El tema de la legalización o despenalización de las drogas ha sido puesto de nuevo, aunque tímidamente, en la agenda pública. No prendió la mecha. No hace mucho el presidente Calderón invitó a debatir el asunto, pero deslindó su punto de vista: él no está de acuerdo.
Un poco antes, en un artículo publicado en El País, Mario Vargas Llosa (en casa festejamos su Premio Nobel de Literatura tanto como un gol de las Chivas al América) trató el tema de la legalización de las drogas en México y puso su opinión a favor, aunque reconoció que el asunto era una cuestión que no competía en exclusiva a México. Es un tema de dos y más países y debe ser discutido entre ellos, escribió.
Hace unos quince años escribí a favor de la despenalización de las drogas y en Radio Universidad me surtieron de lo lindo, por decirlo así. Sigo pensando que es una de las soluciones para enfrentar con éxito la violencia criminal que proviene del narcotráfico. En quince años la criminalidad de los cárteles cambió radicalmente: el narcotráfico se convirtió en una de las industrias (por decirlo así) más poderosas de México y de muchos países productores, introductores y consumidores. Los riesgos son mínimos y el negocio es jugoso, pero las apariencias engañan, pues son multitudes las que quieren participar colgándose de alguna ramita escondida en su inmenso follaje.
Para empezar, cualquier guerra contra el narcotráfico está condenada al fracaso. Su presencia criminal se ha ramificado tanto y sus ganancias se distribuyen entre tanta gente (pública y privada) que cuesta trabajo imaginar que un negocio tan rentable y tan seguro pueda ser derrotado con armas y leyes penales. Si del narcotráfico entran al país algo así como 30 mil millones de dólares, de los cuales entre 10 mil y quince mil ingresan al sistema bancario y financiero mexicano, es una ingenuidad suponer que en verdad existen, aquí y en Estados Unidos, verdaderas intenciones de regular la venta y consumo de estupefacientes. Si las hubiera y si de verdad llegara a regularse el mercado de consumidores mediante normas de salud pública que garantizaran la calidad de las drogas y la prevención y atención a los adictos, supongo que miles de pequeñas y grandes empresas (legales todas) quebrarían al instante. El hecho es que el narcotráfico ha creado una epidemia psíquica cuyas consecuencias políticas, económicas y sociales aún no estamos en condiciones de prever.
Se ha formado en amplios sectores una cultura del narcotráfico que ya no lo demoniza, como antes se hacía desde distintos frentes. Hace poco una encuesta aplicada a jóvenes de entre quince y veinticinco años arrojó como resultado que más del sesenta por ciento de ellos consideraba como opción laboral el narcotráfico. La paradoja de la proporción inversa es evidente: a mayor criminalización, menor riesgo; a mayor persecución y guerra, menor confianza. El narcotráfico se ve como una actividad casi normal, al menos en su versión de que es inevitable, invencible. No son pocos en este país los que aspiran a ser tomados en cuenta en la derrama de dinero que deja esta industria, por decirlo así, y no solamente entre quienes ocupan cargos policiales, políticos, empresariales o bancarios. Ahora sí podemos decir, con Chesterton, que lo único peor que ser asaltante de bancos es ser banquero.
El problema del narcotráfico y de la hipotética despenalización de la venta de drogas es, para decirlo con un cliché universitario, un problema complejo. Lo que no es nada complejo es que la industria del delito, por decirlo así, abarca intereses delictivos y no delictivos, todos asociados al narcotráfico: armamento, poder policial, coartada gubernamental, negocios periodísticos y de medios electrónicos, libros y revistas, presupuestos fabulosos, producción de sistemas penales como bolillos madrugadores, crecimiento exponencial de investigadores, ministerios públicos y jueces, más presupuestos universitarios para impartir carreras afines al derecho penal y a la psicología y sociología criminal, escándalos delictivos que se han apoderado de los programas públicos y de las tribunas parlamentarias, uso político de esos escándalos para derribar a los contrincantes y –lo más grave– un nuevo troquelado de la imaginación colectiva. ¿Qué espacio de la memoria nos queda para enorgullecernos de que a Vargas Llosa le otorgaran el Premio Nobel de Literatura?
La fiebre del narcotráfico se está colectivizando. Su similitud es menor a la de la fiebre del oro del siglo XIX estadounidense; se parece más a la fiebre de los tulipanes del siglo XVII en Holanda, narrada espléndidamente por el escritor polaco Zbigniew Herbert en Naturaleza muerta con brida: “Desde sus púlpitos, los predicadores lanzaban rayos contra aquella lasciva fiebre de los tulipanes, pero ellos mismos, según afirmaban los más maliciosos, se iban a hurtadillas a otras ciudades para abandonarse sin testigos indeseados a aquella pecaminosa pasión”. La predicación contra las drogas lleva la impronta de la hipocresía. Dice Herbert que a la fiebre del tulipán la mató su propia locura, no la intervención del Estado. ¿Cómo se mata a sí misma la locura del narcotráfico?
Los tulipanes holandeses ninguna culpa tenían del mercado negro que la voracidad calvinista hizo de estas flores tan hermosas. Lo mismo puede decirse de la bellísima amapola o de la yerba de la marihuana. En la televisión vemos todos los días a decenas de soldados desyerbando los sembradíos, amontonándola y quemándola, como si la maldad fuera de la naturaleza y no de los comerciantes y empresarios, por llamarlos así. Somos, hasta en la destrucción de la “yerba mala”, el país del desperdicio. Si el sentido común no hubiera sido borrado por la locura persecutoria, esos regalos de la naturaleza podrían crear, mediante un programa público de asesoría y control, cientos de pequeñas empresas para transformar la yerba en remedios populares para aliviar muchos males. Digo, suponiendo que en efecto las autoridades destruyan toda la droga que confiscan, pues al público le presentan imágenes breves de la destrucción, pero grandes cantidades de ella regresan al mercado por otros medios y mafias.
Decía que el daño más temible que nos ha producido el narcotráfico y la violencia criminal es que se han apoderado de nuestra imaginación. Los medios de comunicación suelen agigantar el problema. No es un argumento fiable el estribillo de algunos comunicadores y analistas cuando afirman que los medios sólo se limitan a difundir la realidad. Pero ¿qué realidad y de qué tamaño? Frente a las ejecuciones de cada día que se repiten hasta la náusea, el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a un escritor de nuestra lengua apenas mereció una mención fugaz. Sólo espero que la Asamblea de Representantes del Distrito Federal no decida homenajearlo y le endilgue El otoño del patriarca, pues en este último caso Vargas Llosa iría a golpear con más dureza a García Márquez.
Corrupción e impunidad son las caras de la moneda, envuelta en la hediondez de la hipocresía.
Así como el narcotráfico se está apoderando de la imaginación colectiva, también ha resquebrajado el orden federal y municipal de gobierno. Los operativos comunes y la inclusión de las autoridades municipales en el combate al narcotráfico han desplazado el cumplimiento de las atribuciones de ayuntamientos y alcaldes, en detrimento de los servicios básicos y de la promoción de una convivencia razonablemente libre.
La guerra del Estado contra el narcotráfico y las propias guerras entre narcotraficantes le han producido un daño irreparable a la sociabilidad. El clima de desconfianza de la población a sus autoridades es evidente, pero es más dañina la desconfianza mutua entre la población. Es cierto que no nos une el amor sino el espanto, pero ahora, parafraseando a Hobbes y a Borges, ya ni el espanto nos une: su lugar lo va ocupando la venganza.
Un triunfo innegable del narcotráfico es el del miedo. No estamos ante un miedo al otro visible y concreto, no estamos ante la sombra siniestra que en la calle oscura se acerca sigilosamente, sino ante la incertidumbre atemorizada de ser azotados por el azar organizado: miedo a la nada que asusta, roba, hiere y mata. La violencia criminal ha logrado eso que hace mucho tiempo escribió el pensador católico Hilaire Belloc en El estado servil: hemos dejado de ser un pueblo libre porque hemos dejado de ser propietarios. . . ¡Hemos dejado de ser propietarios de nuestros sueños y de nuestras ilusiones! Es cierto que la vida la tenemos prestada, pero ahora parecemos intrusos en el trocito de libertad que nos ha sido dado.
El flameo incesante de enfrentamientos y ejecuciones ha desgajado nuestra memoria. Los recuerdos y los buenos momentos son jirones en medio de las ráfagas televisivas de titulares sangrientos. No es que en su mayoría los medios de comunicación sigan el juego a los delincuentes: hacen su propio juego y su propio agosto, por decir lo menos; pero hay algunos ingenuos que de verdad creen que ejercen la libertad de expresión difundiendo, dicen, la cruda realidad. La libertad de expresión es, ante todo, criterio, que literalmente significa “cedazo”.
No hay una solución y no sé si muchas basten para revertir los daños que causan las legiones de vendedores de drogas al menudeo que se disputan cada calle, matando y matándose. En algunos pueblos la gente está tomando la justicia en sus manos. Ahí donde una comunidad ha linchado a ladrones y extorsionadores los delitos casi se esfumaron. Pero los riesgos son más peligrosos que la delincuencia. Me parece temible que la mayoría de la opinión pública sienta en sangre propia el veneno de la venganza.
No sé si la locura del narcotráfico lleve en sus entrañas el germen de su destrucción. Por el momento, no nos vaya a ocurrir lo mismo que al pobre zapatero del relato de Zbigniew Herbert cuando logró cultivar un tulipán negro: la muerte le llegó por ingenuo, no por ingenioso.
Un poco antes, en un artículo publicado en El País, Mario Vargas Llosa (en casa festejamos su Premio Nobel de Literatura tanto como un gol de las Chivas al América) trató el tema de la legalización de las drogas en México y puso su opinión a favor, aunque reconoció que el asunto era una cuestión que no competía en exclusiva a México. Es un tema de dos y más países y debe ser discutido entre ellos, escribió.
Hace unos quince años escribí a favor de la despenalización de las drogas y en Radio Universidad me surtieron de lo lindo, por decirlo así. Sigo pensando que es una de las soluciones para enfrentar con éxito la violencia criminal que proviene del narcotráfico. En quince años la criminalidad de los cárteles cambió radicalmente: el narcotráfico se convirtió en una de las industrias (por decirlo así) más poderosas de México y de muchos países productores, introductores y consumidores. Los riesgos son mínimos y el negocio es jugoso, pero las apariencias engañan, pues son multitudes las que quieren participar colgándose de alguna ramita escondida en su inmenso follaje.
Para empezar, cualquier guerra contra el narcotráfico está condenada al fracaso. Su presencia criminal se ha ramificado tanto y sus ganancias se distribuyen entre tanta gente (pública y privada) que cuesta trabajo imaginar que un negocio tan rentable y tan seguro pueda ser derrotado con armas y leyes penales. Si del narcotráfico entran al país algo así como 30 mil millones de dólares, de los cuales entre 10 mil y quince mil ingresan al sistema bancario y financiero mexicano, es una ingenuidad suponer que en verdad existen, aquí y en Estados Unidos, verdaderas intenciones de regular la venta y consumo de estupefacientes. Si las hubiera y si de verdad llegara a regularse el mercado de consumidores mediante normas de salud pública que garantizaran la calidad de las drogas y la prevención y atención a los adictos, supongo que miles de pequeñas y grandes empresas (legales todas) quebrarían al instante. El hecho es que el narcotráfico ha creado una epidemia psíquica cuyas consecuencias políticas, económicas y sociales aún no estamos en condiciones de prever.
Se ha formado en amplios sectores una cultura del narcotráfico que ya no lo demoniza, como antes se hacía desde distintos frentes. Hace poco una encuesta aplicada a jóvenes de entre quince y veinticinco años arrojó como resultado que más del sesenta por ciento de ellos consideraba como opción laboral el narcotráfico. La paradoja de la proporción inversa es evidente: a mayor criminalización, menor riesgo; a mayor persecución y guerra, menor confianza. El narcotráfico se ve como una actividad casi normal, al menos en su versión de que es inevitable, invencible. No son pocos en este país los que aspiran a ser tomados en cuenta en la derrama de dinero que deja esta industria, por decirlo así, y no solamente entre quienes ocupan cargos policiales, políticos, empresariales o bancarios. Ahora sí podemos decir, con Chesterton, que lo único peor que ser asaltante de bancos es ser banquero.
El problema del narcotráfico y de la hipotética despenalización de la venta de drogas es, para decirlo con un cliché universitario, un problema complejo. Lo que no es nada complejo es que la industria del delito, por decirlo así, abarca intereses delictivos y no delictivos, todos asociados al narcotráfico: armamento, poder policial, coartada gubernamental, negocios periodísticos y de medios electrónicos, libros y revistas, presupuestos fabulosos, producción de sistemas penales como bolillos madrugadores, crecimiento exponencial de investigadores, ministerios públicos y jueces, más presupuestos universitarios para impartir carreras afines al derecho penal y a la psicología y sociología criminal, escándalos delictivos que se han apoderado de los programas públicos y de las tribunas parlamentarias, uso político de esos escándalos para derribar a los contrincantes y –lo más grave– un nuevo troquelado de la imaginación colectiva. ¿Qué espacio de la memoria nos queda para enorgullecernos de que a Vargas Llosa le otorgaran el Premio Nobel de Literatura?
La fiebre del narcotráfico se está colectivizando. Su similitud es menor a la de la fiebre del oro del siglo XIX estadounidense; se parece más a la fiebre de los tulipanes del siglo XVII en Holanda, narrada espléndidamente por el escritor polaco Zbigniew Herbert en Naturaleza muerta con brida: “Desde sus púlpitos, los predicadores lanzaban rayos contra aquella lasciva fiebre de los tulipanes, pero ellos mismos, según afirmaban los más maliciosos, se iban a hurtadillas a otras ciudades para abandonarse sin testigos indeseados a aquella pecaminosa pasión”. La predicación contra las drogas lleva la impronta de la hipocresía. Dice Herbert que a la fiebre del tulipán la mató su propia locura, no la intervención del Estado. ¿Cómo se mata a sí misma la locura del narcotráfico?
Los tulipanes holandeses ninguna culpa tenían del mercado negro que la voracidad calvinista hizo de estas flores tan hermosas. Lo mismo puede decirse de la bellísima amapola o de la yerba de la marihuana. En la televisión vemos todos los días a decenas de soldados desyerbando los sembradíos, amontonándola y quemándola, como si la maldad fuera de la naturaleza y no de los comerciantes y empresarios, por llamarlos así. Somos, hasta en la destrucción de la “yerba mala”, el país del desperdicio. Si el sentido común no hubiera sido borrado por la locura persecutoria, esos regalos de la naturaleza podrían crear, mediante un programa público de asesoría y control, cientos de pequeñas empresas para transformar la yerba en remedios populares para aliviar muchos males. Digo, suponiendo que en efecto las autoridades destruyan toda la droga que confiscan, pues al público le presentan imágenes breves de la destrucción, pero grandes cantidades de ella regresan al mercado por otros medios y mafias.
Decía que el daño más temible que nos ha producido el narcotráfico y la violencia criminal es que se han apoderado de nuestra imaginación. Los medios de comunicación suelen agigantar el problema. No es un argumento fiable el estribillo de algunos comunicadores y analistas cuando afirman que los medios sólo se limitan a difundir la realidad. Pero ¿qué realidad y de qué tamaño? Frente a las ejecuciones de cada día que se repiten hasta la náusea, el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a un escritor de nuestra lengua apenas mereció una mención fugaz. Sólo espero que la Asamblea de Representantes del Distrito Federal no decida homenajearlo y le endilgue El otoño del patriarca, pues en este último caso Vargas Llosa iría a golpear con más dureza a García Márquez.
Corrupción e impunidad son las caras de la moneda, envuelta en la hediondez de la hipocresía.
Así como el narcotráfico se está apoderando de la imaginación colectiva, también ha resquebrajado el orden federal y municipal de gobierno. Los operativos comunes y la inclusión de las autoridades municipales en el combate al narcotráfico han desplazado el cumplimiento de las atribuciones de ayuntamientos y alcaldes, en detrimento de los servicios básicos y de la promoción de una convivencia razonablemente libre.
La guerra del Estado contra el narcotráfico y las propias guerras entre narcotraficantes le han producido un daño irreparable a la sociabilidad. El clima de desconfianza de la población a sus autoridades es evidente, pero es más dañina la desconfianza mutua entre la población. Es cierto que no nos une el amor sino el espanto, pero ahora, parafraseando a Hobbes y a Borges, ya ni el espanto nos une: su lugar lo va ocupando la venganza.
Un triunfo innegable del narcotráfico es el del miedo. No estamos ante un miedo al otro visible y concreto, no estamos ante la sombra siniestra que en la calle oscura se acerca sigilosamente, sino ante la incertidumbre atemorizada de ser azotados por el azar organizado: miedo a la nada que asusta, roba, hiere y mata. La violencia criminal ha logrado eso que hace mucho tiempo escribió el pensador católico Hilaire Belloc en El estado servil: hemos dejado de ser un pueblo libre porque hemos dejado de ser propietarios. . . ¡Hemos dejado de ser propietarios de nuestros sueños y de nuestras ilusiones! Es cierto que la vida la tenemos prestada, pero ahora parecemos intrusos en el trocito de libertad que nos ha sido dado.
El flameo incesante de enfrentamientos y ejecuciones ha desgajado nuestra memoria. Los recuerdos y los buenos momentos son jirones en medio de las ráfagas televisivas de titulares sangrientos. No es que en su mayoría los medios de comunicación sigan el juego a los delincuentes: hacen su propio juego y su propio agosto, por decir lo menos; pero hay algunos ingenuos que de verdad creen que ejercen la libertad de expresión difundiendo, dicen, la cruda realidad. La libertad de expresión es, ante todo, criterio, que literalmente significa “cedazo”.
No hay una solución y no sé si muchas basten para revertir los daños que causan las legiones de vendedores de drogas al menudeo que se disputan cada calle, matando y matándose. En algunos pueblos la gente está tomando la justicia en sus manos. Ahí donde una comunidad ha linchado a ladrones y extorsionadores los delitos casi se esfumaron. Pero los riesgos son más peligrosos que la delincuencia. Me parece temible que la mayoría de la opinión pública sienta en sangre propia el veneno de la venganza.
No sé si la locura del narcotráfico lleve en sus entrañas el germen de su destrucción. Por el momento, no nos vaya a ocurrir lo mismo que al pobre zapatero del relato de Zbigniew Herbert cuando logró cultivar un tulipán negro: la muerte le llegó por ingenuo, no por ingenioso.