Me gusta el lema del filósofo polaco Leszek Kołakowski: “Cuando las
cosas parecen claras, hay que sembrar una confusión curativa y cubrirlas con un
velo de inseguridad”.
El lema es, en el mejor de los sentidos, el método
racional de Karl Popper: la búsqueda crítica del error.
Sembrar un tanto de confusión cuando las verdades se
decretan como definitivas es saludable. Sólo de esta manera podemos alternar
certezas y dudas. Además, tenemos la obligación de salvar los aspectos
constructivos de los ideales, de las utopías abiertas al ensayo y al error.
En uno de sus lúcidos ensayos, Kołakowski reconsidera
la muerte de la utopía. Desde luego, el filósofo piensa en el principio de
esperanza de Ernst Bloch (el hipotético plagiario de Walter Benjamin), cuya
obra hunde sus raíces en el romanticismo alemán del siglo XIX; pero sobre todo el
filósofo polaco piensa en la necesidad contemporánea de mantener la
inconformidad frente a la homogeneidad universal del pensamiento.
La clave para reconsiderar la utopía es, de entrada,
evitar la tentación de construir soluciones definitivas. Sabemos que lo posible
no siempre es factible y que lo factible no siempre es posible.
Kołakowski escribe que cuando le preguntan dónde le
gustaría vivir suele contestar: “en un bosque de alta montaña a orillas de un
lago que esté en la esquina de Madison Avenue de Manhattan con los Campos
Elíseos de París en un apacible pueblecillo”.
El filósofo asume que es un utopista no porque no
exista el objeto de sus sueños sino porque es intrínsecamente contradictorio.
Si hacemos descender la utopía del perchero donde la
humanidad ha colgado los sueños apocalípticos o despeluzamos su contenido de la
grandilocuencia de la perfección, entonces podemos detenernos un poco para ver
si algo queda.
Y, en efecto, algo queda.
Dicho de manera muy sencilla, queda la idea de que
el mundo siempre puede ser mejor de lo que es. Si esta idea implica esfuerzo,
indignación, asombro y persistencia, la utopía desgrana sus contenidos en
cientos o miles de pequeñas utopías enteramente realizables.
A cualquiera le gustaría vivir en el domicilio
soñado por Kołakowski. Sin embargo,
también podemos soñar en vivir en el mismo lugar donde vivimos y desear que sea
distinto –a veces, radicalmente distinto.
Es utópico soñar en vivir donde mismo si lo mismo
recobra su mismidad. El gigantismo
urbano es ahora el formidable monstruo que aturulla los sueños de vivir donde
mismo. El problema es que los gobernantes y la mayoría de la gente venera y le
rinde culto a ese monstruo que nos destruye. Si hay un ejemplo de progreso
ilusorio sin duda lo tenemos frente a nosotros: se llama Querétaro.
La publicidad ofrece el paraíso. Es una pena que la
ciudad la decidan los publicistas, pues generalmente estos “visionarios” tienen
la extraña costumbre de vendar sus corvejones y cubrirse el lomo con un
gualdrapa de papel de estraza. Lo cual demuestra lo que decía Karl Kraus: en el
mundo hay más burros que burros.
Algunos hechos son irrebatibles: la ciudad es una de
las más caras del país; los traslados son largos y costosos y bien podemos
espantarnos de que en pocos años nos convirtamos en eternos pasajeros; los
restaurantes se cuentan por miles, son carísimos, y no hay dónde se pueda comer
decentemente; el centro histórico es inalcanzable; las aceras son
estacionamientos y las calles son, para los que caminan, más inseguras que las
de la ciudad de México; el paisaje urbano ha sido turbado por la fealdad de los
edificios montados en los cerros y por la falta de imaginación de los que
diseñan la verticalidad urbana; la agresividad de los automovilistas serpea en
cada esquina y uno debe precaverse de la grosera prepotencia de quienes
esconden su complejo de inferioridad en el lujo de camionetas absurdamente
monstruosas, etcétera.
En cambio, hemos mejorado en otros tantos aspectos
de la vida urbana. Hay más opciones para elegir y este hecho es bueno en sí
mismo.
La pequeña utopía, sin embargo, pervive en los
sueños de quienes vivimos en el paraíso: evitar que el crecimiento de la ciudad
destruya el medio ambiente y las relaciones humanas.
Si la gran mayoría de los habitantes toma por
verdades los artificios del progreso, grave. El citado Karl Kraus ya advertía
que la consigna de su época era la estandarización. Hoy es más cierto que hace
cien años.
En la utopía que nos merecemos, bien haremos en
desmontar los engaños del crecimiento económico desnudo: ¿crecer para qué?; ¿crecer en
perjuicio y a favor de quiénes?; ¿generar empleos a qué costo y para quiénes?; ¿es democrático
gobernar con sustantivos, pero sin adjetivos?
El
problema de nuestros economistas es que no saben economía. Una mirada a la
historia suele delatar a los insensatos que deciden el destino de
todos.
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