domingo, 19 de julio de 2009

Los perdedores

Lo obvio se deshizo, al final, de las sombras deliberadas con que se pretendió cubrir la desnudez de la realidad: el cinco de julio habló el bolsillo y ganó el debate y las elecciones. Perdieron los partidos, el gobierno, la mercadotecnia y los medios de comunicación. La estrategia electoral del PAN, colgada de la memoria histórica, fue insuficiente para remover los recuerdos amargos, con la memoria atiborrada de un presente crítico. Dar identidad al enemigo es un principio básico de una buena estrategia; sin embargo, el postulado amigo-enemigo en que se fundó la campaña panista fue debilitándose en el camino de las malas noticias: recrudecimiento de la crisis económica, susto sanitario, parálisis de la vida económica y social, violencia real y mediática y desgaste de la figura del líder nacional del PAN que acabó siendo detestada. El carisma no es precisamente el don de Germán Martínez. El PAN se colgó del presidente Calderón y el resultado no fue positivo para nadie: Calderón no ayudó a su partido y éste no fortaleció al presidente. En la estrategia amigo-enemigo privilegiada por el PAN, los enemigos ganaron la batalla y ya se aprestan a capitular las ganancias.
El PRI jugó a conservar el marcador. Desde hace un año todas las encuestas lo situaban en la delantera. Si bien es cierto que no ganó la mayoría calificada en la siguiente cámara de diputados, también lo es que la puede conseguir con facilidad. El punto es si esa mayoría relativa o calificada es capaz de participar, con la urgencia del caso, en la construcción de los consensos necesarios para avanzar en la modernización económica del país y en la reforma política (empezando por los partidos) y revertir cuanto antes el descrédito de las instituciones públicas y perfeccionar las reglas y procedimientos democráticos. La ironía vengativa que han mostrado los dirigentes del PRI no augura el advenimiento de una etapa constructiva sino el mantenimiento de una estrategia que apuesta por la catástrofe gubernamental –y del país. La dirigencia del PRI y el liderazgo legislativo siguen en manos del grupo político menos moderno y democrático de esa octogenaria institución. Es justo decir, sin embargo, que en la periferia cercana a los altos mandos de la clase política dominante crece el poder de un grupo de gobernadores que por la edad y las formas se distancia del pasado terco y resistente del autoritarismo. El relevo generacional toca a la puerta y golpea con fuerza. El grupo de nuevos políticos del PRI, encabezado por el gobernador del Estado de México Enrique Peña Nieto, tiene entre sus filas a políticos interesantes: el gobernador de Chihuahua, el de Tamaulipas, los gobernadores electos de Querétaro y Nuevo León, entre los más visibles. Tienen menos de cincuenta años y sus formas políticas se ven más cercanas a la modernidad democrática que al pasado autoritario. Si no se los traga el monstruo del PRI ladino y mafioso, el futuro del partido se avizora promisorio para el país. Paradójicamente, en el viejo PRI hay políticos jóvenes mejor formados que en el joven PAN, donde no se ha preparado una clase política que sea moderna y competitiva al mismo tiempo.
¿Qué se puede decir del PRD sin dar de gritos? El diagnóstico lo expresó hace un par de días un desesperanzado Cuauhtémoc Cárdenas: “no me siento representado por una dirigencia que no cumple los estatutos del partido”. ¿Entendemos ahora de qué se trata ese manoseado asunto de la representación? ¿No deberíamos los ciudadanos apropiarnos de la misma petición de principio? Si no nos sentimos representados por los partidos ni por los representantes, que en primer lugar sea porque no acatan sus propias reglas, porque contravienen las normas jurídicas generales, porque no cumplen las obligaciones políticas de su mandato, porque menosprecian a las instituciones, por su falta de compromisos, por la evasión de sus responsabilidades. El fin no justifica los medios; no es legal, legítimo ni moral que en nombre de la unidad del partido se violen las reglas del juego. Por su importancia coyuntural y por la claridad de los conceptos, cito algunos párrafos de Un último llamamiento a los militantes del PRD de Cuauhtémoc Cárdenas:
“En marzo del año pasado, después de la cuestionada elección para renovar la dirección del partido, advertí de la fuerte confrontación y fractura que vivía nuestra organización y planteé públicamente un camino de solución: la renuncia de todos los contendientes a los cargos de elección, la disolución de los cuerpos de dirección del partido y su sustitución por entes provisionales, para permitir con ello la recomposición y rencauzamiento (sic) de nuestra organización. Ninguna respuesta ni comentario merecí de la dirección o de los liderazgos internos, pues prevalecieron los intereses de facción, el sectarismo y la intolerancia. . . (entre) los resultados más graves de esa confrontación se encuentran el permanente quebrantamiento de las disposiciones estatutarias por las instancias (sic) de dirección, individuales y colectivas, sea para responder a presiones clientelares y sectarias, sea mostrándose complacientes ante la violación de la regla. . . Tal como está el PRD. . . es incapaz de dar viabilidad a su proyecto democrático y progresista de nación y, sobre todo, no le es de ninguna utilidad al pueblo mexicano. Procedería entonces, a mi entender y antes que otra cosa, aplicar los mandatos del estatuto para volver a la legalidad interna.”
Me declaro pesimista: a los dirigentes formales y reales del PRD y a sus tribus virulentas y groseras les importa un bledo la legalidad, la civilidad, la democracia y el país.

domingo, 12 de julio de 2009

Indulgencias liberales

La revista italiana L’Espresso publicó en su edición de ayer un artículo del escritor Umberto Eco titulado Il nemico della stampa (El enemigo de la prensa), que es como uno de esos gritos con que alguien apacigua una alharaca babélica. De ahí su contundencia: “El problema de Italia no es Berlusconi sino la enferma sociedad italiana que permite a una persona acumular tanto poder”. La reflexión de Eco, un baldazo de agua helada en la espalda de una sociedad trasminada de negación y autoengaño, es un traje a la medida de la sociedad italiana; sin negar las diferencias entre una sociedad y otra, el traje no le va mal a la sociedad mexicana, en estos días en que la distribución de culpas, ese ancestral vicio cultural mexicano, se ha acentuado por la adversidad económica, los escándalos de corrupción, la creciente inseguridad y la desilusión política. Sobre todo en tiempos críticos, la culpa la tienen siempre los otros. No se nos da la autocrítica. En los partidos perdedores del pasado cinco de julio se levantaron al instante los gritos que exigen la horca de los líderes, no la reflexión crítica acerca de las causas de la derrota; en algún escondrijo de nuestra conciencia anida el virus del caudillismo: la culpa la tiene el líder, nunca los que lo encumbran y endiosan y le rinden culto. El hecho es que la instantánea renuncia de Germán Martínez al liderazgo panista corre el riesgo de deshilvanar la autocrítica del partido, más si los militantes creen que la mera sustitución del líder resuelve los defectos y cura las heridas. Es cierto que Germán Martínez se responsabilizó de la catástrofe electoral panista. Su decisión es honorable en una sociedad en que casi nadie tiene el valor de asumir una culpa o una responsabilidad. Pero asumir “toda” la responsabilidad equivale a no asumir ninguna. Su renuncia, pues, sólo debe interpretarse como una invitación a la imparcialidad de la crítica interna, no como la firma que cierra la instrucción del caso. En contraste, en el Partido de la Revolución Democrática el líder nacional, también al instante, tendió un puente para el diálogo cupular, invitación atendida por la gobernadora de Zacatecas Amalia García y por el gobernador de Michoacán Leonel Godoy, pero desatendida (o despreciada) por Andrés Manuel López Obrador, caudillo de Iztapalapa. El PRD es un repartidero de culpas. Sus taras ideológicas y su incapacidad autocrítica lo tienen en la lona. Ya sólo falta que culpen al modelo económico de su debacle electoral.
Un importante psicólogo norteamericano de cuyo nombre no puedo acordarme decía que la más importante y útil de las virtudes humanas es el autoengaño. La aseveración no es verdadera, pero es, aun parcialmente, certera; sin embargo, también se puede enunciar que la reflexión y la búsqueda de la verdad poseen un potencial curativo que no tienen la mentira o el autoengaño. El conocimiento de uno mismo nos puede hacer más libres o más esclavos, dependiendo de lo que se quiere saber, de la oportunidad de la reflexión interior y del tiempo que destinamos a descubrir lo que somos. El análisis de uno mismo tiene sus límites y también los tiene la memoria. Sin una mirada crítica al pasado se camina a ciegas, a tropezones; pero abandonados al pasado simplemente no se camina. La memoria, en efecto, sirve para olvidar. Este enunciado demuestra que el pequeño espacio que el olvido es incapaz de borrar sirve para recordar lo que verdaderamente importa, aquello sin lo cual cada paso en el camino es un acto suicida. Es inaceptable el postulado pragmático de que es válido mentir si con la mentira se aumenta la felicidad propia y la de muchos, pues a fin de cuentas nadie puede escapar de la responsabilidad. En una entrevista en la BBC londinense de principios de 1978 el pensador Isaiah Berlin respondía, a propósito de la crisis de la filosofía, que a la gente no le gusta que se le analice en demasía, que se pongan al descubierto sus raíces, en parte porque la necesidad misma de la acción impide el escrutinio y en otra porque resulta inhibitorio y paralizante. Cuando una persona se encuentra en una disyuntiva se pone nervioso, cierra los ojos e intenta pasar la responsabilidad a una espalda más ancha: al Estado, a la Iglesia, a la clase social. Muchísimas preguntas irritan a la gente y suscitan resistencias. El problema es que un día, inesperadamente, llegan esos momentos críticos de la existencia colectiva en que la negación y el autoengaño son cualquier cosa, menos virtudes, pues sólo retrasan el remedio de los males. La libertad no nos hace más felices sino más responsables. Y lo somos del funcionamiento de un gobierno y de las decisiones de los gobernantes. Por más que a los mexicanos no nos agrade la ardua y dolorosa tarea de escudriñar en nuestros sentimientos y actitudes, ello no nos exculpa de responder de sus consecuencias ante los demás. Si la responsabilidad es ineludible en el ámbito privado, lo es más en el ámbito público. Las instituciones democráticas lo son principalmente porque rinden cuentas. La reflexión y la autocrítica que deben llevar a cabo los partidos después de unas elecciones, no ha de ser un mero ritual estatutario sino un verdadero y civilizado ajuste de cuentas con el pasado inmediato, con la guía luminosa del pasado original o constitutivo. Esta obligación nos compete a todos, pero los partidos, que son los protagonistas principales de la lucha por el poder, son doblemente responsables de analizar lo ocurrido, tanto si se ha ganado o se ha perdido. Los triunfadores cometen un grave error si se apoltronan en el dulce sabor de la victoria. En la vida personal y también en la política el triunfo suele ser engañoso, así sea porque, en general, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. El voto de castigo es tan alto como el voto positivo y el partido ganador debe pensarse de un modo tan crítico como si hubiera perdido. La autocrítica es el único método conocido hasta hoy que ofrece enseñanzas, no el auto engaño, no la mentira. La auto complacencia nunca ha sido buena consejera y no ha sido útil para trascender errores y mejorar actitudes y conductas. En una democracia zigzagueante como la nuestra, el mejoramiento sólo puede ser juzgado con criterios democráticos. Repartir culpas es fácil, cualquiera lo puede hacer; mirar detenidamente los yerros, escudriñar los vicios y deslindar responsabilidades es una tarea difícil, compleja; lo peor es evadir la auto crítica en nombre de la unidad del partido o de intereses de corto plazo, pues sólo se está posponiendo una tarea que, más temprano que tarde, resultará más costosa que los arrebatos del presente. De poco sirve juzgar la política palomeando aciertos, exaltando méritos. El genuino progreso político se basa en la búsqueda crítica del error, no en la complacencia del acierto. Concedo que he dicho puras simplezas, naderías del sentido común. Lo non ci sto. Creo, sin embargo, que siempre hay que tenerlas en la mesa y a la mano. Son los puntos de partida.
Umberto Eco advierte en la sociedad enferma de Italia un ambiente parecido al que precedió a la llegada de Mussolini al poder. Hay que tomarlo en serio, muy en serio. Acuña una expresión afortunada para explicar el arribo del fascismo: la indulgencia liberal. La tradición liberal mexicana también ha sido indulgente con las decisiones de los partidos en el Congreso. Una indulgencia imperdonable fue la reforma al artículo 41 de la Constitución que prohíbe las expresiones que denigren a las instituciones y a los partidos o que calumnian a las personas. Los partidos huyeron por la puerta falsa: prohibir es fácil; reducir el ejercicio de una libertad es simple, basta un decreto; lo difícil es sortear las dificultades propias del ejercicio de la libertad, y movernos en esas dificultades de manera democrática y civilizada. La indulgencia liberal puede ser de poca monta, apenas advertida, pero no es exagerado temer que una indulgencia excesiva invoque a los demonios del poder autoritario.

domingo, 5 de julio de 2009

La navaja liberal

Hoy es un día franco, no un día de guardar; es un día del juicio, no un día de fiesta. Durante tres días los ciudadanos disfrutamos de la más hermosa de las prohibiciones democráticas: se callaron los candidatos y los partidos. Algunos proclaman que la votación es una fiesta cívica. No hay tal. Ni siquiera en sentido figurado puede aceptarse esa tontería. Para muchos puede ser un día placentero si se considera que la venganza es un placer agridulce. Para otros puede ser un acto de castigo a políticos y gobernantes, pues no están las cosas en el país como para repartir premios. A nadie en su sano juicio se le ocurriría organizar una fiesta en honor de diputados y senadores o para entregar trofeos al secretario del trabajo, al gobernador y al director del IMSS. Sólo un demente propondría un brindis en honor de los partidos políticos. Puede haber entusiasmo, coraje, sentido del deber, conciencia de un derecho, expresión de un acto libre. Puede incluso haber alegría, si consideramos que un ciudadano alegre vive ligero pero no a la ligera. Las razones y los sentimientos son variados, plurales, incluidos los de indiferencia, apatía o abulia. Pero en estricto sentido no es un día festivo; votar no es un acto feliz, como no lo es para un enfermo tomar un remedio amargo para curar una enfermedad que lo tiene postrado. Se puede votar con desesperanza, como un acto de resistencia, o se puede ir a la urna con una piscacha de esperanza en que las cosas pueden y deber mejorar, y convencidos de que no votar sólo las empeorará. Pero no se puede acudir a la casilla, salvo que se haya perdido el sentido de la realidad, con la misma sonrisa con que se departe el amor o la amistad o con que se contempla el atardecer en el momento en que los últimos esplendores se adentran en el abismo del horizonte. Como sea, votar es una necesidad política. Acudimos a la urna a sufragar no porque la democracia nos ofrezca el paraíso, sino porque nos puede salvar del infierno. Votamos para alejar de nuestras vidas riesgos mayores a los que ya soportamos por el simple hecho de estar vivos. Votamos para ahuyentar los peligros siempre latentes del autoritarismo, para conjurar el riesgo de una dictadura. No es teoría: ahí está Honduras. Y están también los mesianismos reciclados de Venezuela y Bolivia, donde la democracia ha retrocedido medio siglo o donde no ha logrado arraigar sus principios y reglas más elementales.
Hace algún tiempo, no sin ironía auto denigratoria, escribí que en una democracia los ciudadanos ya teníamos a los gobernantes que nos merecíamos. La afirmación fue y es exagerada: todas las democracias son imperfectas y hay unas más imperfectas que otras. Matizo ahora argumentando contra los quejumbrosos de la representación, los que suponen que las boletas electorales deben ser espejos que nos reflejen. Entre el extremo que glorifica al ciudadano y el que demoniza a la clase política encontramos una interesante variedad de espejos y rostros, de ciudadanos enterados e indiferentes, de políticos demócratas que debemos cuidar y políticos escleróticos que debemos expulsar. No, la boleta electoral no es el espejo que nos retrata y tampoco es un vidrio anti reflejante que nos vuelva invisibles. Como en La Leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth, es inevitable contemplarnos en el espejo que cuelga frente a nosotros cuando estamos acodados en la barra de un bar. Nos asombra lo que vemos: nos conocemos y nos reconocemos; recordamos lo que éramos y miramos lo que somos, en lo que nos hemos convertido. Sin embargo, ni los bares ni los espejos son los mismos. La iluminación juega un papel fundamental. El buen bebedor sabe que uno es el espejo que aluza los poros de su rostro patético y otro el espectro que lo refleja bello y lúcido. Para encontrar un espejo a modo de cada quien es más confiable un bar que una papeleta electoral. Si no nos sentimos representados por los partidos puede deberse en parte a que le exigimos demasiado a la aritmética.
A Karl Popper le gustaba repetir la idea básica liberal de que el Estado es un mal necesario. En 1954 había dado una conferencia sobre el tema: La opinión pública y los principios liberales. El Estado es un mal y sus poderes no deben multiplicarse más allá de lo necesario. A este principio le llamó el principio de la navaja liberal. Aun si fuera cierta la concepción del homo homini lupus, Popper creía que era posible demostrar la existencia del homo homini felis: en la naturaleza amable y buena del ser humano nadie perjudica a nadie; pero aun en esa comunidad existirían fuertes y débiles. La humanidad, por fortuna, no se divide en buenos y malos, en débiles y fuertes o en malos y malos. Y el Estado es de cualquier modo una necesidad. Si el Estado es un mal, entonces es un peligro constante; si ha de ser más poderoso que cualquier ciudadano o cualquier corporación, es necesario que existan instituciones que reduzcan ese peligro (y de no pagar demasiado por ello). Las limitaciones a la libertad de cada uno hacen posible la vida social, pero deben ser reducidas a un mínimo e igualadas en lo posible. Y de la lucha por el poder, en consecuencia, no podemos esperar aromas florales. Lo que en cambio podemos exigir es el cumplimiento de ciertos principios, de reglas bien formuladas y de procedimientos claros. Con el voto le damos forma al régimen representativo; es el primer uso de la navaja liberal; luego vienen otros filos: transparencia, rendición de cuentas, nuevos días del juicio, nuevos ensayos, muchos yerros, algunos aciertos. Hoy, después de votar, al instante nos toparemos con el autoritarismo: hay ley seca, los bares están cerrados. Un consuelo literario bien puede ser La leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth, en el setenta aniversario de la muerte de este lúcido prisionero del ajenjo.


miércoles, 1 de julio de 2009

Democracia de víctimas


De Estados Unidos copiamos, casi siempre mal, muchas de sus costumbres, sus modos compulsivos de consumo, sus decadentes modelos educativos y algunas creencias e instituciones culturales que allá están en crisis y aquí las tenemos como valores indiscutibles. Calcar el estilo de vida norteamericano no es nuevo: está en el origen mismo de nuestro primer debate político como Estado independiente. Los partidarios del federalismo de 1823 calcaron de la Constitución de Estados Unidos el sistema federativo y reprodujeron su estructura y esquema en la Constitución de 1824. En el peor sentido del término, somos copiones, con las faltas de ortografía incluidas; no imitamos actitudes, trasplantamos conductas; no emulamos costumbres, las hacemos leyes e instituciones; no discernimos sobre prácticas y virtudes políticas, las transcribimos como formas modales de comportamiento. En su mayor parte, el mimetismo resulta monstruoso. Y llegamos, además, retrasados. Ahora que en Estados Unidos la educación por competencias está en su peor crisis, aquí la hemos encumbrado como el dogma oficial educativo; si allá la desobediencia civil tiene una experiencia democrática de ciento cincuenta años, aquí, en nombre de una resistencia civil adulterada, se cierran calles, se toman tribunas, se bloquean carreteras o se mandan al diablo a las instituciones; si allá las minorías se expresan libremente en las plazas, aquí les damos curules y financiamiento público. También hemos trasladado, sin más, sus actuales defectos públicos. De los vicios más visibles de la democracia norteamericana hemos hecho un facsímil del que nos sentimos orgullosos. Esos defectos y vicios tienen su origen en el declive de la autonomía de los individuos. Si un sentido político tiene una democracia es que el individuo reclama para sí el derecho de ser responsable de su propia suerte. Sólo en los regímenes absolutos y en los estados totalitarios el individuo carece del más humano de los derechos humanos: el derecho al azar. El Estado-Partido le negaba al individuo ese derecho y le robaba su dignidad; las elecciones eran siempre una mascarada, una manera de verificar que la totalidad estaba funcionando a la perfección, mecánica y automáticamente. Con las democracias modernas aparece el victimismo y la tendencia social a la victimización, que es una renuncia a la autonomía personal (del mismo modo que la proclamación del voto blanco o nulo es una renuncia a la inteligencia). Formar parte de un grupo de víctimas equivale a renunciar a la responsabilidad del propio destino y a buscar la responsabilidad ajena. Lo que distingue a la víctima es que carece de responsabilidades. En su mayor parte, los miembros de la sociedad estadounidense aspiran a la calidad de víctimas; exigen ser resarcidos, reivindicados, restituidos, enaltecidos. La víctima tiene derecho a quejarse de todo y de todos, y los demás tenemos la obligación de mirarla con admiración y de sumarnos al coro exultante. Es lo políticamente correcto. La víctima asume el derecho de recibir reparaciones especiales, exigir indemnizaciones perennes, entablar juicios contra las empresas que producen licores o contra las que fabrican cigarros, demandar al municipio que pague la descompostura del vehículo que cayó en un hoyanco o que cubra los gastos médicos por la fractura de una pierna por causa de una banqueta desnivelada. La compasión por la víctima suplanta la idea y la acción de la justicia. Es más cómodo y fácil ser una víctima que tener el valor civil de exigir justicia, valiéndose de los propios medios –escasos pero valerosos– y asumiendo los riesgos y las consecuencias de la jurisdicción aplicable a todos. Quien ha sido perjudicado tiene derecho a una compensación, pero es más rentable –en dinero y en reconocimiento social– representar el papel de víctima que el de participar en la edificación de una democracia cuya sombra nos cubra a todos. En muchos sentidos, la democracia norteamericana es una industria multinacional de víctimas y el país que ocupa el primer lugar en exportar derechos de minorías. De esa cultura de multitud de víctimas nos vienen algunas de las perversiones de nuestra democracia representativa y la mayor parte de los vicios públicos que hoy padecemos en México. Como siempre, plagiamos ideas y costumbres de modo indiscriminado, sin adaptar, sin discutir, sin abonar la propia tierra, sin humedecer el suelo desertificado de nuestros propios defectos. El respeto a la ley, por ejemplo, una costumbre democrática que encontramos en el nacimiento de Estados Unidos, no lo hemos podido traer a nuestra cultura política. Padecemos el vicio de la perfección. La idiotez de lo perfecto, diría el escritor Jesús Silva-Hérzog Márquez. Aspiramos a la perfección; nos gustan las leyes perfectas, los grandes ideales, los objetivos grandilocuentes, las causas tremendas, las soluciones definitivas. Nos gustan las leyes que lo regulan todo y lo regulan bien, pero somos incapaces, empezando por los gobernantes, de cumplir los reglamentos más elementales de la convivencia inmediata. Con tantas malas costumbres que calcamos de Estados Unidos, no reproducimos la costumbre de respetar las leyes. En un discurso de Benjamín Franklin del 17 de septiembre de 1787, luego que concluyeron los debates de la Constitución de Estados Unidos, expresó que, habiendo sido él un crítico implacable del documento aprobado, dudaba de que se hubiera podido tener una Constitución mejor; que los miembros constituyentes, seres humanos con prejuicios, pasiones y opiniones erróneas, con sus locales intereses y sus miradas egoístas, no se podía esperar de semejante asamblea una Carta Magna mejor, y convocó a los constituyentes –él por delante– a salir a la calle a difundirla, defenderla y cumplirla, pues era la obra imperfecta discutida y aprobada por un puñado de hombres nacidos de un tronco torcido.