación son varios y variados. Y en el lenguaje cotidiano la democracia no es ya el viejo costal vacío de realidad. Digamos que se ha formado una opinión pública que no se traga fácilmente las trampas y mentiras que declaran gobernantes y políticos. Hemos avanzado poco pero hemos avanzado. Excepto, insisto, en el campo de la administración o impartición de la justicia, sistema que mantiene prácticamente inalterados su estructura, leyes, procesos, tiempos, prejuicios y lenguaje.
El sistema federal y los estatales de justicia no son los de una época o régimen democrático. Su funcionamiento es prácticamente el mismo que el del siglo XIX: formalista, técnico, selvático, modorro. Los poderes judiciales del país representan el rezago más pernicioso de la democracia. La justicia en México es costosa, lenta e impredecible. Es decir, es injusticia. Si sólo juzgamos por el tiempo que duran los juicios, tenemos derecho a descalificarla en términos generales. La justicia mexicana tiene un traje hecho de eternidad.
Del tema charlé hace un par de días con el célebre y polémico juez de la Audiencia española Baltasar Garzón, luego de una conferencia suya sobre la noción de justicia universal. El subtítulo de su conferencia nos dio la pauta para empezar la plática: el miedo. “Usted habla de vivir sin miedo, le dije, pero antes debemos explicarnos el miedo de los jueces”. Los jueces tienen miedo: a sí mismos, a sus jefes burocráticos, a los inútiles Consejos de la judicatura, a los medios de comunicación, a la opinión pública, a perder un prestigio que no tienen, a perder el empleo. . . los jueces tienen miedo de impartir justicia; por eso se constriñen a satisfacer, en el lindero ambiguo de legalidad, unas normas procesales que sirven para todo, no precisamente para hacer justicia de manera pronta, completa e imparcial. La justicia en México está enferma de tiempo y de miedo: miedo a no resolver. La regla de oro de jueces, magistrados y ministros es impedir, por todos los medios y argucias legales al alcance, entrar al fondo del asunto, que es decir y decidir la justicia. Si uno entra al tribunal cualquiera es como entrar a un museo del horror: todo es viejo, decrépito; nada en su interior pertenece al mundo de los vivos; pero el ambiente es de un terror mal simulado.
“No concibo, le dije al juez Baltasar Garzón, que un sistema de justicia esté fundado en el miedo de quienes la administran”. El juez Garzón asintió, tendió su brazo sobre mi hombro, me apartó, y entonces la charla fluyó sin interrupciones. El tema central fue la relación entre democracia y administración de justicia. El derecho procesal sirve para que los ricos y los poderosos ganen siempre. Las garantías procesales corren siempre a favor de los que tienen dinero para dilatar indefinidamente los juicios. El amparo, la institución jurídica más honorable de la historia de la justicia mexicana, es hoy un obstáculo monstruoso, y no se ve en el corto tiempo la discusión de una reforma de fondo que lo recobre como el medio para que los más débiles se defiendan de los abusos de las autoridades. Hasta hoy, el amparo sirve para que las grandes empresas evadan el pago de impuestos.
El juez Garzón me aclaró algunos conceptos de su noción de justicia universal y su lucha contra los nacionalismos necios que en nombre de la soberanía estatal asesinan, masacran o exterminan. Recordamos a Norberto Bobbio y su propuesta de que toda reforma de justicia empiece por la justicia civil. El hecho de que en México la justicia penal sea el objeto único de discusión, hace pensar que todo lo demás marcha bien. Pero la justicia civil, que está en la base de la convivencia común y cotidiana, es la peor de las injusticias legales de nuestro tiempo. Porque no hay que olvidar que en México se hace injusticia con la ley en la mano. Leyes, abogados y jueces son la tríada causal de la injusticia. Por eso nuestra democracia no ha ganado entre la ciudadanía la credibilidad que merece.
Me despido del juez Garzón y le deseo suerte en su viaje a Honduras. “¡Cuídese, usted se mete en muchos problemas!” ¿Pero se puede ser un buen juez sin meterse en problemas?

lunes, 14 de septiembre de 2009

La traición liberal

Se dice que el PAN se parece cada vez más al PRI. No faltan razones para fundar la afirmación: decisiones cupulares que se imponen a la militancia, política clientelar que asigna favores discrecionalmente, compra de voluntades, libertad de expresión controlada o dirigida, inclusión de periodistas, analistas y locutores en las nóminas gubernamentales, ocultamiento de información pública, exclusión de formas de pensar, creer y vivir distintas a la oficial, incompetencia, corrupción, impunidad. . . Lo que no se ha dicho es que el PRI se parece cada vez más al PAN: mojigatería moral apenas disimulada, simplificación de los problemas sociales, ausencia de perspectiva histórica, acercamiento ideológico y político con el poder clerical y con las cúpulas empresariales, confusión de las esferas política y económica, entre otras. La aprobación unánime de la reforma al artículo 2 de la Constitución política del estado (la llamada “Ley antiaborto”) es una muestra inequívoca de la similitud ideológica entre el PAN y el PRI, por lo menos en Querétaro. Es cierto que los gobernantes queretanos del PRI no fueron nunca liberales convencidos, pero su discurso político y su conducta pública simulaban una tradición y unas convicciones enraizadas en el liberalismo de la Reforma y en los derechos sociales de la Constitución de 1917.
En una democracia que proclama el pluralismo, la unanimidad es sospechosa; en el caso de los diputados queretanos se puede considerar, sin exagerar, que hubo una traición liberal: a nadie se le ocurrió que había que debatir, junto a la defensa de la vida, la defensa de la libertad. En realidad no fue formulado el problema central del aborto: la contradicción entre dos bienes igualmente fundamentales, la vida y la libertad. El pluralismo, decía Isaiah Berlin, implica liberalismo, que es el único sistema político que permite a los seres humanos dilucidar en torno a los fines últimos y al choque entre valores universales. No hubo en la consulta legislativa un debate acerca de la contradicción de dos grandes bienes humanos. Y, lo peor, los diputados en pleno no deliberaron en torno de esa contradicción. Todos aceptaron el dogma de que la vida es un bien primario sin el cual no pueden existir los demás. Tal postulado es falaz, tanto desde una perspectiva ética como jurídica y antropológica. La vida y la libertad son igualmente fundamentales en la conformación de eso que llamamos dignidad humana, en su doble dimensión: el principio de la validez intrínseca o valor objetivo de la vida humana y el principio de responsabilidad personal o valor subjetivo para vivirla. El problema es conciliar ambos valores y la biología no basta.
Es cierto, el PAN se parece cada vez más al PRI, excepto en un pequeño pero sustancial detalle: el PAN, a pesar de su brega de eternidades, está perdiendo el poder. Los panistas no han sabido, podido o querido defender democráticamente el poder que ganaron democráticamente. Copiaron mal los defectos y vicios del PRI y el PRI ha apretujado en el archivo muerto las ideas liberales que sostuvieron durante varias décadas. Ni el PAN imitó la eficacia de las formas del PRI para conservar el poder ni el PRI imitó las formas democráticas del PAN para recuperarlo. Ha quedado comprobada la tesis de que las elecciones no las ganan los partidos ni los candidatos: las pierde el gobierno. En resumen, el PRI es cada vez menos liberal y el PAN es cada vez menos democrático.
El problema del aborto estuvo mal planteado desde el principio. El dilema formulado fue siempre falso: “¿Estás a favor o en contra del aborto?” La pregunta es tramposa: nadie en su sano juicio está a favor del aborto; pero la mayoría está a favor de que la mujer –considerando su entorno personal, familiar, laboral y social– asuma la responsabilidad de decidir. No hay contradicción alguna: no se está a favor del aborto sino de la libertad de las mujeres (de cada mujer) de tomar una decisión responsable. Así lo establece el Artículo 4º de la Constitución de la República: las personas tienen el derecho de decidir, de manera libre y responsable, el número y espaciamiento de sus hijos. Los argumentos que se esgrimen a favor de la vida desde el momento de la concepción o gestación son decepcionantes. Se reducen al argumento biológico. No deja de ser curioso que hasta el clero funda la defensa de la vida en la ciencia. Me gustaba más, por sincero y genuino, el dogma del creacionismo, no la actual apelación a la ciencia, que por definición está repleta de dudas y preguntas y algunas pocas certezas, no de dogmas infalibles de tipo religioso. En la adolescencia alegábamos, frente al dogma teológico de que la vida es el bien supremo porque es un don divino, que los seres humanos éramos producto de la libertad, no de la vida; en nuestra simplona teología argumentábamos que, supuesta la doctrina de la creación, éramos el resultado de la libertad divina, no de la vida, considerando desde luego que Dios no tiene principio ni fin; ahora, sin embargo, hasta el sacristán de Santa Ana habla en nombre de la ciencia.
Los argumentos a favor de la vida se fundamentan en una certeza científica (de tipo biológico) pero las interpretaciones e inferencias no fundamentan la anulación de la libertad de cada mujer de decidir en cada caso y con los límites legales acordados democráticamente. Escribe Richard Rorty en Cuidar la libertad” que es absurdo que los biólogos nos puedan decir más cosas sobre los seres humanos que los antropólogos, los historiadores o los poetas. Tal vez a eso se deba que ni en las consultas ni en los debates sobre al aborto se haya formulado la distinción entre vida, vida humana y ser humano. No son sinónimos. Se agradece la explicación de los biólogos, pero decir que el cigoto es un nuevo ser en etapa unicelular con un genoma específico desde el momento de la fecundación, puede ser ilustrativo pero no resuelve la contradicción. El hombre es un ser biológico, pero, ante todo, es ser simbólico. El debate no está en la embriología. Hay cien descripciones útiles de los seres humanos, pero ninguna de ellas puede arrogarse el pendón de ser “la representación científica de los hombres” o “la representación filosófica de los hombres”. Por favor, vamos a tomarnos el pluralismo moral en serio. Quizá nos convenga releer la novela “1984” de Orwell, donde un gobierno usurpa a los individuos la capacidad de decidir los valores que deberían definir las vidas, imponiendo un único juicio colectivo.
El pluralismo moral implica desde luego un relativismo que no es la privatización de la validez intrínseca y universal de la vida humana ni de la libertad para vivirla con una subjetividad responsable. Las libertades fundamentales, para serlo realmente, no son absolutas; están siempre limitadas. Tal es la cuestión que debemos discutir. Así como es insostenible la imposición de una única concepción de la vida humana, es aborrecible la histeria irresponsable de la mujer que grita “Yo soy dueña de mi cuerpo”. Entre esos extremos podemos encontrar los matices y equilibrios para afirmar, con razón, que todos defendemos la vida y la libertad; que en ocasiones esos bienes chocan y se enfrentan; que en un régimen liberal y democrático es posible elegir no lo ideal o lo mejor, sino el mal menor para la persona y para el grupo. Los juristas de la era democrática distinguen entre derechos de libertad y derechos de justicia. Decir que las mujeres tienen “derecho al aborto” es una estupidez jurídica y moral; más bien tendríamos que hablar de un derecho de libertad para decidir en cada caso y un derecho de justicia que le impone al Estado la obligación de dar atención médica y hospitalaria a las mujeres que, dentro de los límites aprobados, ha tomado una decisión.
El problema del aborto, decía, estuvo siempre mal formulado. Insisto en que nadie en México está a favor del aborto. Se puede decir que todos estamos a favor de la vida, pero también a favor de la libertad de la mujer para decidir responsablemente, donde la responsabilidad es sobre todo con el otro: el esposo, el novio, el amante, los padres. . . El conflicto que enfrenta una mujer cuando piensa en el aborto es un drama genuino: personal, inter personal, familiar, cultural, social, laboral; hay reproche, miedo, angustia, culpa, depresión, duda. . . y muchas veces el drama acaba siendo trágico. Estamos ante un dilema verdadero de orden personal. Hasta donde sé, una mujer que aborta no sale del quirófano festinando o celebrando la decisión asumida. Por eso no alcanzo a comprender por qué el vocero diocesano Saúl Ragoitia celebró jubilosamente la aprobación unánime de una reforma constitucional que anula o reduce el ejercicio de una libertad. “Es un triunfo”, dijo.
El texto del artículo 2 de la Constitución del Estado es poco menos que un galimatías incoherente y contradictorio. Dejo de lado los gazapos gramaticales y sintácticos de su redacción y me ocupo de sus falacias: la primera es que invierten la pirámide jurídica: la ley suprema es el código penal, no la norma constitucional. No supieron resolver el problema de las excepciones. La segunda es que la reforma es una tautología que se elimina a sí misma, pues no se puede decir que “El Estado garantiza el derecho a la vida de todo ser humano, desde el momento de su fecundación como un bien jurídicamente tutelado (sic) y se le reputa como nacido para todos los efectos legales correspondientes, hasta la muerte”, y en otra parte prescribir que los límites del respeto a la persona y a los derechos humanos serán garantizados sin más límite que lo señalado por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Luego entonces, no hay, en sentido estricto, una ley antiaborto. El nuevo artículo 2 es circular, recíprocamente excluyente, anticonstitucional. Creo que la ignorancia de los redactores ha corrido en esta ocasión a favor de la libertad. Pero es real la traición liberal.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Una breve utopía educativa


Varios cientos de profesores de educación básica achisparon el hotel. La recepción y el lobby, normalmente tranquilos y hasta solitarios, fueron insuficientes para amontonar belices y maletas, y mucha gente formada en una larga fila esperaba su turno para el registro. Afuera, en la calle hirviendo de un sol de cuarenta grados, una extensa hilera de camiones que los habían transportado. ¿Es un congreso? ¿De qué? La amable respuesta confirmó que eran profesores de primaria y secundaria de distintas partes del país. Iban a un curso de una semana, de ocho a ocho, para ser capacitados en la reforma de la educación básica. Dos días después, en el restaurante atiborrado, un par de profesores se acercó a mi mesa para preguntarme si podían sentarse. “Adelante, por favor. . . ¿de dónde vienen?” Venían de Querétaro. “¿Cómo les va en el curso?”, pregunté con ánimo de convertir la casualidad en una charla convenida. “No entendemos muy bien, es un curso muy elevado. Son puros expertos en pedagogía. Tienen excelentes respuestas”. “¿Les dan respuestas sin preguntas?”, cuestioné con el demonio de la ironía en el paladar. No se ofendan, dije, lo que pasa es que el conocimiento comienza con una pregunta sencilla y clara. Les conté que al filósofo italiano Norberto Bobbio le llamó la atención un letrero en una pared del metro de Nueva York:
“God is the answer” (Dios es la respuesta).
Al día siguiente, cuando el profesor Bobbio pasaba por el mismo lugar, vio que debajo del letrero de grafito alguien había agregado:
“What was the questión?” (¿Cuál era la pregunta?).
Los profesores queretanos, inexpresivos como el retrato de un muerto, nada dijeron. Supuse que eran creyentes y que se habían ofendido. Unos segundos después uno de ellos explicó: “Nos obligan, la verdad es que nadie entiende sus teorías y sus modelos, y además es imposible aplicarlos. Pero, ¿usted quién es?”. Enfrente, en la televisión, los Yankees apaleaban a los Medias Rojas. La apuesta de mil pesos estaba ganada. “Provecho”.
En Los libros que nunca he escrito George Steiner escribe: la triste realidad es que buena parte de la enseñanza está en manos de derrotados, de personas cuyos logros han sido deficientes; la retroalimentación es negativa y la espiral es descendente. Se refiere a la educación básica de la mayor parte de las escuelas de Estados Unidos y de Europa. ¿Qué nos queda decir a nosotros sin necesidad de dar de gritos? En México la educación también está en manos de fracasados y la dirigen los incompetentes y los corruptos. Es, como dijo Gabriel Zaid, “un fraude institucional” (La educación formal. Reforma, 28 de diciembre de 2003), ¿Acaso no vegetan en nuestras universidades legiones de profesores que enseñan lo que no fueron capaces de aprender? Enseñar perdió sus virtudes: alentar la curiosidad, enfrentar problemas y resolverlos con inteligencia, encausar el apetito natural de aprender. La educación básica en México es el resultado de la espiral descendente empujada por quienes la planean y la dirigen. Las declaraciones del secretario Lujambio sobre los espantosos yerros de los libros de texto son vergonzosas: “los libros son provisionales”. Si en algún sector de la vida pública gobierna la “Kakistocracia” (el gobierno de los peores) es en el educativo. El ex secretario Reyes Tamez, en un intento por defender la exclusión de la Conquista y del Virreinato de la enseñanza de la historia, declaró que esos temas se enseñarían por separado, que de nada servía memorizar. No me extrañaría que en unos años la Historia Antigua de México sea el antes de la firma del Tratado de Libre Comercio.
La guerra contra la memoria, cuya data en México va para los cuarenta años, es más aguerrida que nunca. Pero ¿quién puede comprender lo que no tiene en la memoria? ¿Están los profesores de primaria preparados para explicar de un modo sencillo y claro la historia mexicana, enseñar el idioma y forjar el desarrollo de habilidades matemáticas? ¿Por qué ese odio contra la memoria? “Yo sólo puedo comprender lo que tengo en la memoria”, decía Alfonso Reyes. Lo que no se quiere es elegir. Y la educación, para que sea una buena educación, debe enseñar a elegir. Memorizar es seleccionar o no es memoria. Los profesores tienen esta primera responsabilidad de subrayar hechos relevantes, de definir conceptos fundamentales, de acentuar el conocimiento que debe ser retenido y comprendido, de enseñar a formular preguntas coherentes, de impartir clases memorables. Una mala educación suele estar repleta de respuestas. Generalmente se trata de cápsulas o comprimidos que se imponen al alumno como recetas infalibles. Pero de nada sirve un costal repleto de respuestas; la realidad te interroga a cada paso, te cuestiona, te contradice y hace trizas el recetario de conclusiones descontextualizadas; de nada sirve un certificado, un título universitario o un grado doctoral. Si la educación no enseña a formular preguntas, que es el camino del aprendizaje, las respuestas son como el agua que se escurre entre los dedos. El desprecio que el sistema educativo tiene por la memoria es uno de los defectos causales del desastre del nivel básico, de ese tronco común donde descansa la educación media y superior.
Steiner escribe que la fragilidad de ese tronco común trae como consecuencia la autodestrucción automática; con demasiada frecuencia el menos inspirado académicamente es el que pasa a la enseñanza media, transmitiendo así su triste mediocridad a generaciones de aburridos alumnos. Corregir la reducción de habilidades esenciales en humanidades y ciencias es la preocupación de Steiner. Escribe que si se quiere consolidar los niveles, las exigencias populistas tendrán que ceder a un orden de mérito en el que la auténtica excelencia pueda distinguirse de la proliferación de formas parasitarias. Se necesita valentía política (por ejemplo, podríamos pedir al presidente Calderón que la valentía con la que enfrenta al narcotráfico la utilice también para enfrentar a quienes tienen secuestrada y herida de muerte a la educación). Afirma que la alfabetización es fundamental: es la base conceptual común para los hombres de hoy y de mañana. La enseñanza de las matemáticas forma parte de esa base; aun los conceptos matemáticamente más avanzados deben enseñarse de manera persuasiva y demostrable; un buen método es el histórico: exponer la historia intelectual de números y operaciones, lo que socialmente ha habido detrás de ellos y los factores que condujeron a soluciones o no soluciones. Enseñar matemáticas mostrando el recorrido de las no soluciones es el método más útil e instructivo: deja abierto el camino. Las paradojas más interesantes de las matemáticas surgieron en el siglo XIX con los ensayos de geometrías no euclidianas. Por ejemplo, la comprensión del teorema de Gödel fue y sigue siendo una ruta de gran utilidad para descubrir la incertidumbre del conocimiento, fuente de nuevas preguntas y proposiciones. Enseñar matemáticas con el enigma de los números primos es un camino de un gran potencial didáctico, por su carácter lúdico y mágico que tanto fascina a los niños. El físico teórico italiano Paolo Giordano, con apenas 26 años de edad, ha escrito una estupenda novela titulada La soledad de los números primos, una alegoría llevada a las relaciones humanas, a dos personajes que se aman, que se acercan pero que no nunca se juntan. Los números primos, llamados “primos gemelos”, están solos; entre ellos se interpone siempre un número par; por ejemplo, el 11 y el 13, el 17 y el 19, el 41 y el 43; permanecen próximos sin llegar a tocarse nunca. La novela de Giordano es una muestra literaria de que la enseñanza de las matemáticas bien puede ser una novela de aventuras capaz de construir un conocimiento básico firme y duradero. Se dice desde Pitágoras que los números primos tienen música. “Dios canta álgebra”. La educación musical debe formar parte del tronco común; aprender a cantar o a tocar un instrumento dentro de los límites naturales de cada quien es adentrar a los niños en el misterio supremo. Desde Kepler, las funciones elípticas que rigen los movimientos planetarios son de un orden musical: la música de las esferas, la harmonia mundi.
Steiner sitúa el conocimiento básico en su textura intelectual, histórica, social e incluso ideológica; agrega que hay que despertar al niño y al estudiante a la inagotable diversión y provocación de lo no resuelto. La arquitectura es música congelada, geometría en movimiento. Aprenderlo es apreciarlo; el espíritu se ve enriquecido con el uso de la computadora para la creación imaginativa, para mostrar de un modo sencillo la complejidad de las formas. Hay fachadas que cantan. Nociones elementales de arquitectura son indispensables. Una introducción a la biología molecular y genética es imprescindible en la base común del conocimiento. Estas disciplinas han alterado las concepciones de lo público y lo privado y han mutado la condición humana, con las consecuentes interrogantes éticas, jurídicas, demográficas y políticas. Steiner llama a este aspecto de la educación básica la alfabetización biológico-genética: clonación, creación in vitro de moléculas que se duplican ellas solas, proyectos genoma, trasplante de órganos vitales. En el “quadrivium” del programa de matemáticas, música, arquitectura y ciencias de la vida, Steiner propone que se enseñe, en la medida de lo posible, históricamente. Es la pedagogía de la esperanza. Acepta el escritor que su propuesta es utópica, pero explica que hay épocas de crisis en las que solamente lo utópico es realista. Dice que la alfabetización en los números, en la música, en la arquitectura y en la biogenética es un proyecto de locos. “Ojalá lo fuera todavía más”, concluye. Pero la locura de quienes deciden la educación en México no es la de Steiner o la del sabio Erasmo; ni siquiera la del ogro filantrópico o la del profesor chiflado, sino la del poder ciego y depredador.