miércoles, 19 de enero de 2011

Rencor, mi viejo rencor

El juego favorito de la actualidad mexicana es el de la víctima. Es un juego que destruye a la propia víctima y a la sociedad entera. Ahora que el país se ha llenado de víctimas, los agravios multicolores se han apropiado de calles y plazas y exigen, en una desproporción verbal que ralla en la histeria, la reivindicación inmediata y total de los daños reales o imaginarios de 110 millones de mexicanos.
El juego de la víctima es sumamente rentable. A eso se debe a que la mayor parte de las víctimas no lo son: se creen o se sienten víctimas o simplemente se suman a las masas para sacar alguna tajada.
El juego de la víctima ha fragmentado los derechos humanos hasta desnivelar el principio básico de la igualdad: mujeres, niños, ancianos, indígenas, discapacitados, bisnietos de braceros, tataranietos de revolucionarios, parientes políticos de la abuela de la hermana de una tía cuyo nieto perdió su casa en una inundación. . .
El deslave de derechos grupales se derrumba sobre el país como se desploman los cerros sobre los pueblos, acarreando a su paso una masa informe de lodo, piedras, troncos y desgracias.
Nos hemos convertido, al cabo de un siglo de desproporción y desmesura, en un país de víctimas. Porque ¿quién no se siente agraviado por algo o por alguien? Todos hemos llegado a creer, aunque sea en la intimidad, que merecemos más de lo que tenemos, que la vida no nos ha dado lo que nos ha quitado, que la existencia ha sido injusta y que tenemos acumulados méritos que no nos han sido reconocidos o daños que no nos han sido reparados directa y personalmente.
La clave moral del juego de la víctima está en el traslado de la responsabilidad: todos son culpables, excepto la víctima. Y si todos somos víctimas, nadie es culpable.
Culpemos entonces al Estado. ¡Bien hecho!
Con el objeto de ponerle nombre completo al acusado pongamos que el culpable es el Estado neoliberal. Fácil, ¿verdad? Si los que acusan son intelectuales o académicos, pongamos que la culpa de todos los males públicos y privados del país es el modelo económico. Oremos todos a una voz: “El modelo ha fallado”. Pro domo sua.
Si la inconformidad pasa de la justa indignación al resentimiento social y del resentimiento social al odio de los colectivos, la desproporción entre daño y reivindicación destruye las posibilidades, casi siempre limitadas, de pensar con sensatez y de acordar democráticamente las prioridades públicas.
Pero pensar es difícil y discernir es todavía más difícil.
En vista de ello, si les parece, pongamos nuevos nombres y enderecemos acusaciones concretas: el crimen de Marisela Escobedo es un crimen de Estado. ¿A poco no se oye bien bonito?
Las cifras de la violencia criminal son tremendas: más de treinta mil muertos en un año. El dato es real, la violencia desatada por los delincuentes son racimos de sangre y espanto.
Pongamos nombre y apellido al culpable: son los muertos de Calderón. ¿A poco no se oye impactante? Aceptado por unanimidad.
Según las cifras oficiales, el país debe generar un millón de empleos cada año. Se trata del millón de jóvenes que cada año se incorporan a la necesidad de trabajar. El dato es real y el Estado es también una víctima involuntaria del problema: ha caído en su propia trampa. La lucha por el poder ha provocado que partidos y candidatos ofrezcan soluciones irrealizables. El autoritarismo no se ha extinguido: sólo ha cambiado de piel. Esto se debe a la lógica del poder y a que la sociedad es peligrosamente autoritaria: exigimos un Estado Omnipresente. ¡Bravo! ¡Que el Estado resuelva todo porque es el culpable de todo! Por mi parte acuso al Estado neoliberal de que mi abuelita de noventa años se murió de un retortijón. Si el fallecimiento de mi abuela Agustina no pasó a la historia y por eso no puedo exigir una reparación, se debe a que murió el día que asesinaron a Kennedy. No importa, motivos sobran.
Nombremos al culpable: la partidocracia es la causa de todas las causas. Luego entonces, la alternativa es eliminar a los partidos y optar por una (sic a mí mismo) alternativa ciudadana. ¿No es una idea fabulosa? Aplausos atronadores, votación por aclamación, aceptación universal de la solución. ¡Mueran los partidos y vivan los ciudadanos! ¡Bravo! ¡Ciudadanicemos! Y el que lo desciudadanice será un buen desciudadanizador.
Se puede creer en Dios de dos maneras básicas: adorándolo o mentándole la madre. A los primeros se les llama creyentes y a los segundos ateos. Algo similar ocurre con los enamorados del Estado: amor-odio son las caras de la moneda. ¡El Estado es el demonio! ¡Viva el Estado!
El Estado Omnipresente (está en los cielos, en la tierra y en todo lugar) no se gestó en la sociedad sino en la mala interpretación que el propio Estado hizo de la sociedad. Pero hemos acogido servilmente la existencia deísta del Estado. El viejo culto al Estado (Platón, Hegel, Marx, Hitler, Mussolini, Stalin, Franco, Pinochet, Fidel Castro, Echeverría, López Portillo, Hugo Chávez) también se manifiesta en el odio al Estado. Bien canta Gardel en un famoso tango: rencor, mi viejo rencor. . . rencor, tengo miedo de que seas amor.
El Estado es un mal necesario. Acotarlo, delimitarlo, vigilarlo y criticarlo son tareas que no podemos trasladar; dejarlas en la exclusividad de los medios de comunicación o en la histeria de las víctimas (supuestas o reales), es abandonarlas a la desgarrada desproporción.

miércoles, 12 de enero de 2011

Memoria desagradecida

1
El gusto por el trabajo es tan viejo como la humanidad. La esclavitud y la opresión tienen la misma data. A la gran mayoría de las personas lo que más les gusta es trabajar. Ese gusto no es un mero gusto: es una razón que le da validez a la existencia, seamos conscientes de ello o no. El trabajo es quizá la actividad más adherida a la existencia: trabajo, luego existo. Esto puede ser una tontera, salvo que se endereza contra la irracionalidad creciente que sostiene que todo lo que existe es absurdo.
Contra el gusto al trabajo se han inventado estratagemas de todo tipo y calibre: trabajos forzados, guerras, derechos, ideologías políticas, teorías económicas. Es una paradoja que los gobernantes modernos tengan como propósito supremo crear empleos y a la vez interfieran en el trabajo, actividad que debiera pertenecer en su mayor parte a la decisión, esfuerzo y gusto de cada persona. Los gobernantes tienen excelentes intenciones por cuanto a la creación de empleos, excepto la imaginación para lograrlo. En nuestro caso, ni siquiera se promueve el enorme potencial de posibilidades sencillas y baratas de crear empleos. Crear empleos formales es costosísimo y los beneficios son exiguos. El empleo cívico, por ejemplo, es una de las opciones que los gobiernos no han impulsado para que los jóvenes disfruten del trabajo, se ganen la vida y se mejoren sustancialmente las condiciones de civilidad y convivencia. En esa paradoja está encerrada la clave para comprender por qué los gobiernos siempre fracasan en sus programas de empleo: el Estado y la sociedad están organizados para no trabajar. Impiden con ello que la gente le dé gusto al cuerpo: trabajando.
Un engaño típico de nuestra época es el del empleo bien remunerado. Se confunde el medio con el fin; mejor: se ha hecho del medio un fin. Ni trabajar para vivir ni vivir para trabajar. Es preferible el trabajo remunerado que nos puede dar, con perseverancia y esfuerzo, la esperanza de destinar más tiempo a lo que nos gusta.
2
Confundidos los medios y los fines, la gente se cansa a las primeras; lo que ocurre es que el trabajo queda reducido a esperar la hora de salida. No hay mayor estulticia que festejar la reducción de las horas de trabajo. No hay conciencia de que uno de los descansos más apacibles y productivos es precisamente cuando se trabaja. Recuerdo a propósito el título de un libro de poemas del trágico escritor italiano Cesare Pavese (1908-1950): Trabajar descansa (Lavorare stanca). Hay una diferencia de fondo entre “trabajar” y “laborar”. Dicho en pocas palabras y de modo muy simple, trabajar era propio de esclavos y laborar lo era de hombres libres. No me detengo más en este asunto, pues en la actualidad prevalece la palabra trabajo. Sin embargo, tuve la suerte de escuchar a los campesinos decir que ya se iban a la labor, que era un espacio de tierra y otro de tiempo, de su tierra y de su tiempo, combinados ambos en una unidad que transitaba del deber al gusto y del gusto a la plenitud. Aún no he encontrado un placer más noble y gratificante que el gusto que proporciona el trabajo bien hecho. De niño, en la labor de mi padre (en realidad él era mediero), pasé los días más preciosos de mi vida. Era una pequeña milpa de temporal donde, absorto ante el milagro, vi los cuadros dibujados por el sol que se marchaba sin estridencias, por el viento que soplaba amorosamente las matas de garbanzo, por las nubes delgadas y finas que anunciaban los primeros fulgores de la luna y por las luces de un crepúsculo que acariciaban el rostro de las piedras. Años después, cuando trabajé en una de las primeras grandes fábricas que se instalaron en Querétaro, viví momentos inolvidables al frente de una máquina fresadora, divertido por las ocurrencias y dichos de mis compañeros, por su lenguaje de silbidos y onomatopeyas, por sus cancioncillas bien entonadas y siempre maravillado del ingenio de sus puyas y contra puyas lingüísticas. A veces me detengo en un taller para observar y escuchar, mientras un martillo feroz azota un pedazo de fierro, las charlas y chistes de los trabajadores. Los envidio un poco: no sé si sean más felices que yo pero me quedo con la certeza de que son más libres. No me cambiaría: mi trabajo no es menos grato.
3
El día que los sindicatos obreros consiguieron la jornada máxima de trabajo empezó el trayecto cultural que acabó por rendir culto a los que trabajan menos y desdén a los que trabajan más. Los burros suelen decir “que trabajen los burros”. La frase de que “Nadie trabaja por gusto” es una expresión que de un modo perfecto sintetiza la fase final del proceso de extinción del gusto por el trabajo. Prefiero escuchar a quien dice que descansa haciendo adobes. Lo dice con orgullo genuino, con vanidad incluso, pero no con soberbia. Considero que son privilegiados aquellos que mueren en un día de trabajo: trabajaron en la mañana y fallecieron por la tarde. Y compadezco a los que se jubilan alrededor de los cincuenta de edad. ¡Pobrecillos, lo que se van a cansar descansado! En muchos casos se sientan, durante treinta o más años, a esperar la muerte. Viven pero dejan de existir. Otros, achispados y joviales, no se permiten el desgaste de buscar empleo y mejor dedican su experiencia y esfuerzo a crear un negocio propio, una empresa pequeña, y son capaces de crear dos o tres empleos directos. Lo que estos jubilados quieren es trabajar, ahuyentar la enfermedad y la muerte, no un salario y unas prestaciones cuya espera es hiel amarga y árida.
El origen de la jornada máxima de trabajo es noble; fue, apenas entrado el siglo XX, el resultado de una aspiración de justicia. A fin de cuentas, la explotación del trabajo era también la explotación del gusto por el trabajo. Pero la jornada máxima fue el puente para pasar de un extremo a otro: trabajar menos o no trabajar ha sido la constante de las famosas reivindicaciones laborales del siglo XX. Un acto de justicia se convirtió, en el transcurso de un siglo, en la peor de las injusticias sociales: ganar un salario sin trabajar es como trabajar sin ganar un salario.
4
La escritora francesa Simone Weil (1909-1943), célebre anarquista, defensora de la dignidad del trabajo y perspicaz e incansable organizadora sindical, lamentó la institución de la jornada laboral máxima: “Hacer del pueblo una masa de ociosos que serían esclavos dos horas al día no es ni deseable, aunque fuera posible, ni moralmente posible, aunque lo fuera materialmente”. Estas palabras de Weil fueron escritas en plena euforia sindicalista (Experiencias de la vida de fábrica, 1936), publicadas en español recientemente (año 2007). ¿Qué decir del parasitismo en el que devinieron los sindicatos de burócratas y universitarios, el de PEMEX, el del SNTE? ¿De dónde nos viene la irracionalidad de creer y hacer creer que trabajar menos o no trabajar es el resultado de un derecho, una meta, un triunfo, cuando en realidad es el signo más ominoso de la indignidad humana, el fracaso desnudo?
El problema, para Weil, no estaba en la reducción de la jornada laboral sino en combatir la alienación del trabajo en las fábricas. La fábrica, decía, debe ser un lugar de alegría, un lugar donde, aunque el cuerpo y el alma sufran de manera inevitable, el alma pueda sin embargo degustar también alegrías, alimentarse de alegrías. Escribe: “Hay que cambiar la naturaleza de los estímulos del trabajo, disminuir o abolir las causas del hastío, transformar la relación de cada obrero con el funcionamiento del conjunto de la fábrica, la relación del obrero con la máquina, y la manera en que transcurre el tiempo de trabajo”. El sentido social del trabajo era para Weil el de la paz. Ella, una pacifista radical, veía en el trabajo la causa primera de la paz de los pueblos. Pero los estímulos a los que se refería la escritora nada tienen que ver con los estímulos de hoy, como pagar más por llegar puntualmente, por asistencia, por llenar formularios.
5
En un artículo inédito durante ochenta años, Simone Weil escribe que sólo el trabajo es pacificador. Desde su perspectiva sindical y anarquista, defiende en primer lugar al individuo: “No puedo conocer el valor del individuo humano más que en tanto experimento mi propio valor, y no experimento mi propio valor más que en tanto actúo”. Es cierto, trabajamos por necesidad y todos queremos ganar un poco más. Nunca nos alcanza. Es probable que el problema no radique en la buena o mala administración de lo que ganamos sino en la buena o mala administración de nuestras necesidades, que pertenece al ámbito de la libertad de cada quien. Como sea, actuar es la palabra clave. Trabajar más no es indigno si, además de unos pesos agregados, se añade la dignidad del reconocimiento del propio trabajo, por simple que sea. Que reconozcan tu trabajo está en el centro de la dignidad humana. Sin embargo, como dice el excepcional escritor polaco Zbigniew Herbert, la memoria humana es desagradecida. Lo curioso del asunto es que aquellos que trabajan menos o no trabajan (profesores universitarios, maestros de educación básica, burócratas de todas las raleas) se pasan la vida pidiendo, exigiendo, ser reconocidos. Algunos llegan al extremo de aceptar premios balines y organizar sus propios homenajes. Otros, los peores, hasta se atreven a escribir sus memorias.
El reconocimiento de tu trabajo es la médula de la dignidad humana, aunque la mayoría de los trabajadores de las artes menores y de los oficios más sencillos no tienen tiempo para pensar en ello. “La gente feliz, al igual que la gente sana, no se cuestiona sobre su estado de ánimo”, piensa un personaje de Zbigniew Herbert. Eso no quita que debamos otorgarlo; necesitamos dar a la propia memoria un puntapié para desempolvarla de su ingratitud. El valor del otro es el propio valor.