Vivo en una ciudad donde hay un buen número de librerías. En su
mayoría son sucursales de empresas libreras de la ciudad de México. Una
vueltecita de vez en cuando no le hace daño a nadie, y además yo tengo el mal
hábito de espiar a los compradores de libros y el bueno de husmear por las estanterías
repletas.
Me agrada que la mayoría de los compradores de libros sean
mujeres.
Ya estoy en la librería. Ya pasa de las once de la mañana y parece
que soy el primer cliente. Enseguida, cosa de segundos, entra una joven señora
de buen ver. Sigue mis pasos. No pregunta por ningún libro. Se dirige a la mesa
de novedades, se detiene un instante, casi nada, y luego recorre pausadamente
los estantes de literatura universal. Ahora yo la sigo, de reojo. Finjo que veo
títulos, pero en realidad fisgo lo que ella ve.
En la librería la mayor parte de los libros de literatura son
prescindibles. Con un poco de paciencia uno puede encontrar, estrujado entre mamotretos,
una joya literaria a la que no sin dificultad liberas de las cárcel a la que
fue condenada por un absurdo orden alfabético que iguala lo que no es
igualable. Así, por ejemplo, un libro de Joseph Brodski sobrevive
milagrosamente entre dos gordinflones libracos de Dan Brown.
No tengo nada contra los libros de Dan Brown. No me parece
criticable que un lector compre El código
da Vinci y se entretenga unas horas con la sucesión de aventuras de los
protagonistas. Lo que es criticable es que los que tienen la obligación de leer
(escritores, profesores, intelectuales, periodistas, dirigentes) sólo lean a
Brown. De hecho, fue un prestigiado profesor universitario quien me regaló El Código da Vinci. Lo leí y punto. Ni
uno más.
Me parecería raro que una lectora principiante comprara un libro
de Brodski en lugar de Por qué los
hombres prefieren a las cabronas. Pero mi larga carrera de espía de
compradores de libros me da derecho a afirmar que, en su mayoría, los profesores
universitarios compran libros de superación personal y autoayuda. Mi vasta
experiencia en el oficio de espionaje me permite concluir que los periodistas,
que están obligados a leer, jamás entran a una librería. Conozco a algunos que
ni siquiera leen la noticia o el artículo que ellos mismos escribieron el día
anterior.
Recuerdo, a propósito de las librerías, al escritor Isaac Bashevis
Singer (1904-1991), el escritor judío a
quien se concedió el Premio Nobel de Literatura de 1978. En un artículo publicado en The New York Times
en junio de 1989 (El futuro del saber,
traducido por Antonio Saborit) el literato escribe su preocupación por la superabundancia
de publicaciones mediocres y expresa su temor de una inflación literaria
semejante a la del dinero.
Isaac Bashevis recuerda que cierta ocasión fue a una librería en
una cruda noche de invierno. El propietario era escritor. Platicaron sobre
literatura durante horas y en ese tiempo no entró a la librería un solo
cliente. Llegó el momento de cerrar el local y, para sorpresa de Singer, la
puerta de la librería tenía tres o cuatro cerraduras pesadas. Le preguntó al
propietario: “¿Por qué tantos cerrojos? ¿Quién te va a robar libros en medio de
esta tormenta de nieve?”.
–No me da miedo que se roben los libros –respondió el dueño de la
librería. Lo que me da miedo es que algunos autores puedan aparecer a la mitad
de la noche y metan más libros.
Isaac Bashevis fue un gran escritor y sus libros se siguen
publicando. Si consideramos que el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura suele
tener criterios geográficos y geopolíticos, algunos creemos que el premio lo
merecía Chaim Grade (1910-1982), nacido en Wilno, que también escribió en
yiddish. Su libro My Mother’s Sabbath
Days (A jason Aronson Book, 1997) es una de las obras autobiográficas más
conmovedoras que he leído, a la altura de Una
historia de amor y oscuridad de Amos Oz (Siruela, 2004). Años después de
leer las memorias de Chaim Grade, me dio mucho gusto conocer la opinión de Czesław Miłosz, también
lituano, sobre este escritor extraordinario. Fue entonces, luego de Miłosz,
cuando busqué y compré otros libros de Chaim Grade. Hace poco le regalé a
Enrique Krauze las memorias de Grade. Vio el libro, lo acarició, sonrío,
suspiró: “Mi padre leía a Chaim en yiddish”.
De la inflación literaria
como fenómeno de decadencia (política, cultural, moral) se ha hablado durante mucho
tiempo. Hugo von Hofmannsthal (1874-1929) creía que la devoción por el arte
estaba vinculada con la angustia que provocaba el fracaso cívico. En la Viena
de fines del siglo XIX, los valores liberales y democráticos eran arrasados por
la irrupción de las masas y por muchos políticos que, ante el derrumbe de los
valores tradicionales de la Ilustración, engrosaron las filas de los literatos
que loaban el arte por el arte, una moda que no significaba otra cosa que el
fracaso cívico; es decir, el desprecio de la política. Y, así como de repente
la plaza se llenó de gente, las librerías se retacaron de libros.
Ignoro si la superabundancia de libros del presente tenga algo que
ver con la decadencia de la propia literatura o si sea un efecto de la creciente
decepción democrática. Ignoro si la hiperinflación literaria sea un efecto
positivo de la democracia o si la recesión democrática sea un efecto negativo
del espectáculo literario. Ignoro asimismo si la proliferación de sectas y
fanatismos religiosos esté vinculada con la angustia del fracaso cívico o si el
fracaso cívico esté vinculado con la angustia del temor de Dios.
Cualquiera que sea la explicación, podemos parafrasear a Karl
Kraus: las ideas liberales y democráticas se han reducido a un salón donde la
arrogancia de los literatos se aleja de la vida y del habla común.
Sigo espiando a la joven señora. Mira los títulos sin tocar ningún
libro; por fin se decide y toma uno entre sus manos. Lo ve un momento y se
dirige a la caja. Y ahí voy yo, con las Narraciones
completas (que están incompletas) de Pushkin, palmoteando el libro con la
mano derecha sobre la izquierda.
“Buena elección”, le digo a la joven señora cuando estamos frente
al mostrador de la caja. “¿De veras?”, dice sorprendida. “¿Es usted
escritora?”, pregunto inocentemente pero con mala leche. “No, sólo me gusta
leer”, me responde.
“Sólo me gusta leer”. Me
gusta ese Sólo. Y que sólo haya comprado un solo libro en
media hora de mirar libros, me gusta más.
La joven señora compra el libro de Nelson Mandela Conversaciones conmigo mismo, con prólogo
de Barack Obama (yo había leído ese libro unos días antes y no me asombró en lo
mínimo). Sin que lo supiéramos, a esa hora expiraba Mandela.
Regreso a Amos Oz.
Fui a la librería a seleccionar cuatro libros para otros tantos regalos
de Navidad. Cuando vi el nombre de Amos Oz, supe que compraría cuatro libros de
Contra el fanatismo de este escritor
excepcional. No tenían el libro. “Si lo encarga, tarda una semana. Cuando
mucho, dos”.
Contra el fanatismo (Siruela, 2005) es un pequeño
gran libro y está al alcance de todos los entenderes y bolsillos. Amos Oz le
cuenta a la periodista Silvia Cherem que
en Suecia el gobierno distribuyó más de 150 mil ejemplares del libro entre los
niños de edad escolar. También en Suecia se creó la Orden de la Cuchara de Té,
inspirada en una frase de Oz: Ante la tragedia sólo hay tres caminos: echarse a
correr, escribir para quejarse o bien agarrar una cucharita, llenarla de agua y
comenzar cada quien a hacer su parte para terminar con el fuego.
La joven señora paga el libro de Mandela y se despide. “Gracias,
felicidades”, me dice . Una hora más tarde, enfilado por la 11 Sur, veo a la
joven señora leyendo el libro de Mandela, sentada tan campante en una banca sombreada
del Paseo Bravo.
Un lector es tan importante como un escritor, decía el poeta Ósip
Mandelstam. Pero sólo el lector que se sabe sólo lector, no el presunto escritor que, en lugar de leer, se pasa la
vista esperando a que la librería cierre sus puertas para entrar furtivamente y
acomodar en la primera fila de las novedades sus obras maestras.
Es un hecho comprobado que, en general, la arrogancia intelectual
y literaria es un fenómeno típico de los escritores mediocres.
En las librerías hay, si utilizamos el neologismo de un poema de
Miron Białoszewski, indemasiados libros: Todo
está bien/cuando está indemasiado bien/sobre todo cuando no está bien . . .
No echemos a perder lo indemasiado. Mejor reforcemos las puertas, agreguemos un cerrojo más pesado a las
librerías.