El juego favorito de la actualidad mexicana es el de la víctima. Es un juego que destruye a la propia víctima y a la sociedad entera. Ahora que el país se ha llenado de víctimas, los agravios multicolores se han apropiado de calles y plazas y exigen, en una desproporción verbal que ralla en la histeria, la reivindicación inmediata y total de los daños reales o imaginarios de 110 millones de mexicanos.
El juego de la víctima es sumamente rentable. A eso se debe a que la mayor parte de las víctimas no lo son: se creen o se sienten víctimas o simplemente se suman a las masas para sacar alguna tajada.
El juego de la víctima ha fragmentado los derechos humanos hasta desnivelar el principio básico de la igualdad: mujeres, niños, ancianos, indígenas, discapacitados, bisnietos de braceros, tataranietos de revolucionarios, parientes políticos de la abuela de la hermana de una tía cuyo nieto perdió su casa en una inundación. . .
El deslave de derechos grupales se derrumba sobre el país como se desploman los cerros sobre los pueblos, acarreando a su paso una masa informe de lodo, piedras, troncos y desgracias.
Nos hemos convertido, al cabo de un siglo de desproporción y desmesura, en un país de víctimas. Porque ¿quién no se siente agraviado por algo o por alguien? Todos hemos llegado a creer, aunque sea en la intimidad, que merecemos más de lo que tenemos, que la vida no nos ha dado lo que nos ha quitado, que la existencia ha sido injusta y que tenemos acumulados méritos que no nos han sido reconocidos o daños que no nos han sido reparados directa y personalmente.
La clave moral del juego de la víctima está en el traslado de la responsabilidad: todos son culpables, excepto la víctima. Y si todos somos víctimas, nadie es culpable.
Culpemos entonces al Estado. ¡Bien hecho!
Con el objeto de ponerle nombre completo al acusado pongamos que el culpable es el Estado neoliberal. Fácil, ¿verdad? Si los que acusan son intelectuales o académicos, pongamos que la culpa de todos los males públicos y privados del país es el modelo económico. Oremos todos a una voz: “El modelo ha fallado”. Pro domo sua.
Si la inconformidad pasa de la justa indignación al resentimiento social y del resentimiento social al odio de los colectivos, la desproporción entre daño y reivindicación destruye las posibilidades, casi siempre limitadas, de pensar con sensatez y de acordar democráticamente las prioridades públicas.
Pero pensar es difícil y discernir es todavía más difícil.
En vista de ello, si les parece, pongamos nuevos nombres y enderecemos acusaciones concretas: el crimen de Marisela Escobedo es un crimen de Estado. ¿A poco no se oye bien bonito?
Las cifras de la violencia criminal son tremendas: más de treinta mil muertos en un año. El dato es real, la violencia desatada por los delincuentes son racimos de sangre y espanto.
Pongamos nombre y apellido al culpable: son los muertos de Calderón. ¿A poco no se oye impactante? Aceptado por unanimidad.
Según las cifras oficiales, el país debe generar un millón de empleos cada año. Se trata del millón de jóvenes que cada año se incorporan a la necesidad de trabajar. El dato es real y el Estado es también una víctima involuntaria del problema: ha caído en su propia trampa. La lucha por el poder ha provocado que partidos y candidatos ofrezcan soluciones irrealizables. El autoritarismo no se ha extinguido: sólo ha cambiado de piel. Esto se debe a la lógica del poder y a que la sociedad es peligrosamente autoritaria: exigimos un Estado Omnipresente. ¡Bravo! ¡Que el Estado resuelva todo porque es el culpable de todo! Por mi parte acuso al Estado neoliberal de que mi abuelita de noventa años se murió de un retortijón. Si el fallecimiento de mi abuela Agustina no pasó a la historia y por eso no puedo exigir una reparación, se debe a que murió el día que asesinaron a Kennedy. No importa, motivos sobran.
Nombremos al culpable: la partidocracia es la causa de todas las causas. Luego entonces, la alternativa es eliminar a los partidos y optar por una (sic a mí mismo) alternativa ciudadana. ¿No es una idea fabulosa? Aplausos atronadores, votación por aclamación, aceptación universal de la solución. ¡Mueran los partidos y vivan los ciudadanos! ¡Bravo! ¡Ciudadanicemos! Y el que lo desciudadanice será un buen desciudadanizador.
Se puede creer en Dios de dos maneras básicas: adorándolo o mentándole la madre. A los primeros se les llama creyentes y a los segundos ateos. Algo similar ocurre con los enamorados del Estado: amor-odio son las caras de la moneda. ¡El Estado es el demonio! ¡Viva el Estado!
El Estado Omnipresente (está en los cielos, en la tierra y en todo lugar) no se gestó en la sociedad sino en la mala interpretación que el propio Estado hizo de la sociedad. Pero hemos acogido servilmente la existencia deísta del Estado. El viejo culto al Estado (Platón, Hegel, Marx, Hitler, Mussolini, Stalin, Franco, Pinochet, Fidel Castro, Echeverría, López Portillo, Hugo Chávez) también se manifiesta en el odio al Estado. Bien canta Gardel en un famoso tango: rencor, mi viejo rencor. . . rencor, tengo miedo de que seas amor.
El Estado es un mal necesario. Acotarlo, delimitarlo, vigilarlo y criticarlo son tareas que no podemos trasladar; dejarlas en la exclusividad de los medios de comunicación o en la histeria de las víctimas (supuestas o reales), es abandonarlas a la desgarrada desproporción.
El juego de la víctima es sumamente rentable. A eso se debe a que la mayor parte de las víctimas no lo son: se creen o se sienten víctimas o simplemente se suman a las masas para sacar alguna tajada.
El juego de la víctima ha fragmentado los derechos humanos hasta desnivelar el principio básico de la igualdad: mujeres, niños, ancianos, indígenas, discapacitados, bisnietos de braceros, tataranietos de revolucionarios, parientes políticos de la abuela de la hermana de una tía cuyo nieto perdió su casa en una inundación. . .
El deslave de derechos grupales se derrumba sobre el país como se desploman los cerros sobre los pueblos, acarreando a su paso una masa informe de lodo, piedras, troncos y desgracias.
Nos hemos convertido, al cabo de un siglo de desproporción y desmesura, en un país de víctimas. Porque ¿quién no se siente agraviado por algo o por alguien? Todos hemos llegado a creer, aunque sea en la intimidad, que merecemos más de lo que tenemos, que la vida no nos ha dado lo que nos ha quitado, que la existencia ha sido injusta y que tenemos acumulados méritos que no nos han sido reconocidos o daños que no nos han sido reparados directa y personalmente.
La clave moral del juego de la víctima está en el traslado de la responsabilidad: todos son culpables, excepto la víctima. Y si todos somos víctimas, nadie es culpable.
Culpemos entonces al Estado. ¡Bien hecho!
Con el objeto de ponerle nombre completo al acusado pongamos que el culpable es el Estado neoliberal. Fácil, ¿verdad? Si los que acusan son intelectuales o académicos, pongamos que la culpa de todos los males públicos y privados del país es el modelo económico. Oremos todos a una voz: “El modelo ha fallado”. Pro domo sua.
Si la inconformidad pasa de la justa indignación al resentimiento social y del resentimiento social al odio de los colectivos, la desproporción entre daño y reivindicación destruye las posibilidades, casi siempre limitadas, de pensar con sensatez y de acordar democráticamente las prioridades públicas.
Pero pensar es difícil y discernir es todavía más difícil.
En vista de ello, si les parece, pongamos nuevos nombres y enderecemos acusaciones concretas: el crimen de Marisela Escobedo es un crimen de Estado. ¿A poco no se oye bien bonito?
Las cifras de la violencia criminal son tremendas: más de treinta mil muertos en un año. El dato es real, la violencia desatada por los delincuentes son racimos de sangre y espanto.
Pongamos nombre y apellido al culpable: son los muertos de Calderón. ¿A poco no se oye impactante? Aceptado por unanimidad.
Según las cifras oficiales, el país debe generar un millón de empleos cada año. Se trata del millón de jóvenes que cada año se incorporan a la necesidad de trabajar. El dato es real y el Estado es también una víctima involuntaria del problema: ha caído en su propia trampa. La lucha por el poder ha provocado que partidos y candidatos ofrezcan soluciones irrealizables. El autoritarismo no se ha extinguido: sólo ha cambiado de piel. Esto se debe a la lógica del poder y a que la sociedad es peligrosamente autoritaria: exigimos un Estado Omnipresente. ¡Bravo! ¡Que el Estado resuelva todo porque es el culpable de todo! Por mi parte acuso al Estado neoliberal de que mi abuelita de noventa años se murió de un retortijón. Si el fallecimiento de mi abuela Agustina no pasó a la historia y por eso no puedo exigir una reparación, se debe a que murió el día que asesinaron a Kennedy. No importa, motivos sobran.
Nombremos al culpable: la partidocracia es la causa de todas las causas. Luego entonces, la alternativa es eliminar a los partidos y optar por una (sic a mí mismo) alternativa ciudadana. ¿No es una idea fabulosa? Aplausos atronadores, votación por aclamación, aceptación universal de la solución. ¡Mueran los partidos y vivan los ciudadanos! ¡Bravo! ¡Ciudadanicemos! Y el que lo desciudadanice será un buen desciudadanizador.
Se puede creer en Dios de dos maneras básicas: adorándolo o mentándole la madre. A los primeros se les llama creyentes y a los segundos ateos. Algo similar ocurre con los enamorados del Estado: amor-odio son las caras de la moneda. ¡El Estado es el demonio! ¡Viva el Estado!
El Estado Omnipresente (está en los cielos, en la tierra y en todo lugar) no se gestó en la sociedad sino en la mala interpretación que el propio Estado hizo de la sociedad. Pero hemos acogido servilmente la existencia deísta del Estado. El viejo culto al Estado (Platón, Hegel, Marx, Hitler, Mussolini, Stalin, Franco, Pinochet, Fidel Castro, Echeverría, López Portillo, Hugo Chávez) también se manifiesta en el odio al Estado. Bien canta Gardel en un famoso tango: rencor, mi viejo rencor. . . rencor, tengo miedo de que seas amor.
El Estado es un mal necesario. Acotarlo, delimitarlo, vigilarlo y criticarlo son tareas que no podemos trasladar; dejarlas en la exclusividad de los medios de comunicación o en la histeria de las víctimas (supuestas o reales), es abandonarlas a la desgarrada desproporción.