viernes, 10 de agosto de 2012

Crónica de una ciudad que no existe

Ignoro de dónde nos viene la condena; nada sé de la época en que el conjuro roció las calles, las plazas y los tempos; no estoy seguro de que se pueda fijar el siglo y menos si es posible dar con el año y el mes. El hecho es que la ciudad fue condenada al silencio. Aquí nada pasa y a veces tengo la impresión de que cada día es un plebiscito cuyo resultado es siempre el unimismo y unánime: que nada pase.

A mediados del siglo pasado un vicario respetado –¿qué vicario no es un hombre respetado en la ciudad donde nunca pasa nada?– dictaba una sentencia inapelable: “Aquí todo está permitido, menos el escándalo”.

No aparecemos en las estadísticas ni para bien ni para mal y los noticiarios apenas si nos nombran. Los logros públicos son de otras partes y los vicios no habitan en la ciudad. Los peores criminales son de fuera y las mejores ocurrencias se gestan al margen de nosotros. Una cadena de murallas invisibles nos tienen aislados. Mejor dicho: confinados.

Sociólogos, antropólogos, politólogos e historiadores nos deben una explicación. Porque me resisto a la poltrona de vivir en una ciudad que no existe.

A veces la literatura ayuda. A veces –muchas– se tiene que recorrer el mundo para encontrar en la lejanía lo que es propio. Yo encontré la misma condena en la ciudad del escritor bosnio Ivo Andrić. Su ciudad estaba condenada a la inexistencia.

Relata que nunca a nadie en Travnik se le había ocurrido pensar que aquélla ciudad es una ciudad destinada a conocer una vida normal y sucesos cotidianos. El sentimiento de que ellos eran de algún modo diferentes del resto del mundo, creados y llamados a hacer algo mejor y más elevado, impregnaba a todo ser humano. Ese sentimiento de normalidad eterna no los abandonaba durante el sueño, ni en la miseria ni en el lecho de muerte. Tal era su mayor orgullo y su identidad: los travniqueses preferían que no ocurriera nada y vivir, tanto como fuera posible, sin cambios ni sorpresas.

No comprendo nuestro caso. El hecho es que en el país todos responden lo mismo: “¿Querétaro? Sí, he pasado por ahí”.

Es cierto, aquí fue derrotado el Segundo Imperio y muy cerca, en una pequeña loma donde hoy hormiguea una multitud desconocida, fue fusilado el enviado del imperio Austro-húngaro con el apoyo del ejército más poderoso de la época.

Es cierto, aquí se discutió y aprobó la Constitución que nos rige.

Es cierto, aquí. . . ¿qué otra cosa?

Pero esos acontecimientos históricos sólo confirman la condena de vivir confinados en un lugar donde nunca pasa nada, ni para bien ni para mal.

Los conservadores y los políticos queretanos (perdón por el pleonasmo) suelen presumir que la ciudad vive en paz y trabajando. Y, si algún crimen ocurriese o un asalto bancario nos despabilara, las autoridades se aprestan a sentenciar, aun sin detenidos, que los malandros son de fuera. Pero ¿acaso no tenemos derecho a tener malandros propios?

A veces he llegado a pensar que la ciudad está impermeabilizada con un pegamento medieval que nos semeja con Travnik, que está empotrada en un valle profundo y laderas escarpadas. Por ambos flancos, los montes caen a pico formando un ángulo agudo en la vaguada en la que apenas hay lugar para el estrecho río y el camino que lo bordea.

Pero aquí la orografía es completamente distinta. La ciudad es tan llana como la estepa, incluso sin que seamos llaneros ni esteparios.

No comprendo la condena que pesa sobre la ciudad. No entiendo por qué preferimos que no ocurra nada y que la vida transcurra sin cambios ni sorpresas.

HAPPY BIRTHDAY MRS. MONROE


El entrañable Guillermo Cabrera Infante tituló su visión de Marilyn Monroe de un modo que devino en modismo: Beldad y mentira de Marilyn Monroe. Escribe: “Marilyn es la última rubia radiante –pero también la rubia eterna, la inmortal, el mito de la mujer rubia, la diosa blanca, la luna que nace. . .”

Ya no lo es; no lo es al menos para los jóvenes que la juzgan, además de tonta y obesa, como el pasado remoto de una belleza adúltera, adulterada. Para los que ya no somos tan jóvenes, es decir para quienes vimos más de una vez sus películas y la soñamos con la ingle y el inglés, tenemos al menos un par de opciones: darle cristiana sepultura o, como un personaje de la Sonata a Kreutzer de Tolstói, lamentar la impúdica ironía de la naturaleza que, tras agotar la fuerza, mantiene el deseo. Una tercera opción puede ser la de tirarnos del trampolín del fastidio para caer en las letras de letrina de Bukowski (Hollywood. 1989)

MM vino al tiempo en 1926 y nació al mundo en 1945. Se puede decir que en menos de veinte años nació y murió varias veces. Desde su presunta muerte el 5 de agosto de 1962, ha vagabundeado durante cincuenta años llevando a cuestas el mito de la rubia perfecta, y si bien es cierto que hace un buen rato que los caballeros ya no las prefieren rubias, también lo es que las damas ya desistieron de casarse con un millonario, no por otra cosa sino porque, por fortuna, los caballeros y las damas son distinciones en desuso.

Si la más importante revolución del siglo XX –la lucha por la igualdad real de las mujeres– ha deshilvanado la maraña consumista de mujeres tontas y bellas, los modelos de amor y belleza han cedido el lugar a eso que Umberto Galimberti llama la opacidad de lo real: “Como una pantalla absorbente, en su evidencia lo real extingue el deseo y, sustrayéndolo del juego dual, lo devuelve a los juegos estáticos, solitarios, narcisistas, donde el objeto no es más el otro, sino el repliegue del deseo sobre sí mismo, en el trazado melancólico de su desilusión” (Le cose dell’amore. 2004).

En buena medida Hollywood patentó a MM como un objeto de deseo al alcance de cualquier bolsillo: cualquiera la podía tener en las manos, en la pared de su habitación, en el baño, debajo del colchón o como un icono envuelto en un abrigo de visón que, al abrirse, mostraba su perfecta anatomía. MM fue, como recuerda G. Caín, la mujer más retratada del siglo XX. La cámara se enamoraba de ella, dijo Howard Hawks. Esa era su magia –y su mugido.

MM es un mito que se desliza en solitario cuesta abajo. Ahora mismo vuelve a morir, en el número redondo de cincuenta años. El cine destruyó sus creaturas en el altar del eros platónico. El sueño americano se esfuma. MM fingió ser bella y tonta y todos le creímos. En muchos sentidos fue la cumbre de la edad de la inocencia, pero de una inocencia falsa, pues la calle estaba organizado la verdad: discriminación racial y lucha por los derechos civiles, contraculturas de enormes proporciones, pacifismo radical. Antes, en la década de 1950, la Guerra de Corea y los tanques soviéticos masacraron a los húngaros, un presagio de que la transición que empezó en 1945 y concluyó en 1989 no podía ser contenida por la banalidad del imperio de Hollywood. Después de 1962, con la crisis de los misiles y el peligro nuclear, los asesinatos de Kennedy y Luther King, la Guerra de Vietnam, las invasiones a Polonia y Checoslovaquia, el exterminio de la cultura tibetana, la guerra israelí-palestina de 1967 y las calles de 1968 en Oriente y Occidente, se evidenció la falsa inocencia de una época que pretendió –ya vimos que sin éxito– borrar de la historia la conciencia apenas simulada de dos grandes guerras mundiales. MM fue la perfecta imagen de una mentira universal: el sueño liviano acabó en terror diluviano.

MM nació con la Guerra Fría. Es su creación y su víctima. Sin embargo, el mito fue se desmorona desde 1989. Los nuevos heresiarcas se ríen de ella; ya no se dejan engañar. MM dejó de ser la belleza ideal y los apóstatas adolescentes ya no se impresionan de la falsa estulticia de muslos, caderas y pechos de diva.

Ya nadie la llora, pero el mundo, cuando la evoca, la invoca. Sin embargo, durante la primera década del siglo XXI, es engullida por el monstruo del olvido, que es lo mismo que matarla para siempre con la mortaja de un mito tan lejano como el de Cleopatra.

La falsa rubia es un mito, aun con el mitote que armó hace cincuenta años –o antes. Acaso cuando Billy Wilder, en una falsa calle de Manhattan, la capturó en el momento en que una falsa parrilla insufló aire cálido y reveló sus muslos arqueados más allá del límite de la decencia del macartismo anticomunista. Fue Anita Loos, una morena menuda en la manada, la que acuño la celebrada frase de Los caballeros las prefieren rubias, lo que demuestra que las rubias anteriores (Mae West, Jean Harlow y Carole Lombard) no alcanzaron la cumbre de los deseos occidentales ni desplegaron, para valerme de las palabras de G. Caín, la espléndida vulgaridad al caminar calle abajo del Niágara, toda caderas. Y sigue el ilustre escritor cubano: “Es decir, mera ramera. Marilyn Monroe, hay que decirlo claro, era una puta –la puta platónica, hembra cósmica. Ella era la representación virtual de la mujer para el vicio y la virtud del amor. Venus no era menos. Marilyn no fue la mujer que inventó el amor, pero pareció haber adquirido temprano la patente. ¿Quién no ha estado enamorado de Marilyn Monroe o de una de las reproducciones húmedas de agua oxigenada?”.

G. Caín, que calificó a MM como “toda tetas y muslos muelles”, prefería otras falsas rubias como Kim Novak y Jean Harlow. Muy sus gustos. Se puede comprobar que la belleza de Jean Seberg, la última estrella maldita de unos tiempos malditos, es más actual, imitada sin mutaciones.

Es cierto, a cincuenta años de su muerte, nada importa si se suicidó o la suicidaron, si murió o se dejó matar, si los Kennedy o los Giancana, si los Sinatras o si la CIA o la policía. Nada importa. Nació y murió en Hollywood y su decadencia psíquica no pudo ocultarse en The Misfits, película donde también Clark Gable y Montgomery Clift no pudieron lustrar sus lastres.

La falsa rubia nació a la imagen –dicho está– con el inicio de la Guerra Fría. Sus primeros modelajes tienen lugar en eso que los alemanes llamaron Stunde null (“Hora cero”).

En Europa la gente estaba harta de la guerra. El desastre producido entre 1914 y 1945 produjo el no pensamiento, la nada cartesiana: no pienso, luego no existo. El escritor húngaro Imre Kertész acuñó un neologismo para designar ese estado en que no se piensa: nadear. Nadie quería pensar, saber, indagar, remover, culpar (se). El bienestar se impuso como meta única y el pasado fue enterrado con un polvo permeable y herrumbroso, con una telilla de nubes delgadas y grisáceas, tanto que en los caminos se podían ver, sin apenas detenerse, los pedruscos que iban brotando a cada paso. Eran los millones de muertos que asomaban su quejido silencioso y clamaban una justicia que ha tardado más de setenta años en mostrar su afligido rostro. Frente al dilema del sentido trágico y cómico de la existencia, en los países occidentales se tejió pronto el sentido liviano de la vida. Porque eso fue Hollywood, una fábrica de sueños polifónicos que anunciaba el fin de la historia, mientras en el bloque soviético la congelación y el hambre fueron asumidos como el precio que había que pagar con tal de alcanzar el paraíso terrenal.

La edificación de mitos de ensueño fue la moneda de curso legal en el oriente totalitario y en el occidente banal. De Suecia a Italia y de Alemania Federal a Francia, cada país creó sus propios fulgores cinematográficos, puras beldades y otras tantas mentiras. Marilyn Monroe fue amante de Arthur Miller, pero acaso sea más exacto decir que Arthur Miller fue uno de los amantes de Marilyn Monroe. La intelectualidad entró de lleno a eso que Vargas Llosa llama la sociedad del espectáculo. De Shakespeare a Henry Miller, de Boccaccio a Nabókov y de Tolstói a Jerzy Kosinski, todos se apretujaron en el camino que conducía a la cima de la fama universal.

La bellísima actriz estadounidense Jean Seberg, derruida una y otra vez por el morbus afectationis (Chéjov llamaba así a la enfermedad del fastidio, típicamente rusa), se casó con uno de los mejores escritores del siglo XX, el lituano nacionalizado francés Romain Gary. Seberg, cuya belleza es la actualidad misma, rodeó el entorno banal con su mirada venal, a medio camino entre el sexo y el alcohol. Seberg, como su Juana de Arco, inventó el corte de cabello a la garçonne. Carlos Fuentes fue uno de sus amantes, pero no pudo vislumbrar la región más transparente del alma de la bellísima Jean. Sin embargo, Jean Seberg no era MM y su rebeldía política le costó la vida. Comprometida con las Panteras Negras, era vigilada y acosada por el FBI (como quince años antes lo fue Marilyn Monroe por la CIA y la mafia) y luego fue devorada por el hocico macilento del poder y la inmundicia de un sueño triste. Seberg se dejó morir en 1979, en su cuarto de hotel parisino, no muy lejos del puente del Sena donde Celan dio el salto final. Como Joe DiMaggio con MM, Romain Gary fue el único doliente sincero de Seberg.

El mito no admite razones. Sólo el tiempo, que es olvido, lo evapora.

La beldad y la mentira de MM fue significada por Tony Curtis cuando le preguntaron, luego de filmar en un falso Miami Some Like it Hot:

“¿Cómo fue el beso de Marilyn?”

El galán respondió:

“Como un beso de Hitler pero sin bigote”

viernes, 20 de julio de 2012

Las lágrimas lloran solas

Estimado Sergio:

Plaza de Armas cumple dos años. Esto es decir poco: en el periodismo el tiempo se mide en horas y minutos; mejor: en instantes. ¡Felicidades y larga vida!

Sergio, me pides que escriba algo sobre la ciudad-estado y lo único que se me ocurre es que no se me ocurre nada.

Sin embargo, estos días imponen el tema: las elecciones. Tomo esta hebra como quien desenjaeza un potro salvaje: el coceo aspavienta su furia y uno debe ponerse la venda antes de la herida.

Sabes de sobra que la palabra “cambio” fue, durante las campañas, la más utilizada por “Los Hunos y los Hotros” (Unamuno).

También sabes que la palabra “cambio” tiene un origen comercial. El latín tardío cambiare la tomó del céltico trocare, y luego la enriqueció con el romance mutare. La doble acepción perdura hasta hoy.

Así, por tanto, los políticos dicen la verdad al ofrecernos “el cambio”; es decir, el vuelto, el sobrante de lo que nos cobran. De modo que podemos responder con generosa amabilidad: “¡Quédense con el cambio!”

El “cambio” delata la prosopografía de los que comulgan en el altar del pueblo. Pero la pureza abstracta del pueblo sólo existe en los libros y en las frases hechas de los demócratas de taberna. Cambio y pueblo son las caras de una moneda falsa. Dime si no: ochenta centavos de cada peso del gasto social se destinan a salarios y administración. Cambio y pueblo arrebujan las libertades económicas, políticas y culturales. La pregunta sigue siendo la misma: ¿el gobierno ayuda o estorba? Yo creo que el dilema es falso: ayuda a pocos y estorba a muchos.

Yo prefiero lo mismo y exijo que cada quien pueda ser uno y sí mismo; es decir, un ciudadano tan igual como el que más. El ciudadano marca la frontera del pueblo. Si en nombre del pueblo se destroza la dignidad del individuo, el pueblo deja de ser pueblo.

Lo mismo no es malo sólo porque sea lo mismo, pues el cambio sin adjetivos es tan hueco como las peñas del Cerro de las Campanas de hace cincuenta años. Religados a esas peñas y validos de piedras de distintos textos y texturas, un grupo de chiquillos del barrio de Santa Rosa de Viterbo interpretábamos algo así como la Consagración de la primavera, una sinfonía de disonancias que hubiera escandalizado a Schönberg.

Yo voté por lo mismo y creo que la mayoría hizo lo mismo: sufragio efectivo, honradez, poder moderado, vida pública para todos, apoyo a la libre empresa de los pobres, ejemplaridad republicana, equidad fiscal. Y también voté contra lo mismo: corrupción, tráfico de influencias, ineptitud, salarios aeroespaciales, funcionarios turiferarios. Y voté contra ese paraíso de haraganes llamado “poder legislativo”.

Voté por gobiernos que no se dejen someter a los poderes económicos, criminales, ideológicos, sindicales, mesiánicos, mediáticos o clericales. Todos esos intereses desean nuestro bien: “No permitamos que nos lo quiten” (Stanisław Jerzy Lec).


Estimado Sergio, déjame platicarte: en la Escuela Técnica Industrial (ETI 59) conocí, en el lejano 1964, a Mateo Alemán, a quien apodamos “Alfarache” (la célebre homonimia nos condujo al mote y al mito). En octubre del año pasado fue acribillado en algún lugar del camino de regreso a su huerta. Se había negado a pagar la extorsión que desangra los infiernos norteños. Dunia, su mujer, delgada y trágica como una espiga de trigo a punto de la siega, fue arrastrada por el viento. Alfarache llevaba cuarenta años con el olor de la muerte en los huesos.

Mi amigo tuvo que huir de la ciudad-estado en 1972. Era una época en que los gobernantes ordenaban el destierro de sus enemigos. La vida de Alfarache pendía de un hilo podrido.

Alfarache se hizo polígrafo, viajero, narrador excepcional. Escribió libros magníficos (inéditos, inauditos). Cansado, retomó los oficios de la tierra. Se hizo horticultor. En cuarenta años regresó pocas veces a la ciudad-estado. Un odio personal poderoso lo vigilaba con muchos ojos.

Leí un manuscrito de Alfarache que relata la vida del escritor del Siglo de Oro Español Mateo Alemán durante los meses que éste vivió en Querétaro en 1615. Es un texto originalísimo. Imagínate: el genial satírico vagabundeando por las penumbras queretanas de principios del siglo XVII. La recreación de la época es simplemente magistral.


Alfarache me contó, la última vez que nos vimos, que hacía un par de años había conocido (parece que en Barcelona) al escritor polaco Sławomir Mrożek. El recuerdo se le vino encima luego que yo deletree un poema de Gabriel Zaid:

¡Qué extraño es lo mismo!

Descubrir lo mismo.

Llegar a lo mismo.



¡Cielos de lo mismo!

Perderse en lo mismo.

Encontrarse en lo mismo.



¡Oh, mismo inagotable!

Danos siempre lo mismo.


Alfarache se refería a las personas de risa permanente con el neologismo sonrisado. De Sławomir decía que era sonrisado, que es mucho más que “sonriente” o “risueño”. Sus neologismos eran geniales. En nadie he escuchado o leído un uso tan original de la sinécdoque.

Consideraba a Mrożek el mejor escritor polaco vivo, lugar que ocupa desde la muerte de Czesław Miłosz en 2004. Exclamó: “¡Si viviera Zbigniew Herbert! Pero no, no vive; de vivir, tendría edad para vivir, pues este año apenas estaría cumpliendo ochenta y ocho y aún podría vislumbrar las sombras moteadas del bárbaro en su jardín”.

“Pan Sławomir aún padece las dolencias de la febris difformitatem: el cambio por el cambio. Los recuerdos lo serenan un poco”.

Alfarache me platicó un relato de Sławomir Mrożek titulado La revolución. Pausado, poético y cansado, entre sorbos de aire oscuro, relató el relato:

“En un tiempo en su habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

“El stablishment de su cuarto lo aburrió. Entonces puso la cama allá y el armario aquí.”

“Los primeros días la novedad lo animó, pero antes de un mes se volvió a aburrir.”

“Llegó a la conclusión de que el origen de su aburrimiento era la mesa; mejor dicho, su situación central e inmutable.”

“Entonces trasladó la mesa allá y la cama en medio. El resultado dio plena satisfacción a su inconformismo incurable.”

“Se volvió a animar y durante un tiempo se conformó con la incomodidad inconformista que había causado. Pero sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, a pesar de que era su posición preferida.”

“Al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y sólo quedó la incomodidad. Entonces, en un acto de admirable fe en el cambio, puso la cama aquí y el armario en medio.”

“Vio que esta vez el cambio fue radical, pues un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es –se dijo conforme con su inconformidad– una imagen vanguardista.”

“Ya se sabe que el tiempo desvencija la vanguardia, pero pronto regresa, casi siempre con una fuerza asfixiante, la inconformidad. El armario en medio dejó de parecerle nuevo y extraordinario.”

Llevó a cabo una ruptura y tomó una decisión terminante. La dialéctica le permitió concluir que si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites, trillarlos hasta hacer de los añicos un polvo fino, y del polvo fino un recuerdo condenado a prisión perpetua, incomunicado para siempre.”

“Su conclusión fue que cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer la revolución.”

“Fue entonces cuando decidió dormir en el armario. Nunca había dormido en un armario, de pie, pero su experiencia revolucionaria le recuerda que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y los dolores de columna.”

“Sin embargo, el inconformista aprendió que la revolución es un sacrificio altamente rentable: el premio es un futuro de ensueño donde todos comen caviar y beben champán hasta reventar.”

“Al cabo de cierto tiempo, el revolucionario se acostumbró al cambio; es decir, “el cambio seguía siendo cambio”. Cobró conciencia del cambio, lo que pudo comprobar a medida que el dolor aumentaba con el paso del tiempo, aun cuando su fortaleza física era como un macizo rocoso.”

“Sin embargo, lo anterior resultó ser una falacia, pues fue precisamente su resistencia física la que se granuló hasta quedar convertida en gravilla, no obstante que su voluntad revolucionaria seguía siendo inquebrantable. Una noche no aguantó más, salió del armario y se metió en la cama.”

“Durmió tres días y tres noches de un tirón. Luego puso el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio le molestaba.”

“Fue entonces cuando su temple revolucionario regresó a la inconformidad natural. Y lo cuenta del siguiente modo. “Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio”. Y cuando lo consume al aburrimiento, le viene el recuerdo de la época en que fue revolucionario”.


Alfarache me contó el final de su encuentro con Mrożek: “Guardó silencio, se amoldó su sombrero redondo, se alisó la barbilla grisácea y sorbió del te de matalobos que le mandan de Moldavia. Se puso de pie, me acarició la nuca, desbrozó el aire espeso de la noche y se fue por donde mismo”.

Fue la última vez vi a Alfarache. Antes de marcharme, al amanecer, bebió un verso hebreo:

No lloro jamás.

Soy valiente, no un llorón.

Pero, ¿por qué, mamá, por qué

las lágrimas lloran solas?

El verso lo llevo empotrado en la garganta. Siempre cansado, ya descansa.

Lo demás es otra historia. Empezó cuando una funcionaria de la Procuraduría ordenó que, durante toda una noche, acostaran a Alfarache atado a un muerto, cara a cara, en una celda de la agencia del ministerio público de Zaragoza. Al día siguiente le mandó decir que se fuera de la ciudad-estado para siempre. Misión cumplida: ya no regresará.


En fin, estimado Sergio, el articulito conmemorativo de los dos primeros años de Plaza de Armas serpeó voluntarioso por donde le vino en gana, así como florea el ciruelo, de un día a otro, sin pedirle permiso a nadie.

Te mando un abrazo. Ya sé que un abrazo es siempre lo mismo, pero el sol y la lluvia son lo mismo y siempre dibujan la unimisma maravilla de vivir.

Inocencio Reyes Ruiz