desde hace varios años en nuestra vida
se ha introducido la inexistencia?
La nieve roja
Sigismund Krzyzanowski
Es costumbre de viejo cuño conceder al condenado a muerte un último deseo.
Cuenta Joseph Brodsky la pequeña historia de un reo en el momento en que está frente al pelotón de fusilamiento. Los fusiles, con las cabezas puntiagudas que miran las últimas nubes que aún reptan en un cielo osificado, silenciosos y fríos, sombras que no dejan entrar los primeros rayos del sol, pendientes de unos pechos y hombros escaldados por el deber militar, guardan para sí el secreto de los que matan y los que mueren.
El jefe del pelotón se acerca al condenado a muerte y le pregunta cuál es su último deseo, con la intención indudable de regalarle un último suspiro de voluntad.
El reo, apacible y sereno, dice:
“No sé. . . me gustaría cambiar el agua al canario”.
El oficial, impaciente y deseoso de no poner en entredicho su identidad, le responde:
“Pues ya se la cambiarás después”.
Recordé la historia de Brodsky en la sala de espera del aeropuerto de Ciudad Juárez. La persona que me llevó y me acompañó unos minutos en la cafetería, quiso contarme su historia. “Cuénteme”, le dije.
Un grupo de sicarios entró a la casa de su novia y la acribilló con una bestialidad inaudita. Su pecado fue nacer, vivir, existir, soñar con el amor, pensar en una familia. Su hermano decidió llevar su negocio a Sonora para no pagar el veinte por ciento de una extorsión amenazante. Eso fue todo. Varias vidas quedaron tronchadas sin que nadie les preguntara si tenían un último deseo.
La violencia criminal, es cierto, actúa con licencia para matar; nos ha robado el sueño y los sueños; nos ha deslavado la memoria para ocuparla completamente, para atiborrarla de espanto, para desdibujar los recuerdos de cada quien hasta volverlos polvos rojizos y oxidados, para apoderarse de la imaginación colectiva; la criminalidad desatada nos ha convertido en mendigos de la existencia, en almas que zigzaguean sus penurias en medio de quienes se han tomado en las manos la administración del azar.
Los que han vivido los horrores de una guerra suelen decir que aquellos que la honran y la subliman lo hacen porque no le han visto la cara.
Algo similar puede decirse de Ciudad Juárez: de lejos o de arriba, parados en un islote desde donde se contempla el mar embravecido, la muerte es una noticia para la charla de café, no lo que realmente es: una ráfaga de terror que no concede al condenado a muerte ni a sus familiares un último y elemental deseo: un velorio, un funeral, una noche compartida de duelo, una sepultura, el llanto redentor. La orden de los sicarios que asesinaron a la novia de mi amigo fue demoledora: “Si hay funeral, ahí llegamos a matarlos a todos”.
La gente de Ciudad Juárez es la más amable que he conocido. Ahora es más. Parece un signo que denota una necesidad de reconocimiento. Las miradas de los juarenses no son las mismas. Ahora sus tonos han adquirido una aquiescencia más variada, más rica en voces y giros musicales. Un músico diría que es un septacorde menor, la expresión de tonos y semitonos que engarzan una resistencia contra la desesperanza, como el final no escrito de las notas sombrías que suben y bajan de la canción húngara de los suicidas.
Pero esto último es aparente. La melodía es en el fondo la misma que brota de los ojos de millones de mexicanos que buscan conocer y reconocerse. Lo que verdaderamente nos hace humanos, dice el escritor búlgaro Tzvetan Todorov, es nuestra necesidad de ser reconocidos. En Ciudad Juárez esto es particularmente visible. Se ha colado en la vida de todos una cierta pero indeterminada inexistencia.
Por eso han fracasado las estrategias y operativos para combatir a la delincuencia, porque junto a ellos no han caminado aparejados los programas públicos y sociales que nos ayuden a socorrernos con el reconocimiento que nos debemos unos y otros.
Los programas de cultura, legalidad, trato social y valores sociales son pocos y no han logrado hacernos entender que la guerra es de la barbarie contra la civilización. Hemos tenido demasiadas expectativas policiales. Hemos fincado la esperanza social en algo tan débil y quebradizo como una bala contra otra bala.
No nos hemos concedido el deseo de cambiar el agua del canario y hemos preferido arrinconarnos en el susto. Con Hobbes y Borges hemos cantado que no nos une el amor sino el espanto, pero esto último también está en entredicho: ya ni el espanto nos une.
Cuenta Joseph Brodsky la pequeña historia de un reo en el momento en que está frente al pelotón de fusilamiento. Los fusiles, con las cabezas puntiagudas que miran las últimas nubes que aún reptan en un cielo osificado, silenciosos y fríos, sombras que no dejan entrar los primeros rayos del sol, pendientes de unos pechos y hombros escaldados por el deber militar, guardan para sí el secreto de los que matan y los que mueren.
El jefe del pelotón se acerca al condenado a muerte y le pregunta cuál es su último deseo, con la intención indudable de regalarle un último suspiro de voluntad.
El reo, apacible y sereno, dice:
“No sé. . . me gustaría cambiar el agua al canario”.
El oficial, impaciente y deseoso de no poner en entredicho su identidad, le responde:
“Pues ya se la cambiarás después”.
Recordé la historia de Brodsky en la sala de espera del aeropuerto de Ciudad Juárez. La persona que me llevó y me acompañó unos minutos en la cafetería, quiso contarme su historia. “Cuénteme”, le dije.
Un grupo de sicarios entró a la casa de su novia y la acribilló con una bestialidad inaudita. Su pecado fue nacer, vivir, existir, soñar con el amor, pensar en una familia. Su hermano decidió llevar su negocio a Sonora para no pagar el veinte por ciento de una extorsión amenazante. Eso fue todo. Varias vidas quedaron tronchadas sin que nadie les preguntara si tenían un último deseo.
La violencia criminal, es cierto, actúa con licencia para matar; nos ha robado el sueño y los sueños; nos ha deslavado la memoria para ocuparla completamente, para atiborrarla de espanto, para desdibujar los recuerdos de cada quien hasta volverlos polvos rojizos y oxidados, para apoderarse de la imaginación colectiva; la criminalidad desatada nos ha convertido en mendigos de la existencia, en almas que zigzaguean sus penurias en medio de quienes se han tomado en las manos la administración del azar.
Los que han vivido los horrores de una guerra suelen decir que aquellos que la honran y la subliman lo hacen porque no le han visto la cara.
Algo similar puede decirse de Ciudad Juárez: de lejos o de arriba, parados en un islote desde donde se contempla el mar embravecido, la muerte es una noticia para la charla de café, no lo que realmente es: una ráfaga de terror que no concede al condenado a muerte ni a sus familiares un último y elemental deseo: un velorio, un funeral, una noche compartida de duelo, una sepultura, el llanto redentor. La orden de los sicarios que asesinaron a la novia de mi amigo fue demoledora: “Si hay funeral, ahí llegamos a matarlos a todos”.
La gente de Ciudad Juárez es la más amable que he conocido. Ahora es más. Parece un signo que denota una necesidad de reconocimiento. Las miradas de los juarenses no son las mismas. Ahora sus tonos han adquirido una aquiescencia más variada, más rica en voces y giros musicales. Un músico diría que es un septacorde menor, la expresión de tonos y semitonos que engarzan una resistencia contra la desesperanza, como el final no escrito de las notas sombrías que suben y bajan de la canción húngara de los suicidas.
Pero esto último es aparente. La melodía es en el fondo la misma que brota de los ojos de millones de mexicanos que buscan conocer y reconocerse. Lo que verdaderamente nos hace humanos, dice el escritor búlgaro Tzvetan Todorov, es nuestra necesidad de ser reconocidos. En Ciudad Juárez esto es particularmente visible. Se ha colado en la vida de todos una cierta pero indeterminada inexistencia.
Por eso han fracasado las estrategias y operativos para combatir a la delincuencia, porque junto a ellos no han caminado aparejados los programas públicos y sociales que nos ayuden a socorrernos con el reconocimiento que nos debemos unos y otros.
Los programas de cultura, legalidad, trato social y valores sociales son pocos y no han logrado hacernos entender que la guerra es de la barbarie contra la civilización. Hemos tenido demasiadas expectativas policiales. Hemos fincado la esperanza social en algo tan débil y quebradizo como una bala contra otra bala.
No nos hemos concedido el deseo de cambiar el agua del canario y hemos preferido arrinconarnos en el susto. Con Hobbes y Borges hemos cantado que no nos une el amor sino el espanto, pero esto último también está en entredicho: ya ni el espanto nos une.