martes, 16 de agosto de 2011

El poeta o de la injusticia

A veces pienso que el mártir es el tirano perfecto.
Imre Kertész

El poeta Javier Sicilia, con su voz enhebrada de verdad, honradez y amor, ha dirigido su mirada y su palabra a los malos gobernantes y ha desnudado la injusticia activa y pasiva de los mexicanos, injusticias ambas sufridas y causadas, en medidas distintas, por los mexicanos. El verso del poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-1883) nos queda a la medida: “Uno pinta un tanto por ciento de lo que contempla”. Como dice la politóloga letona Judith Shklar en Los rostros de la injusticia todos somos potenciales víctimas, primera regla para diferenciar desventura e injusticia. La maldad que nos encarna es que tratamos la injusticia como si fuera una sorprendente normalidad. La paisana nativa y teórica de Isaiah Berlin, estudiosa de la justicia negativa, formula la necesidad de tener un sentido de la injusticia: indignarnos mediante una propuesta democrática y no a través de una reivindicación enconada.
El poeta Sicilia declaró hace unos días que él es un poeta que hace política. Mala señal y pésima autodefinición. Es preferible su voz de ciudadano racional que de profeta de la desventura.
El mayor riesgo que corre el poeta es que la política lo devore y que sea cada vez menos poeta. La indignación que le produjo su tragedia familiar lo tiene encaramado en el templete del aplauso y la fama, un peligro del que nadie sale indemne El inicio de su movimiento cívico fue, por decir lo menos, esperanzador. La desobediencia civil era y es el camino menos farragoso; es, por el contrario, el terreno apisonado donde podemos movernos sin caer en la tentación del heroísmo. Pero muy pronto lo abandonó y fue conducido a la plaza de los aullidos a decir lo que piensa y a pensar lo que dice. Lo suyo es la palabra y exige que la palabra del político deje de ser una mentira sistemática. Al poeta le va la vida en la palabra, pero no en cualquier palabra, pues el siglo XX nos enseña cientos de lecciones de escritores que hicieron de la palabra un fusil y de su poesía un llamamiento al asesinato. La paradoja de Sicilia se hace cada vez más clara: es un buen poeta y un ser humano sencillo, honrado, amoroso; no se le da el odio; sin embargo, sus palabras pueden avivar el odio que se palpa en la marrullería de resentidos y oportunistas, entre los miles que le aplauden rabiosamente y entre quienes le aconsejan y asesoran. El caso es que un poeta sin odios –Oh Dios– tiene el poder de henchirlos.
Al poeta Sicilia se le aplaude por un lado y se le fustiga por el otro. Ambas actitudes no son fiables. Su tono mesiánico es poco cuerdo, de acuerdo, pero su voz ha logrado abrir un debate que aún tiene mucho que ofrecer. En el trayecto a Ciudad Juárez se fueron agregando voces antes apagadas por la impotencia o el anonimato, pero también se colgaron delincuentes, rémoras del activismo social e intereses partidistas. Su regreso a la ciudad de México fue triunfal. Contra las voces radicales que rechazaban el diálogo, tomó la decisión de acudir a la cita con el presidente Felipe Calderón. La democracia nos permitió darnos cuenta del contraste de intereses y puntos de vista. En la reunión se habló de los muertos, de las categorías de los muertos, del número de muertos. Erró el poeta: dejó la poesía e hizo de la estadística su argumento. Pero ¿de qué tenía que hablar el poeta? ¿Cuál es la voz, la palabra y la sustancia con las que debe dirigirse al presidente y a los mexicanos?
Recordé a propósito una de las más célebres llamadas telefónicas de todos los tiempos. En 1937 el poeta Borís Pasternak habla por teléfono con Stalin para interceder por la vida y la libertad del poeta Ósip Mandelstam. El tirano le reprocha su actitud en relación a Maldelstam. Pasternak insiste. Stalin cambia bruscamente de tema. Entonces Pasternak le solicita una cita para hablar.
Stalin: ¿Para hablar de qué?
Pasternak: De la vida y de la muerte.
El “montañés del Kremlin” le colgó al poeta.
La URSS de 1937 no se parece en nada al México de 2011: Calderón no es Stalin, Javier Sicilia no es Pasternak y yo no soy poeta y nada sé de poesía o de lo poético. Sin embargo, el tema de la vida y de la muerte sigue siendo el tema del poeta. No tenemos derecho a juzgarlo de manera simplista, pero él no es inocente de las simplificaciones. Para explicarme me auxilio de la reflexión de Imre Kertész (sufrió los campos de concentración del nazismo): el asesinato, cuando supera cierta intensidad, cierta duración y cierta cantidad y cuya continuidad no depende de las ganas o la desgana de los participantes, ni de su llameante afán o su repentino hartazgo, ni de su entusiasmo o su repugnancia, en una palabra, no depende del estado de ánimo momentáneo de los individuos, ni siquiera de su constitución psíquica, sino de la organización, del funcionamiento de la cadena de montaje, de una maquinaria cerrada que no da tiempo para respirar. Además (sigue Kertész), no cabe la menor duda de que esto también le ha dado el golpe de gracia a la representación trágica. En México la muerte se ha convertido en normalidad cotidiana, en un hecho de la naturaleza, como la desnudez de los árboles en otoño.
La maquinaria de asesinatos no puede lanzarse a la cara de los gobernantes si no se le identifica con la infernal maquinaria de avaricia, fuego y corrupción que ha producido la delincuencia organizada y el narcotráfico. En México el deseo de la muerte se castiga con la muerte y se mata del mismo modo espantoso a los que no quieren morir.
El poeta Javier Sicilia hace política y ha tenido que dejar lo que es suyo o reducir el tiempo que antes de su tragedia le dedicaba a leer y escribir. El daño es inmenso. Ya le mataron a su hijo y ahora lo están matando a él. Escribe Kertész: “Dejé de leer: he aquí la sangre, el placer y el demonio condensados en una sola figura e incluso en una sola frase”.
Sicilia dice que es un poeta que hace política. Es un contrasentido. En realidad es un ciudadano que pelea limpiamente porque en este país la muerte no sea esa maquinaria infernal de dinero, éxito y barbarie. Cuando Sicilia habla de paz emerge el poeta, pues la pregunta es la misma de un personaje del escritor rumano Vintila Horia en Dios ha nacido en el exilio: ¿acaso no es tarea del poeta explicar el verdadero sentido de la palabra paz? El poeta sabe que la poesía es más intensa que el mundo, y por eso podría preguntar, como lo hace la campesina geta al poeta Ovidio en la obra de Vintila Horia: “Me han dicho que ustedes no aman más que el amor. ¿Pero qué es el amor sin la muerte?”. La misma campesina opina y vuelve a preguntar a Ovidio: “Podríamos vivir en paz si no tuviéramos miedo los unos a los otros. El miedo nos hace hablar idiomas diferentes. Se fabrican armas en vez de inventar palabras de paz. Usted, que trabaja con palabras, como yo trabajo la tierra, ¿por qué no inventa palabras de paz?
No vive México en La Hora 25 de Virgil Gheorghiu puesto que los mexicanos vemos que el poeta Sicilia –el ciudadano Sicilia– es la voz de miles de víctimas condenadas a no tener voz. Un poeta habla de la vida y de la muerte, del amor y de la muerte, de la pesadilla que nos impone esa temible verdad de que todos somos potenciales víctimas; como ciudadano es un peticionario privilegiado: sus peticiones pueden ser justas o no, factibles o quiméricas, pero los riesgos en uno y otro caso son formidables: el poeta puede tener cien o doscientos lectores en un país de 111 millones de personas; el riesgo es que, repentinamente, diez mil o cien mil consumidores compren sus poemas y el poeta quede cosificado por el mercado. Javier Sicilia es un buen poeta y no tengo duda de que diez buenos lectores valen mucho más que cien mil consumidores.
El poeta no es el demiurgo de una humanidad envidiosa y mezquina. El poeta jaspea palabras en el arcoíris que se alza en el horizonte cuando ha pasado el diluvio. Quizá a eso se deba que el poeta, si se erige en representante moral de la sociedad, oficie la bendita división del mundo en buenos y malos. La belleza poética queda desbrozada en simplismos políticos. Es probable que para entonces el poeta decida descansar de las palabras y acabe de candidato o de líder fulguroso de jaurías rencorosas.
Levantar la propia desgracia hasta las alturas es un privilegio de unos pocos. Sicilia es por eso un privilegiado. Su voz truena y se oye en todas partes. Su obligación como poeta, diría Brodski, es una sola: escribir bien. Metido a la política –como poeta o como lo que él quiera– debe saber que el ser humano, como dice el escritor serbio Danilo Kiš en El reloj de arena, es lo más parecido a una patata: no fue creada por Dios sino por un chamán estéril-fértil demente. La papa es feísima; es un tubérculo abultado, imperfecto; las patatas más horrendas crecen en la política; su imperfección es vistosa y viscosa, indecorosa y deforme; es resistente, de piel rugosa; su sabor es desagradable y su aroma, cuando se pudre, es como un caño coagulado. Kiš cree que la manzana del Edén era en realidad una patata.
Para Sicilia no ha sido difícil levantar la propia desgracia a las alturas. La tentación del heroísmo no le es ajena. Es quizá el riesgo más tenebroso: el heroísmo. Antes, sin embargo, el poeta ha despostillado la abulia y ha puesto en la mesa la imagen de la maquinaria de la muerte. En el camino puede causar más mal que bien, sobre todo si lo arrastran los profesionales del resentimiento; él, el poeta que sonríe como poeta; él, el poeta que sueña como poeta; él, el poeta que abraza y besa las patatas a las que llamamos políticos; él, el poeta que ha tornado en acción una herida profunda y eterna. La voz del poeta puede ser bella, no necesariamente verdadera; sus apremios no son los de la política y sus palabras no representan a las verdaderas víctimas del país, siempre invisibles y siempre apagadas.

viernes, 12 de agosto de 2011

Curiosidad y azar: un encuentro afortunado

Que la lengua sea flexible
Y capaz de decir lo que piense la cabeza
Teodor Parnicki

Gracias a Carolina Rebollo de Editorial Ciudadela (comunicacion@ciudadela.mx) llegó pronto a mi mesa la Trilogía de Henrik Sienkiewicz. Un lector busca libros y a veces los encuentra; sin embargo, es más correcto decir que la mayoría de las veces son los libros los que buscan al lector y, sin importar el tiempo ni la distancia, siempre lo encuentran. Pero este es el final de una pequeña historia cuyo principio no tiene fecha de nacimiento ni puede localizarse en un momento y lugar determinados. El principio de la historia, por llamarlo así, ocurre cuando la curiosidad y el azar se encuentran en una comunión aderezada de misterio. Un lector devoto debe estar atento al milagro.
Por situar arbitrariamente un comienzo, fijémoslo en la lectura de En tierra inhumana del escritor polaco Jósef Czapski (1896-1993). Es un libro estremecedor. Polonia, invadida por soviéticos y nazis en 1939, es el punto de partida de la historia de Czapski. Cuando un año después Hitler invade la Rusia soviética, miles de oficiales y soldados polacos sufren y mueren en tres campos de concentración rusos. El pacto ruso-polaco (Pacto Stalin-Sikorski) da por terminada su guerra y establece una alianza para enfrentar juntos al ejército nazi. Al autor de En tierra inhumana se le encarga la tarea de investigar el paradero de esos oficiales y soldados polacos hechos prisioneros por los soviéticos. Muy pocos sobrevivieron. La travesía de Czapski lo lleva finalmente a Irán y a la nada; es decir, a la verdad: Stalin traicionó el pacto y miles de polacos “desaparecieron” sin dejar rastro. En la espesura de la noche, en cualquier lugar de la inmensidad del territorio ruso, con el hambre de meses y años, con temperaturas de menos cuarenta grados centígrados, alguien lee fragmentos de la Trilogía de Sienkiewicz y esa lectura épica devuelve la esperanza, anima el espíritu, desentume la tristeza. En medio de la peor de las desgracias –el exilio, el hambre, el recuerdo de los muertos, la nostalgia de la patria, la memoria de padres, hermanos e hijos, la tierna imagen de la novia que espera– un libro es consuelo que alivia por unos momentos la fatalidad que por todos lados trasmina su mortaja maloliente. Tomo nota de Sienkiewicz y cierro el libro de Czapski. El nombre no me es desconocido. Consulto y “descubro” al autor de la Trilogía polaca. Es cierto, leí Quo vadis? allá por 1970, luego de haber visto, a mediados de 1960, la película estadounidense de Mervyn Le Roy, con Robert Taylor, Deborah Kerr y un excepcional Nerón interpretado por Peter Ustinov. Sin embargo, la Trilogía polaca es el mérito que le valió a Sienkiewicz el Premio Nobel de Literatura en 1905. La Trilogía (A sangre y fuego, El diluvio y un Héroe polaco) fue publicada por la editorial española Cudadela en 2007, luego de no sé cuántas décadas de ser una rareza en nuestro idioma. El rescate de la Trilogía por Ciudadela es quizá uno de los acontecimientos literarios más importantes de la primera década del siglo XXI. El historiador Jean Meyer me dice que él la leyó en una edición española del siglo XIX de la biblioteca de una tía. Aquí hay que hacer un paréntesis para mencionar la propia trilogía de Jean Meyer sobre un tema tan cercano. Meyer ha publicado tres libros sobre la iglesia católico-romana y la ortodoxa y los distintos encuentros y desencuentros entre Oriente y Occidente desde la caída de Constantinopla (año 1054): Rusia y sus imperios, La gran controversia y El Papa de Iván el Terrible. Meyer empieza sus búsquedas en el presente. Mejor dicho: desde el presente; es decir, con problemas de hoy. No basta la contemporaneidad en la que suelen encerrarse los académicos para conocer las dolencias actuales. No nacimos ayer. Lo mismo puede decirse de la literatura, pero es momento de cerrar el paréntesis.
Leí de Sienkiewicz Quo Vadis? en 1970 y luego olvidé al autor. Como un remolino de hordas tártaras, el llamado boom latinoamericano nos trajo el viento fresco de excelentes libros y una ola gigantesca de mala literatura. El mal es más grave en nuestros días: con excepciones notables, las librerías rebozan basura. Conviene volver la mirada a los clásicos; pero antes debemos ser capaces de prescindir de los fórceps académicos que exaltan la técnica literaria por encima del gusto sencillo de la buena lectura, mandar a paseo las etiquetas que imponen los críticos literarios y no escuchar las febriles recomendaciones de libros de autoayuda y superación personal. La buena literatura es buena en sí misma y lo es porque es la más fiel consejera de otra buena literatura.
Sienkiewicz escribe su Trilogía entre 1884 y 1888, una época en que Polonia no existe como estado, pues acumula un siglo de ocupación de los tres imperios colindantes: Rusia, Prusia y Austro-Hungría. Las tres novelas de la Trilogía sitúan la historia en el siglo XVII, cuando el Reino de Polonia es invadido por los tártaros. La Trilogía está considerada como la epopeya polaca, algo similar a Guerra y Paz de Tolstói o Vida y destino de Grossman. Pero las novelas de la Trilogía no son marcadamente épicas; en cada una de ellas hay rostros tan humanos como la intriga, el odio y la bondad. Los expertos pueden clasificar la obra de Sienkiewicz como les venga en gana (épica, romántica, realista). El buen lector sabe que, en principio, hay buena y mala literatura. Pero hay algo más y lo dice Marcin Kazimierczak en la Introducción de la Trilogía: el paralelismo entre las historias polaca y española, naciones ambas que durante siglos fueron baluartes de la cristiandad. Las analogías son muchas y en ellas podemos encontrarnos los mexicanos en el recorrido de quinientos años de historia.
Jósef Czapski me llevó a la Trilogía: un asomo a Internet me permitió descubrir la edición de Ciudadela. Creo que el libro me encontró en buena forma: las 1,161 páginas de la Trilogía son una invitación amable a leer buenos y grandes libros. Es la memoria y el ejercicio de la memoria un acto de resistencia contra la injusticia y la violencia. Las adversidades de la actualidad no se explican sólo con la actualidad. De hecho, el presente puro es puro presente. Si la indignación y la desesperanza se reúnen para escuchar el fragmento de un libro y eso alivia por unos momentos la incertidumbre, no significa sino que el libro es insustituible. La técnica no puede ir a todas partes; en cambio el libro viaja con el lector con una fidelidad misteriosa. Se abre el libro y refulge el milagro. Es una desgracia que ya no se lea en grupo (en familia, con los amigos, en el aula). Es una desgracia que ya no se lea en voz alta (en soledad o con el ser amado).
En su artículo del pasado 31 de julio (Más información, menos conocimiento), Mario Vargas Llosa, basado en el libro de Nicholas Carr ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011), escribe que los alumnos han perdido el hábito de leer para contentarse con un mariposeo cognitivo. La robotización de la humanidad es el tema del libro de Carr y la preocupación intelectual de Vargas Llosa. No se requiere de mucha ciencia para observar el desvanecimiento de la memoria. Gracias a Internet se tiene acceso a millones de toneladas de información. La computadora puede almacenar buena parte de esa información sin necesidad de leerla ni de detenerse en sus contenidos, menos en sus significados. Una de las quejas de hoy es que la gente ya no lee. No estoy muy seguro de que la gente de nuestro tiempo lea menos que la de hace cincuenta años. La diferencia es que la gente de hoy lee mal y malos libros. Es preferible que un joven lea Don Quijote en Internet a que lea una mala novela impuesta por el mercado editorial. Como no creo que nadie lea por Internet Don Quijote, los malos libros forman una marejada incontenible.

lunes, 8 de agosto de 2011

Marqueses y Atamanes

El autoritarismo en México es, a pesar de los partidos, la alternancia, la transparencia y la rendición de cuentas, un pantano farragoso donde se hunde la urgencia de buenos gobiernos. Sólo convencionalmente se puede conceder que la Presidencia Todopoderosa llegó a su fin con la organización imparcial de elecciones y con gobiernos bordeados de equilibrios y contrapesos, pero el principio del fin del autoritarismo se puede vislumbrar arriba, en el funcionamiento cotidiano de los poderes federales, en un poder judicial que ha despercudido la toga de su histórico servilismo; pero conviene seguir la pista del autoritarismo fragmentado en esos poderes y en los gobiernos estatales y municipales. El autoritarismo político, esa montaña rocosa que parecía indestructible, se partió en cientos de piedras brozadas de herrumbres y azolves duros como el concreto.
El presidente de México ya no es el presidente imperial de México. Cosío Villegas no exageró al calificar el sistema político mexicano como una monarquía absoluta sexenal. Ya no hay tal: la competencia política y los muchos ojos que ahora escudriñan el telón de fondo del poder han convertido en una masa calcárea la base del poder absoluto; sin embargo, la arbitrariedad pública permanece, con faces y fauces distintas, adherida a los apeos de las prácticas políticas. Mi hipótesis es que el autoritarismo fragmentado no significa el fin de su historia, sino el inicio de otra. Se ha diluido su unicidad y se han diversificado sus agentes. El reparto del gran poder en treinta y dos poderes estatales y en más de dos mil poderes municipales no ha desenredado la madeja del capricho, la corrupción y el gasto abusivo. El autoritarismo se ha federalizado y también se ha municipalizado. Los gobernadores son presidentes de los estados y los alcaldes se conducen como gobernadores de los municipios.
Los poderes legislativos locales, no obstante los partidos representados, obedecen acríticamente las órdenes e intereses de cada gobernador y los poderes judiciales locales mantienen su vocación servil. En el país retoña, como serpea la hiedra entre las piedras, la cultura de los jefes políticos del centralismo del siglo XIX. En su mayor parte, los alcaldes del país ascendieron a gobernadores de sus localidades. Herederos de los atamanes que asolaron los campos mexicanos durante doscientos años, los actuales presidentes municipales pasaron en poco tiempo de la pobreza casi extrema al dispendio casi monárquico. Un puñado de buenos alcaldes y gobernadores son la excepción que confirma la regla.
El voto libre no ha construido estados libres y soberanos sino gobernadores arbitrarios y libertinos. La autonomía municipal no ha restaurado comunidades libres que eligen a sus alcaldes y deciden sus necesidades, sino en presidentes que reproducen el esquema burocrático de los gobiernos estatales. La empleomanía que criticaba el Doctor Mora como uno de los defectos públicos de los primeros años del México independiente, en la actualidad es un vicio que gangrena la política y entumece la esperanza de los ciudadanos.
En la ciudad-estado donde vivo los municipios gastan alrededor del ochenta por ciento de sus presupuestos en gasto corriente, quedando una nadería para prestar servicios y ayudar un poco a la tanta miseria de pueblos y comunidades municipales.
En un municipio conurbado a la ciudad-estado donde vivo el contraste entre la pobreza y una burocracia untuosa y engominada puede ser tomado como muestra representativa de lo que ocurre en los municipios del país. Se ve a las claras ese contraste, a la pura pasada. Es curioso que este municipio conurbado a la ciudad-estado donde vivo lleve por hombre un título monárquico: El Marqués. Su cabecera municipal, La Cañada, fue el lugar preferido de Venustiano Carranza para descansar, comer, gozar de los manantiales y contemplar una arbolada tan alta que apenas dejaba entrever las chispas soleadas del día o los fulgores misteriosos de la noche.
El nombre se le dio en honor a don Juan Antonio de Urrutia y Arana, Marqués de la Villa del Villar del Águila, que en el siglo XVIII aportó el dinero para la construcción del acueducto que condujo agua de La Cañada a la ciudad-estado. En El Marqués el contraste indigna: de un lado, gente pobre, modesta, tradicional; del otro, una burocracia de cuello blanco montada en autos de lujo y sueldos que ya quisieran en la Cámara de los Lores. En La Cañada ya no hay agua: ahora es una hondonada de estío y estrío. Las comunidades son muy pobres y por todas partes ruge la voracidad de poderosos constructores aliados con atamanes avariciosos. Los campesinos, cimbreando su pena entre los matorrales, toman el camino del norte. Ya ni el tamo del maíz desgranado queda en el aire. Las estragadas milpas hieden a hojalata oxidada. El color de las madrugadas, antes turquesa, ahora pandea entre el tono manfla y el manflorita.
Hace poco se discutió el gentilicio de los habitantes de El Marqués. “Pues marqueses”, pensé yo con implacable lógica gramatical. Descarté por feos “marqueños” y “marquetos”. Parece mejor “Marquenses”, pero se oye horrible “Marquensas”. Recordé que Vicente Fox se dirigió a los habitantes de Cuauhtémoc, Chihuahua, como “Cuauhtemenses y Cuauhtemensas”. La rechifla ruborizó a los manzanos en flor. Ignoro el gentilicio de los habitantes de Nuevo San Juan Parangaricutiro o Parangaratirimícuaro. ¡Es el colmo de las microidentidades! ¡Como si a los parangaratirimicuarienses les importara un bledo el asunto!
El atamán autoritario de El Marqués se decidió por “marquesinos”. Sin embargo, a las tantas mujeres hermosas color malva de El Marqués yo prefiero llamarlas marquesas y no marquesinas.
Le pregunté a una buena mujer su opinión. Alzó los hombros y dijo: “No sé, no se me había ocurrido, yo siempre he sido de los Socavones”.

jueves, 4 de agosto de 2011

La democracia de los simples

Hitler decía: “No soy un tirano, sólo he simplificado la democracia”. En realidad no la simplificó: la desapareció del mapa alemán por completo.
El nazismo y el estalinismo no son comparables con ninguna otra época política. Ni antes ni después la humanidad ha conocido esas formas monstruosas de ejercer el poder absoluto, y, sin embargo, las secuelas de su monstruosidad no las han podido borrar del todo las democracias. La conciencia democrática es el dique que las ahuyenta; los principios, reglas y procedimientos democráticos son los más eficaces antídotos contra cualquier forma de tiranía; la aceptación universal de principios y derechos humanos son barreras que impiden a los gobernantes transitar de una elección ciudadana al autoritarismo y luego a la dictadura. Sin embargo, conviene detenerse en las vísperas, en ese entramado de frustración, odio, racismo e ideología que antecedió el ascenso de los totalitarismos.
La simplificación de la democracia es una realidad mexicana cada vez más visible. De por sí compleja, la democracia está resultando demasiado engorrosa para la clase política del país y para no pocos intelectuales y ciudadanos. Hacer que la democracia sea fácil es el mejor camino para hacerla más difícil, lo que en México significa “ahorrarle” al ciudadano una participación más atenta, enterada y crítica de lo que ocurre en los partidos y en el gobierno. Ese “ahorro” está resultando costosísimo, pues la distancia entre la clase política y la ciudadanía es cada vez más lejana y difusa. Cuando un candidato dice que gobernará cerca de la gente, entiéndase que hará precisamente lo contrario.
Tengo algunos argumentos lógicos y empíricos contra las candidaturas independientes. El primero de ellos es que sus promotores y defensores exageran las expectativas. Creo que no hemos superado la tentación heroica de la política. Se mantiene, a veces disfrazada de apertura ciudadana, la creencia básica de que los muchos defectos de nuestra democracia tienen una solución más o menos suprema y hasta milagrosa.
Es cierto que nadie en su sano juicio puede sentirse complacido con los partidos políticos, pero las candidaturas independientes no son, ni en el colmo de la desesperación ciudadana, la solución y ni siquiera una solución digna de tomarse en serio. Es muy probable que en el poder legislativo federal o en el Constituyente se apruebe el ingreso de candidatos independientes a todos los puestos de elección popular, desde regidores y alcaldes, pasando por diputados locales y gobernadores, hasta diputados federales, senadores y el presidente de la república. De aprobarse, hay que ensayar y tener paciencia para evaluar sus resultados; hay que examinar paso a paso sus bondades y maldades, sus méritos y sus defectos; hay que fortalecer los primeros y corregir los segundos; hay que darle tiempo a una reforma de esta importancia y no sentenciar, a la primera, que no sirve. Ya se sabe que en México tenemos la tara cultural de pretender que una reforma funcione a partir del día siguiente de su entrada en vigor. No sabemos de ensayar, errar, corregir y volver a ensayar.
Uno de los focos de contaminación política más pestilente lo podemos advertir sin ninguna dificultad en los partidos políticos. En general, carecen de vida propia, de la autonomía suficiente para cumplir su naturaleza democrática. No hay discusión ni debate internos. Los problemas del país no se deliberan y no existe competencia interna. En general, el debate, la crítica y la competencia causan terribles divisiones internas. Por eso se ha generalizado la práctica de designar candidatos de unidad, que debiera ser una excepción a la regla general de contiendas internas. A nadie se le ocurriría decir que José López Portillo (candidato único a la presidencia) fue electo democráticamente. En los partidos hay, qué duda cabe, competencia, a veces feroz y trapera, otras matizada de buenas formas y mediatizada; pero esa competencia es soterrada, como una pelea de campeonato en un auditorio cuya entrada se veda al público.
Cuando la dirigencia de un partido anuncia con orgullo que elegirán candidato de unidad, es un deber cívico formular tres conclusiones: 1) no hay unidad, pues si una contienda interna divide a dirigentes y militantes, ese partido es apenas una expectativa de partido; 2) no hay en realidad una elección, pues una elección es necesaria y suficientemente el contraste entre propuestas y el debate entre aspirantes; 3) no hay identidad partidista, pues si se proclama con orgullo que se ha logrado “elegir” a un candidato de unidad, eso no significa sino que no tuvieron la madurez de competir democráticamente sin acabar divididos y a trompadas. El anuncio de un candidato de unidad puede interpretarse del modo siguiente: “En vista de que no pudimos ser democráticos, nos da mucha vergüenza informar que la decisión fue la candidatura de unidad”. Eso sería sinceridad política. Pero como a los políticos no podemos pedirles sinceridad, los ciudadanos haremos bien en entender el verdadero significado de la decisión.
El punto es que la democracia mexicana ha sido simplificada y cunde en el país la anti política y el peligro de la violencia. El PAN, el partido con experiencia democrática, se ha desmemoriado; el PRI, que nunca tuvo competencia interna con reglas y procesos claros, apuesta por la debacle de los gobiernos panistas; el PRD, que nace democráticamente y con un proyecto de justicia distributiva de grandes alcances, ha reciclado sus orígenes dogmáticos; su trauma asambleísta los tiene de la greña; no tienen experiencia democrática y cada convocatoria a elecciones internas es una declaración de guerra.
La simplificación de la democracia es un engaño político que sólo engaña a los políticos y a algunos analistas que exaltan la capacidad de un partido o de un gobierno de “operar” (sic) unas elecciones, pero nada dicen de los principios, las reglas y los procedimientos democráticos.